Juan Manuel Garrido - El imperativo de la humanidad

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¿Qué es el hombre, que puede ser apremiado y estar obligado por este imperativo categórico, más allá o más acá de cualquier certeza teórica o práctica de lo que pueda ser la humanidad, más allá o más acá de lo jurídico, lo religioso y lo moral, incluso más allá o más acá de los crímenes contra la humanidad?

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¿Por qué entonces no reconocer que la lucha por los derechos humanos, que la absoluta urgencia de esta lucha, su universalidad y necesidad, solo pueden legitimarse en un imperativo desprovisto de conceptos adquiridos y adquiribles —formulables, comunicables, estipulables, dictables— de “bien” y de “humanidad”? ¿Acaso el propio sentido común no reconoce el deber de defender los derechos humanos contra cualquier otro deber y acaso este deber no se legitima entonces más allá de cualquier legitimación? ¿Acaso no es con este deber que se instaura por primera vez eso que llamamos “ley” y “legitimación”, eso que llamamos “bien” y “humanidad”? Pero es cierto: dicho así, formulada así la necesidad de ese deber, volvemos a hablar de un imperativo categórico, demasiado riguroso y formal, demasiado inhumano y demasiado irracional para nuestro correcto sentir.

El sentido común reprime la pregunta acerca de la naturaleza del mandato al que pretende obedecer. Muchas veces ni se asombra de que haya tal mandato (pero es que no tiene tiempo para asombrarse…). No repara en que la única cosa que en su lucha tiene sentido es la forma categórica de la urgencia a la cual se consagra, o debiera consagrarse. No se asombra de ver que posee la fuerza que la humanidad por sí misma no posee. No se asombra, y por ende no formula la pregunta: “¿cómo es posible este imperativo categórico?”. No se pregunta por qué la “tortura” le parece horrorosa y a priori inadmisible, más acá de todo concepto de persona elaborado por el discurso moral, jurídico o religioso. El sentido común reprime esta pregunta: ¿qué cosa es el hombre, que puede ser apremiado y estar obligado por esta exigencia, por este imperativo de la humanidad, más allá o más acá de cualquier certeza teórica o práctica de lo que pueda ser la humanidad, más allá o más acá de lo jurídico, religioso y moral, incluso más allá o más acá de los crímenes contra la humanidad?

1. Cfr. por ejemplo GMS, Ak., IV, 454: “no hay nadie, ni el peor de los desalmados, que, de estar acostumbrado a usar la razón, no quiera, cuando le ponemos ante la vista ejemplos de lealtad, de firmeza en el cumplimiento de máximas buenas (y eso incluso cuando va unido a grandes sacrificios de beneficios y de bienestar), ser capaz conducirse también él así”. Añado de paso que si una acción estuviera de antemano determinada por una voluntad malvada, no podría juzgársela moralmente: habría estado predestinada mecánicamente a ser malvada, y no queda por tanto nada atribuible a la libre decisión del sujeto de la acción. Solo pueden juzgarse moralmente aquellas acciones que pueden querer ser buenas...

2. Nancy Guzmán, Romo. Confesiones de un torturador, Santiago: Planeta, 2000.

3. Apenas hace falta, supongo, recordar en este punto los análisis de H. Arendt sobre el proceso de Eichmann en Jerusalén, en particular aquellos en relación con las declaraciones en que el ex-agente de la SS afirmaba haberse regido siempre por la moral kantiana (Eichmann en Jerusalén, Barcelona: Lumen, 1999). Por supuesto, Osvaldo Romo no fue educado como para poder creer que él también está siendo, en el mismo sentido torcido, un “kantiano”.

2. El hombre como principio del imperativo categórico

A fin de cuentas, las clásicas críticas filosóficas a la ética kantiana (su “formalismo”, el problema de la “indeterminación” de la ley moral), aun fundadas todas en la “confusión hegeliana” como decía Eric Weil1, parecen más penetrantes que cualquier balbuceo del sentido común. Al menos porque son capaces de entender, en mayor o menor medida, que es la propia filosofía práctica de Kant, y no su “aplicación” a los tiempos que corren, la que, en el momento mismo de introducir el imperativo categórico, pone en crisis el humanismo y suspende todo consenso moral respecto del valor presupuesto de la persona humana.

