Su quinto momento más feliz fue en enero de 1965, cuando The Atlantic Monthly aceptó un cuento suyo, veinte años y un mes antes de que naciera su segunda hija. Él tenía una beca de escritura en California, acababa de volver de pasar un mes con su familia en Nueva York. Lo esperaba un montón de correspondencia. Hasta entonces solo dos cuentos suyos habían sido publicados, o más bien uno publicado y otro aceptado, los dos en revistas pequeñas. Rechazo, rechazo, rechazo, pudo ver por el grosor de cada uno de los sobres de papel manila de 24 x 30 que él había enviado con los cuentos. Abrió el sobre tamaño carta de The Atlantic Monthly , asumiendo que no se habían molestado en devolverle el cuento junto con su nota de rechazo en el sobre de franqueo pagado como habían hecho los otros. Adentro había una carta de aceptación de un editor, con una disculpa por haber retenido tanto tiempo el cuento. Gritó “Oh Dios mío; no puedo creerlo. Aceptaron mi cuento”, y golpeó la puerta del estudiante de ciencias políticas que vivía en la habitación vecina a la suya. “Perdona; ¿te desperté? Pero tengo que decirte esto. The Atlantic Monthly ha aceptado un cuento mío, me van a dar seiscientos dólares por él. Tenemos que salir a celebrarlo, yo invito”.
El sexto momento más feliz fue nueve años después. Estaba subiendo las escaleras de su departamento en Nueva York con una mujer a la que había conocido recientemente. Para entonces –quince años después de que empezara a escribir– había publicado nueve cuentos, escrito unos ciento cincuenta, pero ningún libro todavía. “Otro rechazo de Harper’s ”, comentó. Ella estaba frente a él y dijo: “Yo no soy escritora, pero supongo que es lo esperable en estos casos”. “Veamos lo que tienen para decir. Siempre sirve para reírse un poco”. Abrió el mismo sobre en el que había enviado su cuento. “¿Qué es esto?”, dijo. Sacó las galeras del cuento, una carta del editor a quien lo había dirigido y un cheque por mil dólares. El editor había escrito: “Soy consciente de que debe resultarle inusual recibir las galeras de su cuento junto con la carta de aceptación. Pero queremos imprimirlo lo antes posible, y hay espacio para él en el número siguiente al que está por salir. Tratamos de llamarlo, pero o no figura en guía o es uno de los pocos escritores de Nueva York que no tienen teléfono”. Eso era verdad. No tenía. Demasiado caro. Y el repentino sonido del teléfono en el pequeño departamento donde tenía su estudio, cuando estaba metido en su escritura, siempre lo sobresaltaba, así que había hecho retirar el teléfono. “Esto es una locura”, dijo. “ Harper’s lo aceptó, en lugar de rechazarlo. Y a cambio de más dinero del que nunca he ganado con la escritura”, se puso a agitar el cheque en el aire. Estaban en el descanso del último piso y ella dijo: “Déjeme estrecharle la mano, señor”, y le pellizcó la nariz.
¿El séptimo momento más feliz? Probablemente en 1961, cuando una mujer, que lo había plantado dos años atrás y con la que luego, tres meses más tarde, habían empezado a verse otra vez, dijo que había llegado a una decisión con respecto a su propuesta de matrimonio. Estaban en el lavadero del edificio donde los padres de él tenían su departamento. Habían bajado para recuperar la ropa limpia de uno de los lavarropas y meterla en el secarropas. “¿Entonces?”, dijo él, y ella: “De acuerdo, me casaré contigo”. “¿Lo harás?”. “Bueno, siempre y cuando sigas queriendo pasar por eso”. “¿Que si quiero? Mírame. Estoy en un éxtasis delirante. En un delirio extático. No sé cómo estoy, excepto mareado de felicidad. Te quiero”, y la besó y metieron la ropa limpia en el secarropas y tomaron el ascensor para volver al departamento de sus padres, y les dijeron a ellos y a su hermana y a su hermano que acababan de comprometerse. Ella rompió el compromiso medio año después, a pocas semanas de la fecha en que iban a casarse, en la casa de veraneo de sus padres en Fire Island. Una casa vieja, grande, directamente sobre el océano. El padre era dramaturgo, la madre actriz, como su novia.
¿El octavo? Tal vez cuando lo llamó una editora para decirle que aceptaba su primer libro. Fue en el 76. Estaba feliz pero no en éxtasis. Venía tratando de que le publicara una colección de cuentos o una de sus novelas desde hacía unos cinco años. Pero se trataba de una editorial muy pequeña, ningún adelanto, habría una primera impresión de quinientos ejemplares y probablemente escasas chances de obtener alguna reseña o una cierta atención. Así que tal vez ese haya sido su noveno momento más feliz, y el octavo, cuando un editor importante aceptó su siguiente novela, y con un adelanto suficiente como para que pudiera vivir todo un año, si vivía frugalmente. Pero una vez más, no fue una gran felicidad cuando el editor lo llamó para darle la noticia, dado que la novela había sido aceptada en base a las primeras sesenta páginas, que es lo que él había enviado: el resto aún había que escribirlo.
