Víctor Álamo de la Rosa - El pacto de las viudas

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SINOPSIS:
El mundo ha cambiado, el futuro ya es presente y las mujeres han logrado los hilos del poder.
El planeta está siendo devastado por una pandemia de suicidios y Danilo Porter, un investigador privado, buscará la verdad de lo que está ocurriendo mientras libera sus propios fantasmas.
Hay amores que no se olvidan, amores que no cura el paso del tiempo, amores que van más allá de la muerte.
¿Hasta dónde estás dispuesto a amar?
Atrévete a leer esta realidad distópica en la que la Tierra es gobernada por las esposas de célebres dictadores del siglo pasado.
Atrévete a leer la última novela de Víctor Álamo de la Rosa, juégatela y vive esta aventura.
HASTAG: #elpactodelasviudas

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Si yo sabía que había llegado el fin de una época no era porque yo misma hubiera llegado a esa conclusión. No. No me creo tan lista. Sabía que era el final de una época y el comienzo de otra porque él me lo había dicho. “Yo no voy a ver el definitivo cambio del mundo, pero el cambio ya está en marcha”, me dijo, que para eso mi Adolf siempre fue un genio visionario. Genio y demonio, pero, me pregunto, ¿qué genio de la historia no ha sido al mismo tiempo un diablo? Oiga, que lo cortés no quita lo valiente. Me viene ahora a la cabeza Picasso, genial maltratador de mujeres. Y Dalí, desde luego más fascista y más egocéntrico que Francisco y Adolf juntos, que ya es decir.

De Adolf me gustaba especialmente el pavor que me daban sus ojos cuando me hacía el amor. Me recuerdo sobre la cama, con Adolf encima, y yo sentir en esa profunda claridad de sus ojos miedo, auténtico miedo, un pánico que sin embargo me producía placer, el placer de sentirme dominada, el placer inmenso de ser penetrada por Adolf. Me corría hasta el punto de encharcar las sábanas y Adolf, tan maniático, siempre tenía el detalle romántico de olerlas después y yo aún, con las piernas abiertas y sudorosa, trataba de volver a acompasar mi respiración. Hebras de mis fluidos en su bigotillo, amorosamente entrelazadas al vello de su bigote célebre, insuperable escena del amor. Porque yo lo amaba. Por encima de todo, lo amaba. El hecho de que no me suicidara con él no significa que no lo amara. Al contrario, sigo siendo su esposa y así, de ese modo, él también está vivo. Cuando mis amigas del Pacto me preguntan curiosas, durante nuestros encuentros, me gusta recordarlo y contarles los muchos detalles de amor que tenía conmigo, aunque ellas solo ansíen conocer detalles morbosos. Y yo las entiendo, entiendo que despierte ese morbo mastodóntico, porque es lo que me pasaba a mí y a las otras, incapaces de decirle que no. Mi Adolf era mucho Adolf. Hacer el amor con su pistola Luger debajo de la almohada mientras sentía los empellones de su otra pistola en mi vagina con su uniforme puesto, era una sensación tan excitante que no sé ni cómo explicarla. A veces me hacía el amor tan duro que yo sentía la Luger bajo mi cabeza y metía mi mano bajo la almohada para tocarla, para rozar la culata de la pistola que tanto y tan bien empuñaba mi marido. Una vez, antes de empezar, me quejé de una de las criadas, perezosa y maleducada. Adolf la mandó a llamar. Yo desnuda, sobre la cama, y él ya dentro de mí, cuando la criada tocó en la puerta y él dijo que adelante, que se acercara, y en cuanto la chica estuvo junto a la cama sacó la Luger de debajo de la almohada y le disparó al corazón con tanta suavidad que no alteró sus movimientos dentro de mi vagina reclamante. Se corrió al instante, viendo cómo crecía el charco de sangre y sintiendo cómo su semen me inundaba lenta y viscosamente, igual que la sangre derramada de la criada. Y yo, yo tuve un orgasmo tan largo, que creí desfallecer. Lo siento, es la verdad.