Kant nos advierte claramente que el principio de la humanidad como existencia racional, fin absoluto para sí mismo y para los otros, en la medida en que pretenda establecerse como el principio supremo de la moralidad, no debe fundarse en ningún saber acerca de la naturaleza humana2. Con el fin de evitar la antropología o el antropologismo, Kant reduce el hombre al concepto de ente racional, conservando aquello que, del concepto de hombre, no puede derivar de la mera experiencia (del concepto de su naturaleza particular), sino que solo de la razón pura (cuyo estatuto irreductiblemente formal es el que, conforme a su indeterminación, termina supuestamente por instituirse como principio inhumano…).

Ahora bien: es obvio que si el imperativo categórico en su formulación concerniente a la humanidad como fin en sí no puede ser fundamentado a través de ningún tipo de saber antropológico sobre la naturaleza humana, se pone en entredicho el sentido, el alcance o la pertinencia de esta formulación. Si el “hombre” no puede ser definido más que como un “ente racional”, y la humanidad que se presenta como objeto de respeto no más que como “racionalidad”, ¿qué podría aportarnos de realmente novedoso esta formulación, y que no lo hayan aportado ya las otras, que, al ser más “formales”, enuncian o expresan mejor la naturaleza del vínculo que mantienen voluntad subjetiva y ley moral —a saber, la obligación—, y cuál es su importancia desde el punto de vista de la fundamentación de la metafísica de las costumbres?

Averiguar si los imperativos categóricos son o no posibles no es algo que pueda decidirse en virtud de ejemplos extraídos de la experiencia (no puede haber ningún testimonio exterior del móvil de la acción moral propiamente dicha, ésta puede siempre derivar de un imperativo condicionado), sino solo por medio de una investigación acerca de su posibilidad a priori (GMS, Ak., IV, 417 y ss.). La dificultad para captar esta posibilidad es considerable, debido a que se trata de una proposición sintética a priori (expresada como principio práctico universal y necesario). Cierto, este principio tiene sentido por sí mismo (fe de ello dan los ejemplos que ofrece Kant, sobre el suicida, el endeudado, el ocioso y el mal amigo, cuyas soluciones resultan de un análisis formal o lógico del querer); pero no puede decidirse todavía “si en general lo que se llama deber no es un concepto vacío” (GMS, Ak., IV, 421), en el sentido de carente de una realidad o de una referencia que pudiera ofrecer una determinación objetiva a su sentido. La pregunta de Kant es la siguiente: ¿acaso el principio práctico (debo querer lo que puedo querer universal y necesariamente) posee no solo una realidad lógica, sino también una realidad efectiva para el sujeto? ¿Acaso si escojo contradecir el principio práctico lo transgredo al mismo tiempo, efectivamente? ¿“Reconocemos realmente la validez del imperativo categórico” (GMS, Ak., IV, 423)? ¿Contiene el deber “un sentido y una legislación real para nuestras acciones” (GMS, Ak., IV, 424)? El problema es que estas preguntas tampoco pueden solucionarse con la ayuda de una antropología, que se limitaría a determinar el deber de acuerdo a lo que la naturaleza humana puede querer. ¿Cuáles pueden ser el sentido y la realidad del deber determinado por el querer puro, formal, universal y necesario de la voluntad? Se podría responder a esta pregunta si pudiera señalarse un ente que estuviera ligado a priori a un tal querer. Un ente cuya voluntad individual o subjetiva pudiera querer determinarse a sí misma, ser ella misma el fin de su querer. La existencia de ese ente —es decir, el querer puro mismo en el proceso o en acto de quererse a sí mismo como fin— constituiría por sí misma el sentido y la realidad del deber. De ahí que pueda establecerse:

Supuesto que haya algo cuya existencia tenga en sí misma un valor absoluto; que, como fin en sí mismo pueda ser un principio de leyes determinadas; en eso, y únicamente en eso solo ha de reposar el fundamento de un imperativo categórico posible, esto es de una ley práctica (GMS, Ak., IV, 428).

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