La voluntad de poner en escena el propio cuerpo y de utilizar la propia imagen constituye una personalización de las estadísticas, dándoles resonancia en el individuo. Los artistas colombianos han captado de igual manera la importancia del arte para con la memoria y los recuerdos enterrados e inconscientes. El arte puede aportar elementos que se les escapan al discurso y a la razón por el impacto inmediato y subliminal de la imagen, favoreciendo menos control racional o moral ante lo informulable. Contribuye, así, el arte a la memoria histórica desde su campo y un ejemplo de ello lo constituyen los 420 cuadros de la colección La Guerra que no hemos visto 6. Igualmente, el Proyecto para un memorial (2005) de Óscar Muñoz se inscribe contra la amnesia al presentar imágenes de seres condenados a desaparecer en el olvido, “[…] al utilizar la persistencia de la imagen como un ‘memorial de agravios’ que interpela al Estado desde la esfera pública: esos individuos, procedentes de la masa estadística, se niegan a desaparecer de la Historia” (Roca, 2014, p. 18).
Generalmente, las diversas obras aquí mencionadas pueden presentar imágenes de la carne en vivo y de la sangre que brota, pero, a diferencia del reportaje y de lo que divulgan ciertas redes por Internet, no se complacen en mostrarlas ni se regocijan en el horror, se valen de la mediación de lo simbólico, que deja a la imaginación hacer su trabajo. También vale la pena subrayar que, en la mayor parte de la producción artística colombiana a partir de los años noventa, es notoria la presencia del otro, del “tú” bajo diversas formas. Por una parte, esto se traduce en la importancia de los archivos e imágenes tomadas por otros o a objetos que fueron de otras personas, lo cual responde a la percepción de que la memoria nunca es un asunto personal, sino que transita por muchos intermediarios: “Mi trabajo empezó siempre a partir de documentos hechos por otros” (Muñoz, cit. por Wills, 2014, p. 62). El espectador, por otra parte, se ve interpelado. Es este quien trae de nuevo al otro a la vida por su aliento en el espejo (Muñoz, Aliento 1995). Ese “tú” se convierte en “yo” cuando su ojo apunta al artista quien, al mismo tiempo, lo apunta también (Bravo, Blanco del ojo , 1994). De la misma manera, esos recorridos de las imágenes sobre las cuales se debe andar logran establecer un vínculo con el receptor, convocando a entrar en un “nosotros”. Así, Posada, por ejemplo, al hacernos caminar sobre las palmas de las manos de campesinos desterrados, logra crear entre ellos y nosotros una proximidad y una intimidad que nos conmueven ( Mapas , 1990-2000).
4. Memoria performativa, arte y esperanza
Es de notar, por lo demás, que tanto los artistas como las prácticas llamadas “populares” apelan a una modalidad de la memoria que se caracteriza por ser espontánea, efímera y, por lo tanto, de difícil estudio, ya que se concibe para una participación directa y se produce en el momento mismo, bien sea en ceremonias de conmemoración, en cementerios, en adopciones o en marchas y plantones. Estas prácticas performativas son, sin embargo, “formas decisivas de hacer memoria” (CNRR, p. 235), ya que “antes que representar al pasado, lo incorporan performativamente” (CNRR, p. 19). En efecto, en esta relevancia otorgada a lo efímero y a lo que se produce en el instante compartido, se logra entre todos los participantes hacer vibrar al unísono el pasado.
En estas performances de la memoria, se busca escenificar públicamente el dolor para colectivizarlo y socializarlo, reinstalando así el sufrimiento de otros en la esfera pública. De esta forma, se comparten las memorias individuales y se condensan en torno a elementos que funcionan como puntos nodales, como lo son los lugares asociados a determinados acontecimientos: plazas, parques, caseríos y veredas, que se vuelven a situar en su historia, como en las pinturas de La guerra que no hemos visto , por ejemplo. Por su parte, la fotografía, arte del instante, rescata del olvido grafitis o sepulturas que van desapareciendo en el agua, como en algunas fotos de Bravo, haciéndole eco a este pensamiento de Muñoz según el cual: “[…] vidas humanas […] van flotando en los limbos del olvido que —mediante el acto de memoria— se vuelven a situar en su contexto histórico” (Muñoz cit. por Alloa, 2014, p. 62).
