Stephen Dixon - Historias tardías

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Philip Seidel, un reconocido escritor, es el protagonista de estos treinta y un relatos tan intrínsecamente conectados que bien podrían leerse como una novela. Su mujer, con quien compartió treinta años de vida, ha fallecido.La muerte, la vejez, el deseo de conservar la lucidez, la posibilidad de volver a enamorarse después de un duelo son solo algunos de los tópicos que Stephen Dixon, uno de los escritores más talentosos de la literatura estadounidense de los últimos años, profundiza en Historias tardías, y lo hace con una vitalidad sorprendente, lejos de cualquier tinte melancólico o nostálgico.En un ambiente donde por momentos la falta de memoria, la confusión y la soledad parecieran tomar el control, Dixon encuentra un terreno fértil para explorar los límites de la escritura y, al mismo tiempo, desarticular sus obsesiones más profundas.

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Iba a parar en algún sitio a tomar un café. Pero tuve una idea para un cuento y volví a mi departamento a escribirlo. El cuento no tenía nada que ver con el estudio y no era sobre mi media hora con Cochran. Trataba más que nada sobre cómo había conocido a mi esposa diez años antes. Fue en el hall de un cine de arte en Nueva York. El día de Año Nuevo, la primera función de la tarde. Probablemente signifique que es soltera, pensé, y sin ataduras. Los dos hacíamos la fila para entrar. Ella estaba delante de mí, leyendo un libro en francés. Tenía una linda cara y un aire inteligente y me gustó que estuviese leyendo un libro grueso en francés mientras esperaba para ver lo que yo suponía una película compleja y rebuscada. Pensé en algo para iniciar una conversación y dije: “ Excusez-moi, mademoiselle… de acuerdo, dejo de fingir. Mi francés es abominable. Así que otra vez disculpas, no quiero distraerla de su lectura, ¿pero cuál es el título en inglés de ese libro? Me resulta familiar”. Ella me dijo el título en inglés. “Seguro, ahora lo reconozco”, dije, “y usted es estadounidense. Un escritor interesante. Es escocés, pero vivió en Francia desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y es casi tan conocido por sus cuentos como por sus novelas. Y desde hace muchos años escribe solamente en francés y traduce toda su obra al inglés. Grande en Europa pero no tanto en Estados Unidos, ni siquiera en Escocia”. “Exacto”, dijo ella. “Podría usted pasar a ser el primero de la clase”. “Disculpe. Supongo que soné un poquito pedante, sobre todo considerando que apenas he leído cinco páginas de uno de sus libros”. “No, no”, dijo ella. “Sabe usted mucho más sobre él que la mayoría de la gente, lo cual es una vergüenza. Es un autor que merece tener un público mucho más amplio aquí”. “¿Puedo preguntar si lo está leyendo por razones académicas o por placer, o las dos cosas tal vez?”. “Las dos cosas”, dijo. “Así que está haciendo un doctorado en literatura francesa, y Maitland Cochran es uno de los escritores, o tal vez el principal, sobre quien prepara su tesis…”, y ella dijo: “No, es solo para un curso. Aunque podría terminar por hacer mi tesis sobre algún aspecto de su obra. Incluso su poesía. Hay más territorio virgen, en ese sentido. Y es tan buena como su ficción, y ni un solo poema suyo ha sido publicado aquí ni en ningún otro lugar que Francia. Todavía tengo tiempo para decidirlo”. “Por todo lo que oí decir a gente que leyó su ficción, y también por ese par de hojeadas que yo mismo les di a uno o dos de sus libros… en inglés, por supuesto. Nunca se me habría ocurrido leerlo en francés, aunque tengo una cierta comprensión lectora en ese idioma… me pareció que puede ser un escritor muy difícil y quizás un poquito demasiado cerebral para mí. Intencionalmente difícil, eso es lo que quiero decir, y demasiado abstruso. ¿Hay algo de eso?”. “Para alguna gente, tal vez”, dijo ella, “pero no para mí. Yo lo encuentro muy cómico, en ambas lenguas, un gran estilista, y una vez que uno se ha adentrado algunas páginas en cualquiera de sus libros, fácil de leer y distinto de cualquier otro autor. Definitivamente vale la pena”. “Bueno”, dije, “una vez, hace mucho tiempo, me recomendaron ese que usted está leyendo, desde luego que en inglés. ¿Le parece que ese puede ser bueno para empezar?”. “ Oui ”, dijo ella, y se echó a reír.