Cuando yo y mis amigas quedamos para cenar, una vez supervisados los negocios, casi siempre acabamos hablando de nuestros maridos. Bueno, imagino que como en cualquier otra reunión de mujeres. Fidela, Carmen, Rachele y yo tenemos una especial conexión, quizá porque nos conocemos de toda la vida, aunque solo después del fallecimiento de nuestros respectivos maridos hayamos podido congeniar, intimar, hacer nuestras cosas. Solo ellas sabían de lo mío con Hans Marcus Müller, mi debilidad adolescente, aunque ese tema lo tocaremos después, más adelante. A Rachele, por ejemplo, la esposa de Benito, pude conocerla poco antes de la Guerra, igual que a Carmen, la esposa de Francisco, y ya había entre nosotras como una necesidad de compartir, un espacio fácil de entendimiento porque la intuición nos decía lo mucho que teníamos en común. Vaya que sí. Me acuerdo, por ejemplo, de hablar con Rachele, porque Adolf y Benito parecían cortados por el mismo patrón. Vaya cabronazos los dos a la hora de ponernos cuernos. Pero las mujeres sabemos esperar. Las mujeres conocemos la sombra y a la sombra vivimos tranquilas. Y tenemos tiempo para hacer planes, para saber esperar nuestro momento y para propiciar acontecimientos. Y aunque nuestros maridos presumieran de estrategas, jugando a los mapas y a la guerra, éramos nosotras quienes, a la sombra de su gigantismo, teníamos todo el tiempo para tejer la tela, arañas mimosas, prudentes, sabias, conocedoras de los resortes de la familia, el sexo, los negocios y la política, los cuatro pilares del poder.

Abril siempre le traía a la memoria algún recuerdo de Eleonore. Abril, memorias mil. Habían pasado ya tres años desde la última ruptura matrimonial de Danilo Porter. Tres. Y, bien mirado, tres años era mucho tiempo, pensaba, pero también pensaba que no, que acaso era poco, que quizás podrían volver a estar juntos. El tiempo solo lo ayudaba a engañarse. Caminó por la calle que se alargaba junto al mar hasta llegar al hostal que había alquilado en Rijalbo. Los recuerdos se le apelotonaban en su memoria.

Corrió al cuarto de baño. Se desnudó y se sentó en el retrete. Cerró los ojos en busca de concentración y comenzó a masturbarse porque en su memoria bastaban unas pocas imágenes para sacudirle las entrañas, aunque el rito siempre empezaba por sus pies sus pies pequeños cuando ella se ponía en pie y apoyaba sus brazos en la pared y en la pared veía su mano pequeña y el recorrido de su brazo y después su melena pelirroja y ya después del después su espalda coronada por las blancas nalgas blancas abriendo el centro que horado, perforo hacia dentro y veo que entro y salgo, entro y salgo, pero la vista se me va a sus pies sus pies

pequeños que se crispan, dedos hacia arriba, con los empellones y entonces yo me pongo a contar, a contar números, uno, dos, tres, cuatro, cinco, a contar tratando de concentrarme y llegar a diez, a veinte, a cincuenta, de llegar al número cien, cien veces cien para retrasar mi orgasmo y verla a ella, ese largo deseo infinito, construido con visiones de su pelo rizos que agarro con la mano porque a ella le gusta y a mí me gusta y así me clavo más adentro de ella con su trasero alzado, su culo en mi memoria, grieta de medias lunas donde encontrar hondos los dos orificios los dos, el otro en el uno y el uno en el otro, los dos embarrados orificios porque ella moja y remoja torrentosa y yo sigo contando cuarenta y ocho cuarenta y nueve y cierro los ojos, pero los abro de nuevo para ver cómo entro ahora en el orificio de arriba y me aprieta y veo a ambos lados de su ano paraíso las pequeñas rojeces, los pequeñísimos granos que adornan sus lunas nalgas y quiero seguir contando sesenta y tres, sesenta y cuatro, pero ella se incorpora y entonces salgo de la madriguera un instante un segundo porque ahora caemos vorágine en la cama y en la cama ella se abre toda gruta untadora pierna para aquí pierna para allá y yo entro y a cada lado de mi cara sus pies pequeños, pequeños sus pies que beso y huelo y entonces ya no habrá números que valgan ni distracciones ni volver a contar porque uno dos tres cuatro y ya el pensamiento placer se me nubla con la idea de que es mía mía mía mi mujer y que quiero embarazarla y dentro ponerle todo el hervidero de mis testículos cuando ella dice préñame, vamos préñame, y entonces yo ya me voy oyéndola gemir y me voy y me voy y me voy diluyendo, fluido con fluido, exprimiéndome a espasmos para que ella note allá dentro la viscosidad blanca de mi amor por amor por amor por sus pies pequeños.

Ahora abro los ojos. Antes había mi sudor. Y el suyo que era el mío. Sus ojos y nuestros besos reposados. Te quiero y te quiero, pero ahora abro los ojos y solo hay mi mano agarrada a mi pene, este retrete donde escurre mi semilla inútil y condenada, y un último retal de pensamiento que aún se pregunta si sería posible volver a sus brazos, a su sexo. Su sexo, mi raíz. Y el consuelo casi tonto de que más adelante volveré a tener su recuerdo, y en el recuerdo volveré a tener sus pies, sus pies pequeños.

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