Stephen Dixon - Historias tardías

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Philip Seidel, un reconocido escritor, es el protagonista de estos treinta y un relatos tan intrínsecamente conectados que bien podrían leerse como una novela. Su mujer, con quien compartió treinta años de vida, ha fallecido.La muerte, la vejez, el deseo de conservar la lucidez, la posibilidad de volver a enamorarse después de un duelo son solo algunos de los tópicos que Stephen Dixon, uno de los escritores más talentosos de la literatura estadounidense de los últimos años, profundiza en Historias tardías, y lo hace con una vitalidad sorprendente, lejos de cualquier tinte melancólico o nostálgico.En un ambiente donde por momentos la falta de memoria, la confusión y la soledad parecieran tomar el control, Dixon encuentra un terreno fértil para explorar los límites de la escritura y, al mismo tiempo, desarticular sus obsesiones más profundas.

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Manejo hasta la estación de tren, estaciono el auto en el garaje subterráneo y compro un pasaje de ida y vuelta a Nueva York. Cuando llego, voy derecho al Barrio Chino. Aunque no sé muy bien cómo llegar allí. Hace cinco años que no voy a Nueva York, mi ciudad natal y la de Abby. El distrito se angosta en el extremo sur, cerca de donde está el Barrio Chino, así que basta con tomar cualquier subterráneo hacia el sur y bajar en Worth Street o en Canal Street o en Chambers, lo que aparezca primero. Tomo el subte y me bajo en Houston Street –me había olvidado de Houston– y pienso que estoy cerca del Barrio Chino, pero resulta ser una caminata larga. Tengo hambre… salí de casa tan apurado que no comí nada, y en el tren no había coche comedor. Debería parar en cualquiera de los pequeños restaurantes que hay por aquí y sentarme ante la barra y pedir un tazón de sopa y un plato de fideos, pero no quiero perder el tiempo de buscarla.

Camino por todo el Barrio Chino. Pienso que cubro hasta la última manzana. Esto es algo completamente loco, lo sé, pero pensé que podría encontrarla por aquí, o que al menos había alguna chance. No quiero que esté perdida. Se sentirá triste, asustada, incluso aterrorizada tal vez. Así de vulnerable se ha vuelto. Solía gustarle ir sola a lugares –incluso a países lejanos– en los que nunca había estado o a los que no había ido en mucho tiempo. Pero ya no desde que se enfermó tanto. Ella me necesita. Una vez dijo que yo la mantengo con vida. No me lo dijo a mí sino que lo escribió, hace cuatro o cinco años, en uno de los cuadernos suyos que encontré. “Phil me mantiene con vida. ¿Qué hacer?”, y le puso fecha: 6 de octubre; no recuerdo el año exacto. Renuncio a buscarla en el Barrio Chino. El único otro lugar adonde ir es la 40 Este. Tal vez allí la encuentre. Puesto que fue el último lugar donde la vi, es allí donde primero debí haber ido.

Tomo el subte hasta Times Square, y después el ómnibus de enlace que tiene una sola parada, desde ahí hasta la avenida Lexington y la calle 42. Subo y camino por la calle 42 hasta la Primera Avenida. Recorro la Primera Avenida hasta la calle 34, luego la Segunda Avenida hasta la calle 42, luego la Tercera Avenida hasta la Calle 34. Después camino a lo largo de todas las calles laterales entre las avenidas Primera y Tercera, desde la calle 34 hasta la 50. Miro en las tiendas. Miro en casi todas las casas de piedra rojiza ante las que paso, y también en los lobbies de los altos edificios de departamentos y de oficinas, e incluso en unos pocos cines. Esto es algo completamente loco, lo sé, pero por alguna razón empiezo a pensar que la voy a encontrar, que hay más que una ligera chance. Pero ni rastros de Abby ni de la silla de ruedas en ninguna parte. Ni una silla de ruedas en los pasillos de planta baja de ninguna de las casas de piedra rojiza, aunque sí hay un par de cochecitos de bebé, ninguno de ellos volcado.

Tengo que ir al baño. Entro en una cafetería, pido un café en la barra y voy al baño de hombres. Bebo el café, lo acompaño con un muffin y le pregunto a la moza detrás de la barra si ha visto a una mujer en silla de ruedas, hoy, aquí, y le describo a Abby, la silla y su bolso de mano colgado del respaldo. “Yo iba empujando su silla, me distraje uno o dos segundos, cosa que casi nunca ocurre, y o bien alguien se la llevó o bien se alejó por sus propios medios”.

“Si hubiera venido aquí, yo la habría visto”, dice la mujer. “Estuve de turno todo el día, sin la más mínima pausa. La puerta de este lugar es difícil de abrir desde afuera para alguien en silla de ruedas, así que siempre tengo que salir de atrás de la barra para ayudar”.

Pago y me voy. Camino hasta la esquina de la calle 40 y Primera Avenida, que es donde ella desapareció, y la busco un poco más y luego formo una bocina con mis manos y grito: “Abby, soy Phil; vuelve al mismo lugar. Abby, soy Phil; vuelve al mismo lugar”.

Montones de personas me miran. Un hombre se detiene y dice: “¿Algún problema, jefe?”.

“Sí”, digo, “perdí a mi esposa. Estaba en su silla de ruedas”.

