Mark Gimenez - Ausencia de culpa

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Una nueva intriga del maestro del
thriller legal. Omar al Mustafá es uno de los hombres más peligrosos de Dallas, un carismático imán famoso por sus violentos discursos en contra de Estados Unidos en televisión e internet. Cuando el FBI descubre que el Estado Islámico tiene planeado detonar una bomba durante la Super Bowl, el partido de fútbol americano más importante del año, detienen a Mustafá. Pero hay un gran problema: no hay ninguna prueba en su contra. El recién nombrado juez A. Scott Fenney tiene una tarea muy importante entre manos: averiguar quién es el verdadero culpable y evitar una masacre en tan solo tres semanas. 
"Gimenez ha tomado el relevo de Grisham… Su trabajo es más rápido y fresco y sus personajes son más sólidos." Daily Mail"Emocionante, de lo mejor que ha escrito Gimenez." The Times"La escritura de Gimenez es explosiva, trepidante y llena de giros inesperados que te mantienen en vilo hasta la última página." Houston Press

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Cincuenta sombras de Grey —dijo Boo sin levantar la vista.

—¿Qué?

Los juegos del hambre.

Scott suspiró.

—Vas a provocarme un ataque al corazón.

Boo lo miró con los ojos llenos de lágrimas.

—A. Scott, no bromees con eso.

—Ay, lo siento, cariño. Harás que me salgan canas.

—El pelo rubio no se vuelve blanco.

—Conseguirás que me quede calvo, entonces.

Pajamae soltó una carcajada.

—¿De qué te ríes? —preguntó Scott.

—De imaginarte sin pelo. Si los chicos negros se afeitan la cabeza, les queda bien, como a Michael. Pero a los blancos no les queda bien tener la cabeza sin pelo.

—Lo tendré en cuenta.

—Considérelo, juez Fenney —dijo Pajamae.

—¿Juez Fenney?

—Me gusta cómo suena. Mi padre, el juez.

—Papá sonaría incluso mejor.

La rutina nocturna de Scott todavía incluía arropar a las chicas a la hora de dormir. Tenían trece años, quizá creían que eran demasiado mayores para ese tipo de cosas, pero él tenía cuarenta y no se lo parecía. Se inclinó para darle un beso a Pajamae en la frente. Olía a fresas; dedujo que habría cambiado de champú.

—Has hecho un gran partido, pequeña.

Ella se encogió de hombros.

—El nivel de competición no es muy alto. A ver, en serio, ¿las hockadaisies?

El equipo de Highland Park había jugado contra el equipo de Hockaday, una escuela de élite privada para chicas en Dallas. Eran las daisies.

—Bueno, pero has jugado genial. Has sido la mejor jugadora en la cancha. Siempre lo eres.

—Porque las demás jugadoras son blancas. Tengo que jugar contra chicas negras si es que quiero llegar a ser lo suficientemente buena como para jugar en la universidad y luego hacerme profesional.

—Solo tienes trece años. Hay tiempo.

—Solo soy la chica negra designada de la escuela.

—¿La chica negra designada?

—Como el conductor designado.

—¿Siguen metiéndose contigo?

Pajamae bajó la vista, así que Boo respondió por ella.

—Las chicas malas, como la rubia, que se llama Bitzy, cuelgan cosas mezquinas sobre ella en Twitter.

—¿Cómo lo sabes?

Las chicas no tenían Facebook ni cuenta en Twitter, ni Snapchat ni Instagram; no se habían perforado las orejas ni tenían televisión por cable, tampoco tatuajes. Tenían libros.

—Me lo enseñaron otras chicas.

—¿Y qué dicen?

—No, Boo —dijo Pajamae.

—Tiene que saberlo.

—Así es, Pajamae.

—Dicen que es fea porque es negra. Y publicaron: «Tu madre era una puta, así que tú también lo serás». Y «Si mi madre fuera puta, me suicidaría. ¿Por qué no lo haces tú?».

Pajamae se echó a llorar. Boo la abrazó.

—Pajamae —dijo—. Voy a darles una patada en el culo.

Scott se recostó. En el instituto también se metieron con él, pero en aquel entonces el acoso escolar consistía en que los chicos mayores empujaban a los pequeños en el pasillo. No eran tweets malintencionados en Twitter. Habían tenido problemas con el acoso desde que Pajamae empezó a ir a la escuela en Highland Park. Scott había ido al despacho del director varias veces; pensaba que las cosas habían mejorado, pero al parecer habían ido a peor.

—Cariño, eres preciosa, igual que tu madre. Ella cuidó de ti de la única manera que sabía. Porque te quería mucho.

—Lo sé, juez Fenney.

—Y a tus compañeras de equipo les gustas. Te chocaron la mano.

