Jorge Consiglio - Tres monedas

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Tres son los personajes de esta historia y también tres son las monedas que insisten en marcarles el destino. Sin embargo, el deseo de una vida diferente los lleva a tomar decisiones difíciles para romper con la apacible rutina.Jorge Consiglio, uno de los escritores más premiados de la literatura argentina contemporánea, compone con maestría los derroteros de Marina Kezelman, una resolutiva meteoróloga, Carl, un músico de orquesta alemán, y Amer, un taxidermista que intenta, cada día, dejar de fumar.Una novela inquietante que narra el momento exacto en el que sus protagonistas se miran al espejo y descubren que ya no se reconocen.

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Hizo fuerza. Empujó con todo el cuerpo y pudo correr la heladera unos veinte centímetros. Marina Kezelman contaba con una fuerza física extraordinaria. En su adolescencia, había practicado atletismo. Ese deporte le había torneado las piernas –tenía perfectamente definidos los aductores− y le había enseñado a dosificar la energía. Su resistencia era admirable, nunca le faltaba vigor. Ese día, un sábado nublado, estaba levantada desde las 7. Le había preparado el desayuno a Simón y se había enfrascado en el armado de un gráfico de Excel con mediciones de humedad en un bosque del Chaco, cerca del río Pilcomayo. En el dibujo, la curva –un trazo verde que conectaba doce aristas− era ascendente. Kezelman chequeó que los datos fueran correctos y cuando terminó, dijo: ¡Qué bien, carajo!

Estudiaba la relación entre la humedad y el desarrollo de cierta hierba –una variedad de Manzanilla silvestre− que tenía relación directa con la reproducción de los conejos en el área. El sondeo era satelital, pero cada tanto hacía salidas al campo. Cuando cerró la computadora, verificó que su hijo estuviera bien y se fue a preparar café en la Volturno. Desde la ventana de la cocina veía a la gente en la parada del colectivo. Se llevó los dedos a los labios como si tuviera un cigarrillo y desvió la mirada. La casualidad hizo que distinguiera dos hormigas sobre un azulejo, a la izquierda de la alacena. Las barrió de un manotazo. Enseguida, revisó el costado de la heladera. El nido era un hervidero. En ese momento, Marina Kezelman se planteó mil preguntas; pero todas –de una manera u otra− buscaban saldar la misma inquietud: de qué se alimentaban esos bichos de mierda en una cocina como la suya.

Actuó como le indicaron. Corrió la heladera para mejorar el ángulo de ataque, espolvoreó el veneno y distribuyó el cebo en puntos estratégicos. Mientras se lavaba las manos, pensó que a la mañana siguiente iba a pedir un Uber. Tenía que ir al aeropuerto. De un día para otro, le había salido un viaje a Formosa. Debía acompañar a Zárate, un biólogo del Instituto de Medicina Experimental –ella no lo conocía− que se sumaba al proyecto de los conejos.

Salir de la capital tenía un sabor agridulce. Alejarse de su entorno le daba placer –revalorizaba su cotidiano−, pero abandonar su concierto de hábitos la incomodaba. Con las manos húmedas, se quedó detenida. Pensaba. Así la encontró su hijo de seis años, que cargaba un perro de trapo. Se le está por salir una oreja, le dijo. El muñeco –hecho de paño rústico− tenía la cabeza ovalada, desmedidamente ovalada, y los ojos –dos bolitas traslúcidas− incrustados demasiado alto, en el lugar donde debería estar la frente. Marina Kezelman buscó un costurero de mimbre. Seleccionó un hilo resistente y una aguja fina y se puso a coser con esmero. De la misma forma, encaraba todo en su vida. Implacable. Perseverante.

Inusual: se despertó tarde, diez minutos después de las 11. Desayunó tostadas con miel. En la garganta y en la parte alta de los pulmones –precisamente en la cavidad de los alveolos− sintió la necesidad del cigarrillo. Imaginó –en un momento, la escena fue nítida− los bronquios como un área en disputa, una zona bélica: la Franja de Gaza en medio del pecho.

Se duchó con la esperanza de que el agua le devolviera el bienestar. La decisión fue acertada. Salió del baño con olor a jabón de coco. También con un poderoso sentimiento de urgencia: tenía que empezar el día, actuar rápido, decidir. El tiempo contaba más que nunca. Perderlo suponía un aplazamiento crucial. Había que ponerse a hacer, aunque desconociera qué cosa lo reclamaba. Más que en otras oportunidades, la ansiedad le jugó una mala pasada. Bajó a cero su rendimiento.