Este uso de lo efímero e irrepetible apela a las emociones compartidas, pero responde también a un doble movimiento: favorece la resiliencia y provoca el pensamiento, cumpliendo plenamente con una de las funciones del arte, tal como lo presentó Bourdieu: “[…] la estética tiene algo que ver con la ética» (2013, p. 14). El arte colombiano actual cumple esta función ética cabalmente, en la medida en que ha sabido abrir, entre tanto sufrimiento, un camino a la compasión y a la esperanza.
Bien es cierto que la multiplicidad asombrosa de iniciativas alrededor de la memoria que se valen del arte y que provienen de diversos sectores en Colombia 7puede incitar el temor a la fragmentación o a una dilución de su impacto. Con todo, no se puede olvidar que dicha fragmentación expresa también la diversidad de la sociedad y de la nación colombiana y, de alguna forma, contribuye a construir una idea de colectividad. En efecto, dice Todorov, para que las injusticias del pasado sirvan para luchar contra las del presente “[…] es necesario evitar que los hechos permanezcan como singulares e incomparables. La colectividad puede sacar provecho de la experiencia individual únicamente si reconoce lo que ésta tiene en común con otras experiencias” (cit. en CNRR, p. 240).
Volvemos a encontrar este aspecto esperanzador portado por el arte colombiano actual cuando vemos que no hace sino continuar, con las técnicas de ahora, un camino abierto por Luis Ángel Rengifo, Pedro Alcántara, Juan Antonio Roda, Débora Arango, Carlos Correa y tantos otros. Esta continuidad se dobla de otra, generacional, con Hijos e hijas por la memoria y contra la impunidad , movimiento conformado por los hijos de militantes asesinados en los años ochenta, que convidan a otras generaciones “porque hijos somos todos” y que hacen memoria mediante la ocupación de espacios públicos con performances y prácticas artísticas (murales, grafitis, instalaciones, vídeos, marchas, peregrinaciones). Ellos reivindican:
[…] la incumbencia de la memoria para la sociedad en su conjunto […], la idea de la memoria como problema de la victimización es algo que reformulamos, esos derechos no son solo asuntos de las víctimas, sino de la ciudadanía en general, la posibilidad de asumir esos derechos es para formular procesos de transformación social. (CNRR, p. 209)
Pregonan así que la transformación social necesariamente tendrá que pasar por el advenimiento de nuevos imaginarios y representaciones: “[…] de la misma manera que las grandes revoluciones religiosas, una revolución simbólica trastorna las estructuras cognitivas y, a veces en cierta medida, unas estructuras sociales” (Bourdieu, 2013, p. 14). Podemos añadir que una construcción siempre conlleva algo positivo, más aún en este caso, porque se trata de la reconstrucción de una ética y de una cultura política.
5. El libro y sus diversos artículos
Con las artes convocadas en esta publicación, nos situamos más allá de la controvertida oposición entre “arte popular” y “arte culto”, dado que aquí ambos se encuentran en su propósito: la representación, por medio del arte y de sus mediaciones, del conflicto colombiano y de sus efectos sociales. La diversidad a la cual aludimos anteriormente se encuentra también en este libro, ya que los nueve artículos remiten en su forma a la pluralidad de las prácticas e iniciativas realizadas en Colombia. Los artículos se presentan a modo de testimonio, crónica, desarrollo cronológico, análisis de obras, enfoques jurídicos, reflexión filosófica o política. También los artistas reflejan esta multiplicidad, aun si faltan muchos, como por ejemplo representantes de algunas artes de gran relevancia en Colombia. Así, no figura el teatro, aunque tiene en el país una larga y notoria trayectoria. Precisamente, debido a la calidad y el reconocimiento de que ya goza el teatro colombiano, preferimos dar cabida a iniciativas por parte de víctimas cuya memoria interpela desde el escenario a la sociedad civil, como las que presenta Yolanda Sierra. En su conjunto, este libro quiere poner de realce los diversos ángulos de apreciación y de abordaje que determinados artistas colombianos tienen de su momento político y de cómo intentan, desde el arte, tomar cartas en el asunto. Pero el lector no dejará de notar unos leitmotivs que van armando la trama del texto y que le dan su unidad al conjunto.
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