Emilio Salgari - La reina de los caribes

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El Corsario Negro sigue con su cruzada de venganza. Busca al duque de Wan Guld para cobrar la muerte de sus tres hermanos. Su nave, 
El Rayo , al mando de Morgan, lo lleva de puerto en puerto y está siempre dispuesta a socorrerlo. Encontrará al duque en Veracruz, quien derrotado por la espada del Corsario, escapará por un pasaje secreto.La batalla seguira en el mar. las persecuciones, naves destrozandose unas a otras y abordajes se suceden sin cesar. Ya naufragos, el Corsario y sus hombres irán a caer en manos de antropófagos.Ante una muerte que parece inminente, el Corsario tendrá una última revelación que transtornará su castigado corazón.

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—No me asustan. Yo tengo a bordo ciento veinte lobos de mar capaces de hacer frente a un regimiento entero.

—Tu Rayo no está anclado frente a esta casa, caballero. Y no conoces el pasaje secreto.

—Pero lo conoces tú.

—No te lo indicaré si antes no juras dejar en paz al duque de Wan Guld.

—¡Pues bien; veamos! —dijo con voz estridente el Corsario.

Y amartillando rápidamente una pistola, gritó:

—¡O nos guías al pasaje secreto, o te mato! ¡Elige!

1 Báratro infierno 2 Rielar temblar vibrar con luz trémula 3 Poterna - фото 6

1. Báratro : infierno.

2. Rielar : temblar; vibrar con luz trémula.

3. Poterna: en las fortificaciones, puerta menor que cualquiera de las principales, y mayor que un portillo, que da al foso o al extremo de una rampa .

3 La traición del intendente Ante aquella amenaza Pablo de Ribeira se había - фото 7

3

La traición del intendente

Ante aquella amenaza, Pablo de Ribeira se había tomado palidísimo. Instintivamente su diestra se volvió hacia la empuñadura de su espada. Había sido en sus tiempos un valiente guerrero; pero viendo avanzar a Carmaux juzgó inútil toda resistencia.

Por otra parte, tenía por cierto que perdería la vida aun luchando con el Corsario solo, pues no ignoraba su destreza en el manejo de las armas.

—Caballero —dijo—, estoy en tus manos.

—¿Me conducirás al pasaje secreto?

—Cedo a la violencia.

El anciano cogió un candelabro que sobre un vargueño había, lo encendió e hizo al Corsario seña de seguirle.

Carmaux había llamado ya a sus compañeros

—¿Adónde vamos? —preguntó Wan Stiller.

—Parece que huimos —repuso Carmaux.

—¿Vamos a bordo?

—¡Si se puede! Me fío poco de este viejo.

—No le perderemos de vista. Tengo amartillada la pistola.

—Y yo —dijo Carmaux.

En tanto, don Pablo había salido de la estancia y se había internado en un largo corredor, en cuyas paredes se veían cuadros representando sangrientos episodios de la campaña de Flandes y retratos que debían de ser de antepasados del duque Wan Guld. El Corsario le seguía espada y pistola en mano. Como sus subordinados, desconfiaba del viejo administrador.

Llegados al final de la galería, don Pablo se detuvo ante un cuadro mayor que los otros, y apoyando un dedo en la cornisa lo hizo correr por unas ranuras. El cuadro se destacó y cayó hasta el suelo, dejando ver una abertura tenebrosa capaz de dar paso a dos personas juntas. Un soplo de viento húmedo hizo vacilar las luces del candelabro.

—Este es el pasaje —dijo.

—¿Adónde conduce? —preguntó con acento de desconfianza el Corsario.

—Da vuelta a la casa, y termina en un jardín. A quinientos o seiscientos metros.

—¡Entra!

El viejo vaciló.

—¿Por qué quieres que los siga? —dijo—. ¿No basta que te haya conducido hasta aquí?

—¿Quién nos asegura que nos hayas puesto en buen camino? Cuando lleguemos a la salida, te dejaremos libre.

El viejo frunció las cejas, mirando sospechosamente al Corsario, y se internó en el pasaje. Los cuatro filibusteros le siguieron en silencio y sin dejar sus armas. Una escalera tortuosa se encontraba más allá del pasaje, que era estrechísimo y parecía construido en el espesor del muro.

El viejo bajó lentamente con una mano ante las luces para evitar que las apagara el viento, y se detuvo ante una galería subterránea.

