Ahora bien, ningún aprecio por el Orden Público y la seguridad puede transformarse en motivo, o pretexto, para disculpar o relativizar las gravísimas y reiteradas violaciones a los derechos humanos perpetradas por agentes del Estado. O para ignorarlas. Los avances que se logren en el plano de las políticas sociales o el cambio constitucional no pueden significar, en modo alguno, que se tienda algún manto de impunidad sobre los delitos cometidos por agentes del Estado. En su momento, me pareció indispensable que, en paralelo a las responsabilidades penales, se hiciera efectiva también la responsabilidad política.
Ningún avance en democracia o justicia social que pueda alcanzarse podrá darle un “sentido” al dolor que han padecido las víctimas de graves y reiteradas violaciones a sus derechos humanos. O el sufrimiento de la persona que ha visto cómo le destruyen su medio de transporte, su lugar de trabajo o sus espacios públicos. Me resulta éticamente inaceptable la idea según la cual el progreso social supone o conlleva aceptar ciertos “daños colaterales”, que serían una especie de precio inevitable para lograr avanzar.
Me interesa detenerme en este último punto. Puedo entender el dato histórico según el cual los progresos colectivos en materia de libertad e igualdad han supuesto, siempre, que muchas y muchos individuos hayan estado dispuestos a arriesgar sus intereses y sus derechos. Cuestión distinta es que uno acepte la lógica de que un fin noble, p.e., más justicia, puede servir para justificar el empleo de medios inmorales.7
La historia de las luchas sociales está llena de ejemplos de individuos y grupos que promovieron una causa justa sin recurrir a los bombazos. Rosa Parks ejerció la desobediencia civil rehusando ceder su asiento, no quemando el bus. Mahatma Gandhi promovió marchas y boicots. Nunca defendió los saqueos o los ataques armados a los recintos policiales.
La propia historia de nuestra Patria nos muestra el valor y la fuerza de la “no violencia activa”. Baste recordar a Clotario Blest, a Tucapel Jiménez y a Manuel Bustos en el mundo sindical. O al “Movimiento contra la Tortura Sebastián Acevedo”. ¿Cómo olvidar, más recientemente, la alegría y creatividad de los cientos de miles de jóvenes que marcharon por una educación más inclusiva en 2011? Y los avances que lograron con su movilización. ¿Por qué habríamos de desconocer las transformaciones legislativas y culturales que ha conseguido el movimiento feminista en Chile? ¿Habrá acaso alguna molotov, o suma de molotovs, que haya tenido un 1% del impacto de la acción de arte de protesta de Lastesis? El movimiento ambientalista es otra fuente de inspiración a la hora de apostar por la no violencia activa. En fin, ¿vamos a negar los logros de quienes denunciaron, sin violencias, con serenidad y mucho coraje, los abusos sexuales cometidos al interior de la Iglesia Católica?
Me parecería equivocado, y peligroso, en conclusión, que algunos concluyeran que la principal “moraleja” del estallido del 18 de octubre es que en Chile es “necesario” destruir o quemar para conseguir progreso. Una cosa es entender que, frente a la defensa del statu quo por parte de los privilegiados, siempre será necesario que los partidarios de los cambios políticos y sociales desplieguen mucha energía, mucha unidad y mucha generosidad; pero otra, y muy distinta, es resignarse a que la única forma de lograr los cambios pase por meter miedo.
Si se examina la experiencia histórica, en Chile y el mundo, se apreciará que existen demasiados casos en que las explosiones de rabia, con su seguidilla de violencia, no producen ningún cambio significativo.8 Más aún, no es extraño que un ciclo extendido de violencia termine empujando a sectores de clase media a los brazos de las fuerzas más reaccionarias. Ahora bien, si incorporo estas consideraciones prácticas al análisis de la ineficacia relativa de la violencia, lo hago simplemente como argumento secundario o a mayor abundamiento. Como lo he señalado, mi objeción al empleo de la violencia como método de acción política es un asunto de principios. Es consecuencia natural de la concepción humanista cristiana de la persona y la acción política en la que creo.9 Por lo mismo, es una convicción moral a prueba de cálculos utilitarios, acomodos o modas.
