Emilio Salgari - La reina de los caribes

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La reina de los caribes: краткое содержание, описание и аннотация

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El Corsario Negro sigue con su cruzada de venganza. Busca al duque de Wan Guld para cobrar la muerte de sus tres hermanos. Su nave, 
El Rayo , al mando de Morgan, lo lleva de puerto en puerto y está siempre dispuesta a socorrerlo. Encontrará al duque en Veracruz, quien derrotado por la espada del Corsario, escapará por un pasaje secreto.La batalla seguira en el mar. las persecuciones, naves destrozandose unas a otras y abordajes se suceden sin cesar. Ya naufragos, el Corsario y sus hombres irán a caer en manos de antropófagos.Ante una muerte que parece inminente, el Corsario tendrá una última revelación que transtornará su castigado corazón.

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Durante tres horas reinó en el torreón una calma profunda, solo interrumpida por algún que otro disparo aislado, bien de los españoles, bien de los sitiados; pero hacia las seis los primeros empezaron a mostrarse en buen número junto a la puerta del corredor, dispuestos, al parecer, a reanudar las hostilidades.

Carmaux y sus compañeros habían abierto de nuevo el fuego desde su refugio, con intento de relegarlos al corredor; pero después de algunas descargas, aunque perdiendo varios hombres, los españoles lograron reconquistar la estancia y guarecerse tras los destrozados restos de las mesas y del entredós .

Los filibusteros, impotentes para hacer frente a las muchísimas descargas de los adversarios, se habían visto obligados a abandonar su puesto, reservándose intentar un supremo esfuerzo en el momento del asalto.

—¡Esto va mal! —dijo Carmaux—. ¡Y falta todavía una hora para anochecer!

—Prepararemos entretanto la señal —dijo el Corsario—. ¿Es plano el tejadillo, Yara?

—Sí, señor —contestó la joven india, que se había refugiado tras el lecho del capitán.

—Me parece que no se podrá llegar a él.

—Por eso no te preocupes, capitán —dijo Carmaux—. Moko es más ágil que un simio.

—¿Qué hay que hacer? —preguntó el negro—. Yo estoy dispuesto a todo.

—Ve deshaciendo la escalera.

Mientras los dos filibusteros disparaban algunas descargas contra los españoles para retrasar el asalto, el negro, con pocos pero poderosos golpes de hacha, cortó la escalera en trozos, que colocó junto a la ventana.

—¡Ya está! —dijo.

—Ahora se trata de subir al tejadillo para hacer la señal —dijo el Corsario Negro. Cuida de no caerte, que estamos a treinta y cinco metros del suelo.

—¡No tengas cuidado!

Salió al borde de la ventana, y alargó las manos hacia el alero del tejado, probando primero su resistencia. La empresa era tanto más peligrosa cuanto que no tenía punto alguno de apoyo, pero el negro estaba dotado de una fuerza prodigiosa y de una agilidad capaz de competir realmente con la de un simio. Miró a lo alto para evitar el vértigo, y con una flexión se izó hasta el alero del tejado.

—¿Estás, compadre? —le preguntó Carmaux.

—Sí, compadre blanco —contestó Moko con cierto temblor en la voz.

—¿Se puede encender fuego ahí encima?

—Sí, dame la leña.

—¡Ya sabía yo que valía más que un mono! —murmuró Carmaux—. Y, sin embargo, lo que ha hecho le produciría fiebre a un primer gaviero.

Se asomó a la ventana y pasó al negro los leños de la escalera.

—Dentro de poco encenderás la hoguera —lo dijo—. Una llamarada cada dos minutos.

—¡Muy bien, compadre!

—Yo vuelvo a mi puesto. ¡Por Baco! ¡Se diría que esos bribones se han enterado de que vamos a llamar en nuestra ayuda a los hombres del Rayo !

Los asaltantes redoblaban en aquel momento sus ataques para expugnar la estancia superior. Ya habían por dos veces apoyado escaleras en el borde del hueco, intentando llegar hasta el parapeto formado por los trastos. Wan Stiller, a pesar de estar solo, había logrado contenerlos y derribar a los primeros con terribles sablazos.

—¡Allá voy! —gritó corriendo hacia él Carmaux.

—¡Y yo! —añadió con voz de trueno el Corsario.

No pudiendo contenerse, había saltado del lecho y empuñado sus dos pistolas. Además, llevaba su terrible espada entre los dientes. Parecía en aquel momento supremo haber recobrado todo su extraordinario vigor.