—Les gusto en la cancha porque gano los partidos. Pero fuera de ella me ignoran, se comportan como si ni siquiera estuviera en el mismo lugar. Como si fuera invisible. En el pasillo digo «hola» y ellas ni me responden.

Parecía tan pequeña. Frunció el ceño y lo miró con sus ojos marrones llenos de lágrimas.

—Juez Fenney, ¿qué problema tengo?

Necesitaba consuelo, pero ¿cómo iba a consolarla? ¿Qué debía decir un padre en un momento así? Se sentía completamente inútil, de modo que dijo las únicas palabras que sabía decir:

—No tienes ningún problema. Todo está bien. Te quiero, muñeca.

—Lo sé.

Entonces se acordó. Rebuscó en su bolsillo.

—¿Un caramelo?

Eso les hizo sonreír a las dos. Ellas también estaban enganchadas a esos caramelos.

—Cariño, podemos irnos de Highland Park.

—No, señor. Este es mi hogar. Os tengo a ti, a Boo y el baloncesto. Nadie puede ignorarme en una cancha de baloncesto, así como nadie ignoraba a Jackie Robinson en un campo de béisbol.

—Buena chica. Pero volveré a hablar con el director.

—No, por favor. Eso solo empeorará las cosas. Seré como Jackie y pondré la otra mejilla.

—Yo seré como Alí y les daré un puñetazo —dijo Boo.

—Boo, no puedes ir por ahí dando puñetazos.

—Claro que puedo.

—Volverán a expulsarte. Seguramente lo hagan por lo de esta noche.

—Valió la pena.

Eso hizo sonreír a su hermana.

—¡Dios, ojalá hubiera podido ver a Bitzy en el suelo!

—Fue genial —dijo Boo.

Scott tenía que admitir —en privado— que, en realidad, lo fue.

—Si yo fuera una futbolista estrella —dijo Pajamae—, esas chicas me tratarían como a una diosa, me suplicarían que les diera un autógrafo. Pero solo soy una chica negra que juega al baloncesto. Juez Fenney, nadie me ha pedido nunca un autógrafo.

—Y que nuestro padre sea juez federal hace que se metan aún más con nosotras —comentó Boo.

Los demás jueces federales eran más mayores y tenían hijos de mayor edad y nietos. Él era el único juez con hijas jóvenes.

—¿Por qué?

—Charlene ha dicho que su padre dice que eres un liberal que defiende al presidente, sea lo que sea eso. Odia al presidente.

Pajamae interrumpió.

—Y entonces dije: «Tu padre odia al presidente porque es negro». Pero ella dijo: «No, lo odia porque es un musulmán liberal que ni siquiera nació en Estados Unidos». —Pajamae frunció el ceño—. ¿El presidente es musulmán?

—No.

—¿Nació en Estados Unidos?

—Sí.

—¿Y si no hubiera nacido en Estados Unidos?

—La Constitución ordena que los presidentes sean «ciudadanos naturales por nacimiento», lo que significa que tienen que ser ciudadanos desde el momento en que nacen, y eso se logra viniendo al mundo en Estados Unidos o en cualquier otro lugar, pero de padre o madre estadounidenses.

Aquel chismorreo de la ley constitucional impresionó a las chicas.

—Mirad, chicas, las niñas oyen a sus padres y repiten lo que oyen. Solo quieren molestaros. Ignoradlas.

—Pero ¿por qué se meten con nosotras por tu trabajo? —preguntó Pajamae.

—Cuando la gente se junta para crear comunidades, necesita normas, como el límite de velocidad y las leyes antirrobos. De lo contrario, la vida sería un caos. Pero la gente no siempre está de acuerdo con lo que las normas implican. En algunos países, cuando las personas están en desacuerdo, se disparan entre sí. Nosotros pensamos que esa es la peor forma de resolver las diferencias, así que creamos los tribunales. Quien no esté de acuerdo con la forma de actuar de alguien más puede venir al tribunal y pedirle a un juez que decida quién tiene razón. Pero las dos partes siempre creen tener razón, y quieren que el juez les dé la razón a ellos y se la quite a los otros. Si no es así, se enfadan. En Estados Unidos no empezamos una guerra si un juez dicta una sentencia contra nosotros, pero algunos aún se enfadan cuando ocurre. Son los gajes del oficio de juez. Algunos se enfadarán.

Las chicas lo miraron con expresión reflexiva. A Scott le encantaban esos momentos en los que podía enseñar y compartir sus experiencias con ellas, prepararlas para la vida. Estaba bastante seguro de que otros padres no hablaban con sus hijas adolescentes sobre la ley constitucional y la teoría judicial. Pero a las suyas les encantaba aprender sobre esos temas. Eran tan inteligentes. Pajamae levantó un dedo como si estuviera comprobando la dirección del viento. A menudo hacían preguntas profundas después de una explicación, lo que hacía que Scott se sintiera orgulloso y un buen padre.

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