1 ...6 7 8 10 11 12 ...16 –No, jamás, y no solamente porque él no habría querido que lo hiciera. Se burlaba de los escritores que escribían memorias, especialmente de aquellos que lo incluían en las suyas, o que publicaban sus encuentros personales con él. No leía nunca esos textos, y se distanciaba de cualquiera que escribiese sobre él. ¿Tú?
–¿Con ese único encuentro? No. Me lo guardé todo en mi cabeza. Pero déjame que te pregunte. ¿De qué hablaste con él esas últimas veces?
–De diversas cosas. Deportes, artes visuales, poesía italiana moderna. Homero, Rabelais, Heine, Musil. La calle en la que vive. Lo que ha visto desde sus ventanas. Las palomas a las que alimentó en el alféizar. El buen escocés. De que en su próxima vida iba a convertirse en un serio avistador de aves, e incluso tal vez en guardabosques, o en encargado de una torre de vigilancia de incendios forestales. Del perro que tenía cuando era niño. Y cuando había bebido bastante, mucho sobre su hermana, quien también murió joven y a quien obviamente adoraba. ¿Dijo el abogado cómo podrías entrar en el estudio?
–La portera del edificio.
Fue la portera quien me dio las llaves. Era un edificio de aspecto corriente, sin ascensor. El estudio estaba en el tercer piso y yo mismo abrí la puerta. Era una habitación pequeña, de unos cuatro por cinco metros, con una piecita de algo menos de la mitad de esa medida, que tenía un inodoro pero sin una puerta de separación. El único mueble era un pupitre de escuela que estaba a la izquierda de la única ventana, una lámpara de pared frente al pupitre, una silla de cocina y una biblioteca hecha con ladrillos y tres tablas de madera que contenía unos quince libros. Uno era de mi amigo, el primero de los suyos, probablemente dedicado. Otro era una traducción al español de uno de los de Cochran. Los dos libros mayores de Rabelais en francés, en un solo volumen, y otros pocos libros, también en francés, de escritores sobre los que nunca había oído hablar, excepto por Gide. Me fijé si estaba dedicado, porque habría valido mucha plata, pero no. En las paredes, nada más que esa única lámpara. Había una máquina de escribir sobre el pupitre, sin funda. Encendí la lámpara de pared y me senté ante el pupitre. La silla era incómoda. Tendría que llevar un almohadón, pensé. La lámpara no daba mucha luz. Necesitaría una bombilla de mayor potencia y tal vez incluso una nueva lámpara de piso. La máquina de escribir era vieja, de las portátiles, el mismo modelo hecho en Italia que mi madre me regaló cuando me recibí en la universidad, y en la que escribí durante cinco años hasta que aparentemente mis dedos se pusieron demasiado gordos para las teclas y compré el modelo estándar hecho en suiza que utilizo hoy.
Había una media resma de papel en el compartimiento debajo de la tapa del pupitre, el lugar donde un escolar pondría sus libros y su carpeta de hojas sueltas. Saqué algo de papel, lo puse encima del pupitre, que ahora dejaba poco lugar para cualquier otra cosa, puse dos hojas en el rodillo y escribí: “Es momento de que todos los hombres de buena voluntad vengan en ayuda o algo así”. El teclado de la máquina de escribir no funcionaba bien. Necesitaba una limpieza, tal vez una puesta a punto completa. La letra era inglesa. De todos modos, no estaba con ganas de escribir.
Fui a la pieza. Al lado del inodoro, que más arriba tenía una de esas cisternas de agua con una cadena, había una mesada con un lavabo diminuto. También había algo con el aspecto de una mesita de noche, con un anafe de una sola hornalla, una cacerola y una tetera eléctrica encima, y un armario con unos seis repasadores apilados, limpios, algunos artículos de limpieza, un rollo de papel higiénico extra, dos tazas, dos platitos, dos cucharitas de té, un cuchillo de untar y un tenedor, un frasco de café instantáneo, una caja de saquitos de té, un sachet de mayonesa abierto, tres latas de atún y una de ensalada de frutas.