—Estamos al nivel de la calle —dijo—. No tienes más que seguir siempre derecho.

—Será cierto lo que dices; pero no te dejaremos. Te ruego que vayas delante —dijo el Corsario.

—¡El viejo trama algo! —murmuró Carmaux—. Ya es la tercera vez que trata de plantarnos.

—¿Adónde quiere mandamos? ¡Hum!… ¡Qué olor a traición hay por aquí!

El señor de Ribeira, aunque de mala gana, echó a andar por el subterráneo, que era muy bajo y estrecho. La humedad era copiosísima. De la bóveda caían gotas de agua, y las paredes rezumaban. Parecía que por encima de la bóveda corría un torrente. Rachas de aire llegaban de la parte opuesta, amenazando a cada momento apagar las luces.

Don Pablo se adelantó unos cincuenta pasos, y se detuvo bruscamente, lanzando un grito. En el mismo instante las luces se apagaron, y la oscuridad más absoluta invadió la galería.

—¡Mil demonios! —gritó Carmaux—. ¡Enciendan una mecha! ¡El viejo nos traiciona!

El Corsario se había lanzado a impedir que don Pablo se alejase; pero con gran estupor no halló a nadie ante sí.

—¿Dónde estás? —gritó—. ¡Contéstame, o hago fuego!

Un ruido sordo, parecido al de una puerta maciza que se cierra, retumbó a pocos pasos.

—¡Traición! —gritó Carmaux.

El Corsario había amartillado una pistola. Un relámpago seguido de un disparo rompió las tinieblas.

—¡Ha desaparecido! —gritó—. ¡Debí esperarlo!

A la luz de la pólvora había visto a pocos pasos una puerta que cerraba la galería. El intendente del duque, aprovechando la oscuridad, debía de haberla cerrado después de pasar.

—¡Por cien mil cuernos! ¡Nos ha burlado bien! —dijo Carmaux—. ¡Si ese viejo cae en mis manos, palabra de ladrón que le ahorco!

—¡Silencio! —dijo el Corsario—. Enciendan una luz, una mecha, un pedazo de yesca; ¡cualquier cosa!

—¡He encontrado una vela, señor! —dijo el negro—. Debe haberse caído del candelabro.

Wan Stiller sacó el eslabón y la yesca, y encendió la vela.

—Veamos —dijo el Corsario.

Se acercó a la puerta y la examinó atentamente. Pronto se convenció de que por allí no había esperanza de salvación. Era maciza y estaba forrada de bronce, una verdadera puerta blindada. Para echarla abajo habría sido menester un cañón.

—¡El viejo nos ha encerrado en el subterráneo! —dijo Carmaux—. ¡Ni el hacha del compadre Saco de carbón puede echarla abajo!

—Acaso no esté del todo cortada la retirada —dijo el Corsario—. Veamos de volver a la casa del traidor.

—Capitán —dijo Carmaux—, he traído conmigo la bomba. Podríamos hacerla estallar junto a la puerta.

—Creo que no bastaría. ¡Vamos! ¡En retirada!

Deshicieron lo andado, subieron la escalera, y llegaron a la salida del pasaje secreto. Allí los esperaba una desagradable sorpresa. El cuadro había vuelto a su sitio y, habiéndolo golpeado el Corsario con su espada, produjo un sonido metálico.

—¡También aquí una pared de hierro! —murmuró—. ¡La cosa empieza a ser inquietante!

Iba a volverse hacia Moko para ordenarle que rompiera el cuadro a hachazos, cuando oyó voces cercanas. Algunas personas hablaban tras el cuadro.

—¿Los soldados? —preguntó Carmaux—. ¡Por los cuernos de…!

—¡Calla! —dijo el Corsario.

Dos voces se oían: la una parecía de mujer; la otra, de hombre.

—¿Quiénes serán? —se preguntó el Corsario.

Aplicó el oído a la pared metálica y escuchó atentamente.

“—¡Te digo que el amo ha encerrado aquí al gentilhombre! —decía una voz de mujer.

—¡Es un gentilhombre terrible, Yara! —repuso la voz del hombre—. Se llama el Corsario Negro.

—No le dejaremos morir.

—Si abriésemos, el amo sería capaz de matarnos.

—¿No sabes que han llegado los soldados?

—Sé que ocupan las calles próximas.

—¿Dejaremos que asesinen al gentilhombre?

—Te he dicho que es un filibustero de las Tortugas.

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