Jorge Consiglio - Tres monedas

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Tres son los personajes de esta historia y también tres son las monedas que insisten en marcarles el destino. Sin embargo, el deseo de una vida diferente los lleva a tomar decisiones difíciles para romper con la apacible rutina.Jorge Consiglio, uno de los escritores más premiados de la literatura argentina contemporánea, compone con maestría los derroteros de Marina Kezelman, una resolutiva meteoróloga, Carl, un músico de orquesta alemán, y Amer, un taxidermista que intenta, cada día, dejar de fumar.Una novela inquietante que narra el momento exacto en el que sus protagonistas se miran al espejo y descubren que ya no se reconocen.

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Tomó el último trago del cortado y notó la mirada de un tipo que estaba en la barra. Era un varón joven. Tenía puesto un pantalón beige. Al principio se sintió molesta, pero de a poco entró en el juego. Kezelman entendió que era protagonista de una historia. La luz le daba de frente, le subrayaba la nariz, la volvía pálida. Lo advirtió y cambió de ángulo. Irguió la espalda lo más que pudo y se rozó los labios con el dedo. Fingió distracción: el movimiento de la tarde, el tránsito, la gente. Cuando estuvo en posición, chequeó la reacción del hombre. Hablaba con el barman, pero seguía atento a ella. Se movía en la barra como pez en el agua. Cumplía con su naturaleza al pie de la letra, sin discutirla. Marina Kezelman se dijo que nunca había que entregar todo de sí. Tragó una miga y repasó mentalmente las actividades de su hijo. Fantaseó con la infidelidad. Ese tipo era un desierto. Chequeó el celular. Hacía poco había descargado una aplicación con el I Ching que cada tanto consultaba. Quería hacerle frente al porvenir en las mejores condiciones. Se tomó el tiempo para formular la pregunta, pero la respuesta la desorientó. No estaba familiarizada con el código simbólico, con las representaciones, con las ideas. Pidió otro café, esta vez negro. Leyó el texto tres veces. Se quedó con un par de imágenes vacías a la hora de las decisiones.

¿Qué hago?, se preguntó. Eligió la opción estable. Pagó con Visa y dejó un billete de propina. Salió a la calle como una tromba. Los riesgos de que el tipo la siguiera eran mínimos, pero por las dudas, se revistió con un cerrado malhumor. Anduvo dos cuadras, apurada, taconeando, y se metió en una ferretería. Pidió veneno para hormigas. Deme el más efectivo, dijo. Le ofrecieron cebo en gel y un polvo color marfil. El vendedor comentó que la combinación era infalible. Ella compró, convencida. Tenía la seguridad de que, esa tarde, las cosas –como si tuvieran voluntad propia− se habían ordenado a su favor.

A los catorce años, Amer se llevó un cigarrillo a la boca y tragó el humo. Le habían dicho que no debía hacerlo, pero a esa edad era terco y quería probarlo todo. Tenía unos pocos pelos en el mentón. Cada tanto se los repasaba con la mano, los verificaba, los mantenía vivos. Era la primera evidencia de la pubertad. Literalmente, entonces, aquella vez, había tragado el humo. Después se había largado a toser. La verdad, el tragado había sido él. Por un momento creyó que se iba a morir, así de simple. Y lo había aceptado con cierta calma. Eran las dos de la tarde. Primavera. Clima apacible. Estaba en la plaza, a la sombra del busto de Eloy Alfaro. Desde ese momento hasta los cincuenta y cuatro, Amer, con alguna intermitencia, había fumado durante décadas. Un exceso. Ahora, sentía las piernas pesadas, se agitaba. Tenía que dejar el cigarrillo: era un hecho. Lo terminó de decidir la palabra de un médico. Le dijo que tenía un par de arterias tapadas. Angioplastia coronaria, señaló. Amer, en el consultorio, se distrajo con las partículas de polvo que flotaban en un rayo de sol. Hizo memoria: hacía un año que no salía de la ciudad.

Se puso en campaña. Buscó en internet lugares en los que se trataran las adicciones, pero nada lo conformaba. La solución llegó por un lado inesperado: una vez cada quince días, entraba a un foro de taxidermistas. Un cordobés que vivía en Buenos Aires le contó que tenía el mismo problema. Compartir un grupo de autoayuda sería un buen remedio.