LOCO

Tuve un sueño. En el sueño llevo a mi esposa en su silla de ruedas por una angosta calle de Nueva York. El barrio chino, durante la hora del almuerzo. Edificios de cuatro o cinco pisos, montones de pequeños restaurantes, veredas atestadas y gente que camina apresuradamente. “Disculpen, disculpen”, les digo a unas personas delante de nosotros. “Mejor tengan cuidado, no quiero chocarlos”. No tengo idea de adónde voy. Solamente empujo. Mi mujer va sentada en silencio, mirando hacia delante.

Entonces la escena cambia a una calle del lado este de Nueva York. En la calle 40; cerca de East River. No una calle sino una avenida: Primera o Segunda o Tercera. Las veredas son anchas y otra vez abarrotadas. La hora del almuerzo. Gente que camina muy rápido. A pesar de los edificios altos a ambos lados de la avenida, muchísimo sol. “Estamos en el distrito Gravlax”, le digo a mi esposa. “¿Me oyes, con todo este ruido? El distrito Gravlax. Yo solía venir por aquí únicamente para ir a alguna churrasquería o a un cine de arte” Dejo de empujar y miro alrededor. “Tanta gente”, digo, dándole la espalda. “Las calles nunca están así de atestadas donde vivimos nosotros. Ni el tráfico. Es excitante, ¿no te parece?”. Cuando vuelvo a girar, ella y la silla de ruedas han desaparecido. Retiré mis manos de las manijas de la silla de ruedas, algo que casi nunca hago cuando voy con ella por la calle y estamos en movimiento, ni siquiera cuando estamos detenidos pero hay gente que se mueve alrededor. ¿Adónde puede haber ido? Ella no se iría sin siquiera decirme algo. Debió estar en un apuro, probablemente para hacer pis. Se levantó, me dijo adónde iba y para qué –muy probablemente a un restaurante para usar el baño–, pero yo no la oí debido al ruido de la calle, y luego empujó la silla de ruedas hasta ahí, o bien hizo rodar la silla hasta ahí pero sentada en ella.

Estoy en una esquina y veo un restaurante por la misma calle, unas pocas puertas más allá. Corro hasta ahí y le digo al hombre detrás del mostrador: “¿Ha entrado una mujer en silla de ruedas durante el último minuto más o menos?”.

“¿En silla de ruedas?”, dice. “No habría podido hacerlo. Hay que subir tres escalones hasta nuestra puerta”.

Corro más lejos hasta un parque que hay al final de la calle. ¿El parque Jacob Riis? ¿Llega hasta aquí ese parque? Como sea, un parque que bordea el río. Tal vez haya pensado que había un baño público en algún lugar por aquí, así que echo un vistazo. Abby no está. Sería fácil de ver, además, porque estaría en la silla de ruedas o empujándola. No puede caminar sola. Ningún edificio público cerca, tampoco. Solo un área de juegos rodeada de césped y de árboles.

Corro por la misma vereda dando la vuelta a la manzana. Miro a través de las puertas de entrada de todas las casas de piedra rojiza de ese lado de la calle, como lo hice del otro lado de la calle cuando corrí hasta el parque. Al fondo de un corredor sombrío veo lo que me parece una silla de ruedas volcada. Oh Dios mío; ¿está sobre ella? Toco todos los timbres, me abren con la chicharra. Corro a lo largo del pasillo. Es un cochecito de bebé que está volcado, no hay nadie debajo de él.

Corro a la avenida donde la vi por última vez, hago una bocina con mis manos y grito: “Abby, soy Phil; vuelve al mismo lugar, Abby, soy Phil; vuelve al mismo lugar”. La gente me mira como si estuviera loco. “Estoy buscando a mi esposa”, digo. “Estaba aquí, en su silla de ruedas; y ahora no está”. Vuelvo a gritar: “Abby, soy Phil; vuelve al mismo lugar”. Sigo gritando esas palabras mientras la busco con la mirada en todas las direcciones. Es mejor esperarla aquí que correr alrededor buscándola. Si viene a este lugar y yo no estoy, podría no saber qué hacer para encontrarme. No la veo, ni a nadie en silla de ruedas. La calle sigue muy concurrida y ruidosa. Y ahora oigo música, es música sinfónica que viene de alguna parte, y el volumen está tan alto que no podré gritar por encima de ella.

Me despierto. La música viene de la radio encima de mi mesita de noche. Estaba escuchando en la oscuridad la señal de música clásica cuando me quedé dormido. Pienso en el sueño. Al principio estábamos en el Barrio Chino y después en el lado este, en la 40. Tengo que ir ahí. Tengo que encontrarla. Esto es completamente loco, lo sé.

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