Abrió la laptop a las 14. Apretó la tecla de encendido y esperó que corriera el sistema operativo. Frente a él, flameaban las cortinas del living. Era martes y el sol apenas tocaba el planeta. Un esplendor, casi un centelleo, emanaba de la materia. Esa tarde, el mundo era transparente, apenas vacilaba. Sobre el escritorio –hacía exactamente una semana que lo habían lustrado− había tres cosas: un caballo en miniatura, una postal con un grabado chino y una lámpara articulada. Amer revisó su correo. Eliminó el spam y auditó los mails personales. Se detuvo en uno del Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Lo abrió y su respiración cambió de ritmo. El trabajo, la sola mención de esa palabra, le imponía una nueva dinámica; ahora, de pronto, sin levantarse de la silla, subía una cuesta. Le ofrecían coordinar un equipo de taxidermistas. Un elefante estaba en camino desde África, venía estibado –la cámara frigorífica era de última generación− en la bodega de un buque. Tenían que organizar todo a las apuradas y confiaban en él plenamente, en sus conocimientos anatómicos, en su destreza con el poliuretano: hacía dos meses había conseguido resultados admirables con un antílope. Estaban todos al tanto.

Amer se acarició el mentón y pensó en fumar. Se quedó abstraído quince segundos. El cigarrillo era un eslabón poderoso, indispensable. Sin el tabaco era un hombre a medias. De golpe, se paró y fue hasta el baño. Muy resuelto, abrió el botiquín y sacó un blíster de Alplax. Tragó un comprimido. Lo hizo correr con el agua que recogió, medio agachado, del pico del lavatorio. Volvió a la computadora con otro ánimo, pero su mente estaba dispersa. Entró a Google y buscó información sobre osos pardos. Navegó hasta que llegó a una noticia del diario español El Mundo . En 2015, un oso de 180 kilos había matado a tres campesinos en una aldea asturiana. No somos animales, dijo Amer con la mirada en la pantalla. La nota estaba acompañada por una foto de un oso, aparentemente el asesino, parado en dos patas. Tenía la cabeza como un planeta, enorme, redonda y un poco ladeada, con dos orejas pequeñas y en punta dispuestas en la parte posterior.

La sangre no se compra ni se vende, leyó el alemán. Esperaba su turno en un centro de hemoterapia. Una amiga de Marina Kezelman estaba grave y necesitaba donantes. Carl reunía condiciones de sobra, pero su altura, más que nada, fue el factor que hizo que todos –su universo de conocidos, su manada− lo consideraran el indicado. El alemán tiene que donar, acordaron. Confundieron tamaño con salud. Ahora Carl se mordía la uña del dedo medio en una habitación azulejada. El proceso fue enfermera-camilla-aguja-vena. Y aguantar la conmoción del drenaje, el plasma en la cánula, velocidad y quietud a un tiempo. Un circuito del que el alemán era factor clave, pero del que no se sentía responsable. Había algo eterno en el torrente que salía cuerpo afuera. Ese vaciarse tenía un sentido para él. Su cuerpo lo entendía. Era un mapa en movimiento, una estampida que constataba, mejor que cualquier otra cosa, su condición de extranjero.

Le quitaron la aguja –hubo un ruido como de succión− y se fue irguiendo de a poco, con prudencia. Quedó sentado en la camilla, con las piernas colgando a diez centímetros del suelo. Mudo. La cara alargada por el trastorno. Miraba un punto fijo, una rotura en la pared, la huella de un clavo, una tacha. Eso, en aquel momento, para Carl, era la estabilidad; expresaba certeza, permanencia. El resto del mundo, con su movimiento, no resultaba confiable. Planteaba la ética de la inconstancia. Más allá de todo –de la vacilación propia y la del entorno− se esforzó: quiso ponerse de pie. En el intento, se le doblaron las piernas y cayó de boca. Se desvaneció. En el derrumbe, arrastró una mesa de metal con insumos médicos. El desparramo y el ruido fueron parejos, y dispararon la alarma del personal.

Lo levantaron entre varios. La asistencia fue efectiva y él reaccionó rápido. Lo obligaron a sentarse en la sala de espera. Una enfermera le dijo: Usted de acá no se mueve. Y ante el silencio de Carl, preguntó: ¿Entiende lo que le digo?

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