Era una habitación lúgubre para escribir, pensé; deprimente. Los muebles raídos, el linóleo viejo en el piso, las paredes manchadas que habrían necesitado una mano urgente de pintura, y la vista, a través de aquella única ventana, de un horrible edificio mucho más alto del otro lado de un patio de apenas seis metros de ancho. Me daba igual si Cochran había escrito en ese lugar durante tantos años, yo no quería escribir aquí. Pero dale tiempo, pensé; tal vez me acostumbre al lugar. Pero incluso si le hiciera algunos arreglos, ¿por qué querría escribir aquí? Ahora tengo un lindo departamento, con una habitación separada más grande que todo este estudio, solo para escribir. Y esas dos habitaciones y la kitchenette y el baño tienen vista a un lindo parquecito, y con ventanas grandes y dobles, salvo por la del baño, que es de las que empujas hacia fuera en lugar de hacia arriba o abajo, como la que hay en este.
Bajé.
–No estaré usando estas llaves –le dije a la portera–. No voy a seguir viniendo. Fue muy amable de parte del señor Cochran –todo esto lo dije en francés– dejarme su estudio, y con los gastos de mantenimiento cubiertos por cinco años. Pero no es un lugar muy bueno para que yo escriba. Sin duda fue bueno para el señor Cochran, pero lo que digo es que no lo es para mí. Estoy muy consciente también del gran honor que el señor Cochran me hizo al dejarme permanentemente esta habitación para escribir, algo muy generoso de su parte. Si ve al señor Cochran, por favor dígale lo que acabo de decirle. Y por favor, transmítale mis mejores deseos y mi más profundo agradecimiento.
–Se sentirá desilusionado y triste porque a usted no le gustó su habitación –dijo la portera–. Era muy especial para él. Venía casi todos los días y se quedaba muchas horas, y allí escribió obra maestra tras obra maestra. Uno siempre puede oír su máquina de escribir haciendo click, click, click.
–Por favor no le diga que no me gustó su habitación. No ha sido eso. Es un buen lugar para escribir. Pocas distracciones y muy tranquilo, lo cual es perfecto para un escritor. Tal vez decida darse de alta él mismo del hogar de ancianos donde está, y regrese a su habitación allá arriba a escribir.
–No creo que vaya a regresar con nosotros. Tampoco creo que yo tenga oportunidad de decirle nada de lo que usted ha dicho.
–¿Tan enfermo está?
–Es lo que he oído decir. ¿Ahora qué voy a hacer con la habitación? Es de usted. Vi los papeles legales. Podría venderla, si usted quisiera, y hacerse de un buen dinero. De pronto este vecindario se está volviendo muy codiciado. El precio de un departamento, apenas un estudio de un solo cuarto como el suyo, aumenta todos los días. Y el señor Cochran tiene una reputación tan enorme.
–Realmente no creo que me pertenezca como para venderlo –dije–. Me lo dio para que escribiera, no para que lo convirtiera en dinero. Así que haga lo que quiera con él. Déselo a otro escritor. O guárdelo para el señor Cochran en caso de que su salud mejore y decida regresar, que es lo que yo le deseo.
–No conozco a otros escritores –dijo la portera.
–Esta ciudad está llena de ellos, de muchos países. O el abogado que manejó los papeles legales… él sabrá qué hacer. O la sobrina del señor Cochran. Probablemente lo reciba ella. Pero yo no quiero tener nada que ver. Pienso que es la posición más honorable que puedo asumir.
Salí del edificio, llamé a mi amigo para ver si estaba interesado en el estudio, pero su compañero de departamento dijo que repentinamente había tenido que volar a Cape Town, su ciudad, y no volvería hasta dentro de un mes. Así que tal vez debería venderlo, pensé. Pero eso estaría mal, y yo no quería tomarme las molestias del caso, y estaba satisfecho con lo que ya tenía. Al abogado y la portera y la sobrina de Cochran ya se les ocurriría qué hacer con el estudio. No era asunto mío y acaso todo fuese un error. Cochran solo me vio una vez durante apenas media hora. No tenía ningún sentido. ¿Quién sabe?, pensé. Pudo estar borracho cuando estableció la cesión de aquel lugar a nombre mío, o bien me confundió con otra persona.
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