Siempre que le hablaba a mi mamá sobre el tema, mi mamá me respondía, cada vez más fuerte: «Hijo, no creo que la cigüeña pueda traer a un nuevo miembro porque la situación está complicada, y la cigüeña está enredada». Yo no entendía qué trataba de decir mi mamá, pero a mí no me importaba. Mi madre ciertas veces lloraba, sin que yo supiera, a ciencia cierta, qué sucedía. De repente, en las noches, ya empezaban a escucharse gritos, peleas, discusiones un poco fuertes, mientras que yo estaba en mi cuarto encerrado viendo la televisión en mi mundo de fantasía, hasta que una vez empecé a sentir algo que no deberían experimentar los niños: preocupación por tantos gritos que me hacían correr desde mi cuarto hacia donde escuchaba los ruidos: la sala cerca del comedor, generalmente. Una de las escenas que no se me olvida ha sido cuando vi a mi mamá y a mi papá gritándose: podría repetir toda la conversación exacta porque los gritos y la preocupación o el susto no me dejaban concentrar porque yo sólo quería que se detuvieran para poder jugar tranquilo. Pero ese cuadro no se me olvida, mi madre le lanzaba a mi papá lo que encontraba a la mano; mi papá, por su lado, le gritaba que estaba loca, que eso era mentira, y mi mamá le decía que se fuera de la casa, que ya no iba a aguantar lo que él había permitido: que se metieran en su familia, en meter la envidia y el odio externo en una familia de amor, que no lo iba a perdonar porque la había humillado. ¿A qué se refería mi mamá con todo eso? No entendía y simplemente salí corriendo a defender a mi papá y a abrazarlo. En un momento le grité a mi mamá: «¡MAMÁ, MAMÁ!, paren, paren, mi papá es bueno. Mami, mi papá es bueno». Mi madre al escuchar mi voz de un niño asustado entre lágrimas, más lloraba. Su fuerte llanto de ese momento todavía hace que me dé escalofríos, de solo recordar esa fuerte escena. Esa misma noche, mi papá se fue de la casa. «Ay, hijo, algún día entenderás. Algún día entenderás estas lágrimas de sangre de tu madre», me dijo mi mamá. ¿Lágrimas de sangre? «Mami, pero si las lágrimas son agua; yo no veo que estés sangrando». Ella, cuanto más le decía eso, desde mi inocencia, más lloraba. Su llanto ya no era de rabia, sino de una tristeza enorme. Ella me abrazaba y me aseguraba que todo iba a estar bien.
Los días siguieron pasando y cada vez en las noches, sin que mi papá estuviera, se escuchaba a mi mamá discutiendo al parecer sola, pero gritaba al teléfono y colgaba. El teléfono no paraba de sonar y mi mamá lo desconectaba. Luego la veía llorando, sin saber la razón de su tristeza, yo le preguntaba qué había pasado o por qué estaba triste. Ella lloraba y guardaba silencio. Yo le decía que ella no estaba llorando sangre, mientras le quitaba las lágrimas con mis manos. Ella me decía que no pasaba nada y que algún día entendería qué ocurría. Como estaba muy pequeño, sólo pensaba en mi mundo de juegos, no me preocupaba mucho aunque, poco a poco, las noches me empezaban a dar algo de miedo porque en cualquier momento mi mamá podría empezar a gritar o habría enfrentamientos entre ellos.
Luego, un tiempo después, todo cesó. Todas las peleas, todos los gritos se habían detenido y empecé a ver un poco más de felicidad. Una noticia de mucha alegría llegó a la casa: ¡La cigüeña venía a traerme un hermanito! ¿No les parece fabuloso? Venía de muy lejos a traerme lo que le había pedido; es decir, mi mamá me hizo caso: se tomó el trabajo de llamar a la cigüeña y, bueno, había que esperar nueve meses para recibirlo. «¿Nueve meses, mamá?» —eran muchos días para mí—. «Mamá, ¿pero por qué la cigüeña se demora tanto? Dile que traiga eso rápido, ¡ella puede volar! La cigüeña es rápida, ¿no? Ella no se demorará trayéndolo». «Hijo, lo que pasa es que ella tiene que comprarle la ropa, tiene que hacer muchas cosas para así poder traerlo hacia nosotros». De verdad que me encontraba muy emocionado porque, a pesar de que eran muchos días, ya venía en camino mi hermanito y lo iba a esperar feliz. A partir de ahí, las visitas de las amigas de mi mamá y de familiares no se detenía. La casa siempre estaba llena recibiendo personas y todos estábamos muy felices con esa gran noticia. Al pasar un par de meses, ya le empezaba a salir una panza. Cuando le tocaba la panza, le decía: «¡Estás gorda!». Ella se reía y me decía que estaba comiendo mucho. Yo le acariciaba la panza y le hacía muecas en su barriga, pero no sabía que ahí dentro estaba el regalo más preciado que Dios nos puede dar (Salmos 127:3).