El décimo ocurrió también cuando vivía en Nueva York y no tenía teléfono. 1974. El mismo año en que lo aceptó Harper’s , pero unos meses después. Había bajado de su departamento para salir a correr por Central Park. El cartero, a quien conocía por su nombre –Jeff– estaba en el vestíbulo del edificio, echando correspondencia en los buzones de los inquilinos. Extrajo una carta de su buzón y se la dio. Era del National Endowment for the Arts. Ya lo habían rechazado dos años seguidos para una beca de escritura, así que esperaba volver a ser rechazado. Abrió el sobre. “Dios”, dijo. “Gané un subsidio NEA.” “¿Qué es eso?”, dijo Jeff. Él se lo explicó. “Pero dice que es por quinientos dólares”. “¿Y eso qué?, quinientos no son como para hacerles asco”, dijo Jeff. “Pero yo creí que todos los subsidios que daban eran por cinco mil”. “Ahí sí, cinco mil realmente son algo, para que te caigan así sobre el regazo. ¿Merezco algo por entregar la noticia?”. Poco después fue hasta la tienda de dulces de la esquina, consiguió mucho cambio y discó el número de la NEA desde una cabina que tenían allí. La mujer que le dijeron que sabría responderle, con la que finalmente consiguió hablar, dijo: “Eso es extraño. No tenemos ningún subsidio de quinientos dólares. Déjeme que me fije y lo llamaré”. “No tengo teléfono”, dijo él. “Entonces tendrá que quedarse en línea mientras verifico”. Volvió unos diez minutos más tarde y dijo: “¿Todavía está ahí? Tenía razón. A su carta de notificación le faltaba un cero”. “¿Entonces el subsidio es por cinco mil?”. “En una semana debería estar recibiendo un duplicado de la carta que recibió hoy, con la diferencia de que la cifra va a estar corregida”. “¿Cuándo puedo empezar a recibir el dinero?”, y ella dijo: “Después del duplicado recibirá otra carta con algunos formularios que deberá llenar”. “¿Puedo recibir el dinero todo junto, o lo distribuyen a lo largo del año?”, y ella dijo: “Todo estará explicado en las instrucciones que acompañan los formularios. Pero para responder a su pregunta, sí”. “¿Todo junto?”. “Si así lo quiere”. “¡Bien!”, dijo él, palmeando el estante metálico debajo del teléfono. “Vaya, voy a escribir como un poseso el próximo año”. “Eso es lo que nos gusta oír”, dijo ella.
¿El onceavo o doceavo momento más feliz de su vida? Ya no se acuerda en qué número dejó. Puede haber sido cuando vivía en un hotel barato en París y la propietaria lo llamó desde abajo para que respondiera una llamada “ des États-Unis ”, dijo. Bajó las escaleras corriendo. Algo terrible sobre alguno de sus padres, estaba seguro. Eso fue en abril de 1964. Estaba en París desde hacía tres meses, aprendiendo francés en la Alianza Francesa; su objetivo último era conseguir un trabajo de escritura en la ciudad para alguna compañía estadounidense o británica. Era su hermana menor. “Papá no está muy encantado que digamos con que yo haga esta llamada”, dijo. “Demasiado cara. Un telegrama sería más barato, dijo, si no lo hago muy largo. Pero yo le expliqué la urgencia de llamarte. Prepárate, mi afortunado y talentoso hermano. Tengo algo fantástico para decirte.” “Vamos”, dijo él, “¿qué es? Aquí a madame no le gusta que yo acapare el único teléfono”. “Recibiste una llamada telefónica de alguien de la Universidad de Stanford. Te concedieron una beca de escritura creativa por tres mil dólares, desde septiembre”. “Ay, Dios mío”, dijo él. “Me había olvidado por completo, lo que te da una pista sobre la fe que tenía en la posibilidad de conseguirla”. “Pero escucha. Esta mujer dijo que dado que les tomó tanto tiempo seleccionar a los cuatro becarios, quieren tu decisión enseguida. Si es un no, necesitan elegir de apuro a alguna otra persona. Le dije que estaba segura de que la aceptarías, pero que te llamaría y que luego volvería a llamarla con tu respuesta”. “No sé qué hacer”, dijo él. “Quiero decir, estoy agradecido, y debería estar saltando de alegría, pero realmente me está empezando a gustar aquí y estoy aprendiendo el idioma y haciendo amigos. ¿Crees que me dejarían postergar la beca un año?”. “Ya le pregunté por esa posibilidad”, dijo ella. “Me dijo que tienes que aceptarla ahora para este año o volver a postularte el año que viene con un dossier completamente diferente, aunque no necesitarías conseguir referencias nuevas. Esa es su política”. “ Madame me está mirando fijo. Tengo que colgar. Supongo que la aceptaré, entonces. Tengo sentimientos mezclados, como puedes ver, pero es una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. Y California debería ser divertido”. “ Monsieur ?”, dijo la propietaria. “A veces”, dijo su hermana, “tienes que renunciar a algo bueno para conseguir algo mejor, o incluso parecido. Y yo podré tomar un avión a California para ir a verte, lo que me proporcionará unas lindas mini-vacaciones”.
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