Los españoles habían ya logrado llegar al parapeto y disparaban enloquecidos, repartiendo a la vez furiosas estocadas para alejar a los defensores. Un momento de retraso y el último refugio de los filibusteros caía en su poder.

—¡Avante, hombres del mar! —gritó el Corsario.

Descargó sus dos pistolas sobre los asaltantes, y con algunos sablazos certeros derribó a dos soldados. Aquel golpe audaz, y, más que nada, la imprevista aparición del hombre terrible, salvó a los sitiados. Los españoles, impotentes para hacer frente a los arcabuzazos de Carmaux y de Wan Stiller, bajaron precipitadamente de las escaleras y se ocultaron por tercera vez en el corredor.

—¡Moko! ¡Prende fuego a la pira! —gritó el Corsario.

—¡Y nosotros tiremos esas escaleras! —dijo Carmaux a Wan Stiller—. ¡Creo que por ahora esos bribones tienen bastante!

El Corsario estaba pálido como la cera. Aquel supremo esfuerzo lo había extenuado.

—¡Yara! —exclamó.

La joven india apenas tuvo tiempo de recibirlo entre sus brazos. El Corsario se había desvanecido.

—¡Señor! —gritó la joven con acento de espanto—. ¡Socorro, señor Carmaux!

—¡Mil rayos! —gritó el filibustero acercándose.

Le cogió entre sus brazos y le llevó al lecho murmurando:

—¡Por fortuna, los españoles han sido rechazados a tiempo!

Apenas acostado, el Corsario Negro había abierto los ojos.

—¡Muerte del infierno! —exclamó con un gesto de cólera—. ¡Parezco una mujercita!

—Son las heridas, que amenazan abrirse, capitán —dijo Carmaux—. Te habías olvidado de las dos estocadas.

—¿Han huido los españoles?

—Nos esperan en el corredor.

—¿Y Moko?

Carmaux se asomó a la ventana.

Un vivo resplandor se extendía por encima de la torre rompiendo las tinieblas, que ya envolvían la tierra con la rapidez propia de las regiones intertropicales.

Carmaux miró hacia la bahía, en la cual se veían brillar los grandes fanales rojos y verdes de las dos fragatas.

Un cohete azul se elevaba en aquel momento tras el pequeño islote que amparaba al Rayo . Subió muy alto, hendiendo las tinieblas con fantástica rapidez, y terminó en medio de la bahía, lanzando en su derredor una lluvia de chispas de oro.

—¡El Rayo contesta! —gritó Carmaux, gozoso—. ¡Moko, responde a la señal!

—Sí, compadre blanco —repuso desde lo alto el negro.

—¡Carmaux! —interrogó el Corsario—. ¿De qué calor era el cohete?

—Azul, señor.

—Con lluvia de oro; ¿no es cierto?

—Sí, capitán.

—Sigue mirando.

—¡Otro cohete, capitán!

—¿Verde?

—Sí.

—Entonces Morgan se prepara a venir en socorro nuestro. Da orden a Moko de descender. Me parece que los españoles vuelven a la carga.

—¡Ya no les temo! —replicó el bravo filibustero—. ¡Eh, compadre; deja tu observatorio y ven a ayudarnos!

El negro echó al fuego cuanta leña le quedaba con el fin de que la llama - фото 10

El negro echó al fuego cuanta leña le quedaba, con el fin de que la llama sirviese de guía a los hombres de Morgan, y, agarrándose a las vigas del techo, se dejó caer con precaución. Carmaux estuvo pronto a ayudarle a bajar, cogiéndole entre sus brazos.

En aquel momento se oyó gritar a Wan Stiller:

—¡Ohé, amigos! ¡Vuelven al asalto!

—¿Todavía? —exclamó Carmaux—. ¡Son muy obstinados esos señores! ¿Se habrán dado cuenta de las señales que nos ha hecho nuestra nave?

—Es probable, Carmaux —repuso el Corsario Negro—. Pero dentro de diez o quince minutos nuestros camaradas estarán aquí. Por tan poco tiempo podemos hacer frente hasta a un ejército; ¿no es cierto, amigos?

—¡Hasta a una batería! —dijo Wan Stiller.

—¡Cuidado! ¡Vienen! —gritó Moko.

Los españoles habían vuelto al piso inferior e hicieron una descarga tremenda sobre el parapeto. Carmaux y sus amigos apenas habían tenido tiempo de echarse al suelo. Las balas, silbando por encima de su cabeza, fueron a incrustarse en las paredes, haciendo caer trozos de yeso sobro el lecho del capitán. Después de aquella descarga, valiéndose de dos escaleras, se habían lanzado intrépidamente al asalto.

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