Escuchar
El debate constitucional no se produce en un vacío. Un libro que intenta contribuir a esa discusión tiene que abordar los antecedentes históricos y el contexto político. Más adelante, abordaré la historia del constitucionalismo latinoamericano (capítulo 3) y la tradición constitucional chilena (capítulo 5). En este preámbulo quisiera decir algunas cosas en relación con el contexto nacional más inmediato.
Ya me referí en las páginas anteriores a las violaciones a los derechos humanos y los hechos de violencia. Mi opinión sobre tales fenómenos se funda en ciertos principios que me parecen universales e intransables. Ahora bien, y en lo que respecta a un balance más general sobre lo que ha pasado en Chile desde octubre de 2019, no me siento en condiciones de hacer juicios categóricos. De hecho, confieso tener bastantes más preguntas que respuestas.
Mucha gente me ha ayudado a tratar de entender. En primerísimo lugar, mi hija y mis dos hijos. También sus amigas y sus amigos. Y mis estudiantes. Cecilia y nuestras incontables conversaciones. He aprendido escuchando a actrices y actores que conversan con el público después de una función de la Pérgola de las Flores en el GAM. He ganado comprensión en cada cabildo y en cada conversatorio al que he sido invitado, ya sea con juntas de vecinos en el Barrio Lastarria, en la Cámara Chilena de la Construcción, en Cariola, Diez y Pérez Cotapos o en la sede el Partido Socialista de Ñuñoa, etc., etc., etc.
Personas que no conozco me han abierto los ojos.10 Como ese joven taxista que, mientras me sacaba del centro la noche del 22 de octubre, esquivando barricadas con su auto, me habló de una espera de más de un año para la operación de vesícula de su esposa.
Si uno hubiera tenido los ojos más abiertos antes del 18 de octubre, quizás hubiera podido ver los avisos de lo que vendría. A mí se me pasaron varios. Ahora recuerdo uno en especial. Fue el sábado 12 de octubre de 2019, seis días antes de que se produjera el estallido social. Yo expuse en la “Conferencia del Mañana”.11 En mi ponencia, entre otras cosas, defendí el proyecto de ley que rebaja la jornada laboral a cuarenta horas. Valoré positivamente las movilizaciones sociales de 2011, el movimiento feminista y el despliegue de los grupos ambientalistas. Cerré mis palabras diciendo: “Si me preguntan por nuevo pacto, yo respondo que el nuevo pacto debe ser por una Nueva Constitución”. Recuerdo perfectamente haber concluido con la extraña sensación, extraña para mí, de haber sido el más “puntudo” del panel.
A continuación, los asistentes al evento compartimos un café. Mientras conversaba con Andrés Palma, se me acercó una señora que no conozco y cuyo nombre no recuerdo. Dijo venir de Viña del Mar. En forma amable, pero muy directa, me dijo que mi ponencia le había parecido autocomplaciente y muy ajena a los problemas reales de las personas. Intentando defenderme, le dije que, en mi opinión, yo había sido super crítico. Me replicó, diciendo algo así como: “Es que usted no tiene idea del nivel de descontento que se está acumulando. Usted no sospecha la intensidad del malestar. Esto está a punto de explotar. Tendría que andar en el transporte público y conversar con la gente común y corriente”. Siempre en el ánimo de justificarme, recuerdo haber cometido la torpeza de decirle que yo sí andaba en metro y en micro (lo que, estrictamente, es verdad).
El punto, por supuesto, es que la desconexión que la señora de Viña del Mar me enrostraba no se arregla con 45 minutos diarios en el Metro. Cuando vuelves a casa de un trabajo estimulante y bien pagado y regresas a un hogar lleno de comodidades, esos 45 minutos de cercanía física no alcanzan a conectarte, suficientemente, con esos cientos miles de compatriotas que se desplazan con la mochila de sueldos bajísimos, endeudamiento sofocante y costos de salud inalcanzables.
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