Un martes fueron al Tobar García. Entraron al hospital y sintieron un penetrante olor a Pinolux. Los recibió un médico de apellido vasco, Eizaga, que, casi sin palabras, los obligó a sentarse en un semicírculo junto a otra gente. Al comienzo, Amer se incomodó. Se movía en la silla, le picaban las piernas. A su derecha, un tipo de 150 kilos respiraba con dificultad. Largaba un olor dulce –parecido al de la compota de pelones− que se mezclaba con el del desinfectante. Eizaga dijo que un adulto respira entre cinco y seis litros de aire por minuto. El dato fue concluyente para lo que expuso a continuación, pero Amer perdió el hilo casi enseguida. No captó una sola palabra. Estaba en otra cosa: frente a él, una mujer se mordía una uña. Su imagen, aún en reposo, resultaba dinámica. Con total naturalidad pasaba de un plano geométrico a otro, como si de esa exaltación dependiera su deseo. Amer no entendió lo que estaba viendo. Por eso, como hacía siempre, simplificó. Esa mujer me interesa, se dijo. De esta forma cerró el asunto, lo canceló y pasó a otro tema. A la salida de la sesión, se enteró que la mujer se llamaba Clara y que era diez años menor que él.

El cordobés llevó a Amer en auto hasta su casa. Anduvieron por Ramón Carrillo y, entre otras cosas, hablaron de lo que acababan de vivir. Cada uno explicó su punto de vista, que no coincidió del todo con el del otro. Estuvieron de acuerdo, sin embargo, en que no había juicio capaz de quebrar el dominio del placer.

El colombiano se metió enseguida en el subte. Carl caminó por Corrientes hacia Pueyrredón. Era más alto que el resto del mundo. Cruzó Uruguay y se detuvo en seco frente a una librería. Repasó de una ojeada la vidriera y siguió su camino. Marina Kezelman cumplía cuarenta años en dos semanas y quería sorprenderla con el regalo. Se habían conocido en un bar madrileño hacía una década. Desde ese momento, todo se había precipitado. Movidos por el deseo y, sobre todo, por una idea exagerada de la honestidad, tomaron decisiones.

Carl se vino a la Argentina con su mitología a cuestas, dos valijas y un oboe. Fueron tiempos duros, aunque la armonía entre ellos les dio la mejor perspectiva del mundo, la más benéfica. El vínculo, entonces −su complejidad, su amparo−, los hizo indestructibles. Ellos lo notaron y aprovecharon la disposición: consiguieron trabajo, se mudaron a un barrio céntrico y tuvieron un hijo, Simón. Ahora, Carl quería darle a Marina Kezelman algo que estuviera a la altura de ese entendimiento. Y no se le ocurría nada. Deambuló por el centro más de lo que tenía pensado y casi sin darse cuenta llegó a Callao. Era un día extraño para él, sentía más que nunca que la ciudad lo había transformado, pero, al mismo tiempo, notaba que ese cambio no afectaba el núcleo de su personalidad. En otras palabras, Carl era otro y el mismo. Esta cuestión −tan recóndita que le costaba poner en palabras− se traducía en una pesadumbre borrosa y, en apariencia, injustificada, de la que le costaba salir. Se detuvo en un puesto de diarios a esperar la luz verde y cuando la tuvo, avanzó. En mitad de la avenida, se le vino a la cabeza una tira de asado cocida, ni seca ni jugosa. La imagen le despertó hambre, un hambre voraz. Carl se conocía bien: su apetito era insaciable. Y en cierto sentido, esa particularidad lo divertía, le resultaba un ingrediente positivo –gozoso, celebratorio, por calificarlo de alguna manera− de su forma de ser. Por un segundo, pensó en hacer un alto en una pizzería, pero se conformó con mucho menos. Compró dos Rhodesias en un quiosco y las tragó a las apuradas. En adelante, su andar fue más lento, levemente más lento. La comida, como siempre, le disparó un proceso reflexivo que, en este caso, fue provechoso: se le ocurrió el regalo ideal para su mujer. Ya lo tengo, se dijo. Consultó el celular y confirmó que estaba en el lugar exacto. Caminó dos cuadras por Corrientes y se metió en un sex shop. Estuvo un rato mirando. A pesar de saber exactamente lo que quería, se desorientó. La solución llegó enseguida: un vendedor le dio la información necesaria. Salió del negocio con un vibrador naranja de 12,5 centímetros de penetración.

En la calle, la atmósfera era otra. Todo se había vuelto inmediato. Carl caminó rápido, como si se le hiciera tarde, y con dos zancadas se trepó a un colectivo. Sabía que en su casa no había nadie –Marina Kezelman y su hijo estaban en natación–. De todas maneras, entró con cautela. Masticó tres granos de café y se puso a caminar de un lado para otro con la cabeza ocupada, entre distraído y preocupado. Escondió el vibrador en la habitación de su hijo. Lo desenvolvió y lo metió en una caja de plástico que usaban para guardar juguetes en desuso. Después se hizo un té, le exprimió medio limón y llamó por Skype a un amigo en Alemania. Se enteró que en Olching, un municipio de 25.000 habitantes al oeste de Múnich, hacía una semana que estaba lloviendo.

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