“Si se alejó de usted en la silla de ruedas y fue capaz de moverse por sí misma, entonces volverá”.

“Es por eso que la llamo a los gritos”, digo. “Hay demasiada gente en estas calles, y ella va sentada tan abajo en la silla que no podrá verme. Pero me oirá, y entonces volverá al lugar donde la perdí”. Pongo otra vez mis manos alrededor de mi boca y grito: “Abby, Abby, soy Phil. Vuelve al mismo lugar”.

Viene un policía y me dice: “No puede ponerse a gritar así, señor. ¿Hay algo en lo que pueda ayudarlo?”.

“Mi esposa, en su silla de ruedas, estaba aquí conmigo y desapareció”.

“¿Podría describirme a su esposa? Haré que una patrulla la busque”.

“No”, digo, “eso no va a funcionar. Es algo loco, ya lo sé, hacer lo que estoy haciendo, pero tenía que pasar por esto. Se lo agradezco. Ahora me iré a mi casa. Solo necesito creer que ella estará bien”.

Paro un taxi, lo digo que me lleve hasta Penn Station, allí tomo el siguiente tren de vuelta a mi ciudad. Será mejor que tenga cuidado, me digo. Podrían arrestarme. Llevarme preso. Retenerme toda una noche. Encerrarme no sé por cuánto tiempo en un loquero. No es precisamente lo que me anda haciendo falta.

UNA COSA LLEVA A LA OTRA

He estado escribiendo la misma historia durante semanas. No parece que logre pasar de la página cuatro. El nombre de la mujer fue Delia, Mona, Sonya, Emma, Patrice. El nombre del narrador fue Herman, Kenneth, Michael, Jacob, Jake. De ahora en adelante la voy a llamar “su esposa” y a él, “él”. La locación es un suburbio de Baltimore. Época actual. El título fue Liebesträume , Nada que leer , Listas , La lista , Una lista , La marcha nupcial , Marcha nupcial , El banco ante la iglesia , Tarareando . Siempre pongo el título cerca del margen superior de la primera página del manuscrito. Así que siempre necesito tener el título antes de empezar el último borrador de la primera página de la historia, cosa que con esta historia habré hecho un centenar de veces. Creo que sé lo que quiero decir con la historia y adónde quiero que vaya. Tal vez ambas cosas sean la misma. Con lo que tengo problemas es con cómo decirlo, y con evitar que la historia resulte aburrida, pesadamente escrita y demasiado explicativa. En otras palabras, una historia que yo no tendría ganas de leer. Hasta aquí, ha sido como un encuentro de lucha libre. La historia lucha conmigo y yo lucho con ella. A veces pienso que me tiene en sus manos y otras veces pienso que yo la tengo en las mías. Finalmente lo que quiero hacer es sujetarla contra la lona en lugar de que ella me sujete a mí. Ya me ha ocurrido antes pelear así con una historia, pero nunca por tanto tiempo, y siempre gané yo. Pero basta con esta analogía de lucha. En todo caso, probablemente la haya usado de modo incorrecto. Esto es lo que tengo hasta ahora: el comienzo. Quiero seguir con lo que viene después de lo que ya escribí.

Hay una iglesia episcopal cruzando la calle directamente en frente de su casa. (En algunas versiones es “…justo en frente de su casa…”, y en otras, “…en frente de su casa…”. Cuando copio una página, aun después de cincuenta veces, siempre cambio una palabra o dos, o incluso una línea. Pero ya no voy a frenar la historia hasta que llegue al lugar donde dejé).

Hay una iglesia episcopal justo en frente de su casa. Cada tarde entre las cinco y las seis, él da un paseo por su barrio y casi siempre termina sentado en un banco delante de la iglesia. Hay cuatro bancos ahí, distribuidos en diversos lugares frente a la iglesia, y cada uno mira en una dirección diferente. Se ha sentado al menos una vez en cada uno de ellos, y prefiere aquel que mira hacia la calle que corre paralela a la iglesia. No la calle donde está su casa, sino la perpendicular a ella. Le gusta más ese banco porque a la tarde recibe más sol, y porque hay mucho más para ver desde allí. Por lo general, a esos paseos, se lleva consigo un libro y lee durante una media hora sentado en el banco, si el tiempo lo permite. En fin, si llueve mucho, no sale de paseo. En cambio si está nevando, o si es solo una lluvia ligera, camina pero sin llevarse consigo un libro, y sin terminar por sentarse en uno de los bancos. Estarían demasiado mojados para sentarse. Cualquiera de los bancos. Ninguno de ellos está protegido por un árbol. Si sabe que para el momento en que llegue a sentarse en el banco no habrá suficiente luz para leer o si ya está oscuro en el momento en que sale, no se lleva consigo un libro, aunque aun así podría llegar a sentarse en el banco durante unos pocos minutos. Pero si está cansado de la caminata o le duele la zona de las lumbares, cosa que le ocurre mucho cuando va terminando su caminata, se sienta más tiempo y tan solo piensa en diversas cosas –un sueño de la noche anterior y lo que podría significar, un cuento en el que ha estado trabajando– o simplemente deja vagar su mente. Incluso ha cabeceado un poco, alguna que otra vez en el banco, pero solo cuando ya estaba oscuro.

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