Mi mamá no paraba de comer. Esa panza crecía y crecía con el pasar de los días. Yo la regañaba porque ella comía mucho y ya no podía caminar y jugar conmigo como siempre, porque estaba cansada: «Estoy en modo de reposo», me decía ella. ¿Cómo así modo de reposo? La cigüeña se estaba demorando y ya empezaba a preguntarle, después de 5 o 6 meses (muchos días para mí), qué era lo que estaba pasando con esa ave que estaba volando muy lento con mi hermanito. ¿Se le habría olvidado? ¿Se le habría caído de la bufanda mi hermanito, y habría caído en el mar? Mi mamá me decía que ya faltaba poco.
Estos días fueron muy tranquilos, pero algunos meses después, nuevamente, empezó lo que alguna vez tanto me atormentó y me causaba muchas lágrimas, sin saber qué sucedía. En las noches empezaba el teléfono a sonar y sonar. Mi mamá lo contestaba y gritaba de la rabia hasta que lo tiraba. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué otra vez empezaba esto? ¿Qué era lo que sucedía? ¿Mamá nuevamente estaba llorando lágrimas de sangre? No, no, simplemente eran lágrimas de agua, un poco saladitas por cierto. Cuando mi papá regresó, él se encontraba trabajando mucho y siempre llegaba muy tarde incluso había noches que no llegaba. En esos casos, algunas tías venían y se quedaban con ella para acompañarla porque, por su estado, no podía hacer algunas cosas habituales. Un día cualquiera, mientras jugaba en mi cuarto, pude escuchar unos gritos de mi mamá que me hizo que el corazón se me acelerara hasta el pánico. Mi mamá, desde el corredor, le arrojaba a mi papá lo que encontraba, y él le decía que se calmara:
—¡Ligia, cálmate! ¡Ligia! ¡Ligia, te puede dar algo!
Mi mamá lloraba y lloraba, y tampoco paraba de gritar. Estas peleas no se detenían. Los días pasaban y mi mamá le decía a mi papá que no volviera, que el hijo que venía en camino no se lo merecía porque era un mal padre, un mal hombre. ¿Mi papá mal hombre? No, para nada. Mi papá me traía todos los dulces, me traía juguetes, mi papá me compraba y me ayudaba en todo lo que quería. Mamá, mamá, mi papá es muy bueno. ¿Por qué dices eso, mamita? Mi mamá no dejaba de llorar y llorar, y en silencio se quedaba. Definitivamente algo que valoro de mi mamá es que en mi niñez, pese a todo lo que sufrió y el dolor que sentía con mi padre, no me inculcó su tristeza. Ella permanecía en silencio y su dolor se lo aguantaba, lo reprimía pero seguía enfureciéndose; con esa barrigota —pensaba en mi mente de niño—, podía explotar y destruir toda la casa.
Por fin, después de muchos días —un montón de días—, nueve meses, la cigüeña había traído a mi hermano. Lo habían llamado Habib Alberto. ¡Qué felicidad! Tanto había esperado y ya tenía un hermanito; ya presumía de él en el colegio, y su cuarto estaba todo decorado, lleno de juguetes, lleno de visitas, era impresionante todo lo que le compraron. Tantos juguetes y tantas cosas que ni podía usar, y aún no podía siquiera hablar; todo me parecía raro. La gente no se detenía de visitar y felicitar a mi mamá; sin embargo, nadie podía entrar al cuarto con comida, todos usaban tapabocas, porque él permaneció un tiempo en Cuidados Intensivos por unas complicaciones respiratorias, pero gracias a Dios fue sano (Isaías 53:5).
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