Emilio Salgari - La reina de los caribes

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La reina de los caribes: краткое содержание, описание и аннотация

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El Corsario Negro sigue con su cruzada de venganza. Busca al duque de Wan Guld para cobrar la muerte de sus tres hermanos. Su nave, 
El Rayo , al mando de Morgan, lo lleva de puerto en puerto y está siempre dispuesta a socorrerlo. Encontrará al duque en Veracruz, quien derrotado por la espada del Corsario, escapará por un pasaje secreto.La batalla seguira en el mar. las persecuciones, naves destrozandose unas a otras y abordajes se suceden sin cesar. Ya naufragos, el Corsario y sus hombres irán a caer en manos de antropófagos.Ante una muerte que parece inminente, el Corsario tendrá una última revelación que transtornará su castigado corazón.

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Morgan no tenía intención alguna de presentar batalla a tan fuertes adversarios. Aunque tuviese a sus órdenes una tripulación resuelta a todo, no se consideraba bastante fuerte para luchar contra los cuarenta o más cañones de las fragatas, y menos con su capitán en tierra. Rechazadas con algunos certeros disparos las chalupas que habían intentado abordar al Rayo , y reducidos al silencio los cañones del fortín, había hecho anclar tras el islote, conservando sueltas, sin embargo, las velas bajas, para poder aprovechar cualquier acontecimiento que le permitiese forzar el paso o asaltar una u otra nave.

Los dos barcos enemigos, tras algunos ineficaces disparos, habían botado al agua algunas embarcaciones que se habían dirigido hacia el fortín. Probablemente sus comandantes iban a ponerse de acuerdo con la guarnición para intentar un nuevo ataque contra el Rayo .

—La cosa se pone seria —murmuró el Corsario, que las había seguido con la mirada—. Si logro libertarme de los soldados que me tienen prisionero, prepararé a las dos fragatas una desagradable sorpresa. Veo una barcaza amarrada junto al islote, que servirá admirablemente a mis proyectos. ¡Yara, ayúdame a volver al lecho!

—¿Estás fatigado, señor? —preguntó la joven india.

—Sí —repuso el Corsario—. Más que las heridas, me ha rendido la emoción.

Se separó de la ventana y, apoyándose en la joven, volvió a acostarse, sin apartar de sí las pistolas ni la espada.

—¿Cómo va eso, valientes? —preguntó a Carmaux y a sus dos compañeros, ocupados en abrir agujeros en el suelo.

—¡Mal, capitán! —repuso Carmaux.

—¿Qué hacen?

—Están en consejo.

—¿Son muchos?

—Unos veinte, lo menos.

—¡Si nos dejasen en paz hasta la noche!

—¡Uf! Lo dudo, capitán.

En aquel momento se oyó un golpe violento que hizo retemblar el suelo. Carmaux, que estaba echado espiando a los españoles por una pequeña rendija que había abierto en el entarimado, se puso en pie y cogió su arcabuz.

En la estancia inferior se oyó una voz imperiosa que gritaba:

—¿Con que se rinden? ¿Sí, o no?

Carmaux miró al Corsario riendo.

—¡Contesta! —le dijo este.

—Te ruego que repitas la pregunta, por ser yo algo corto de oído —gritó el filibustero pegando los labios a la rendija.

—Te pregunto si se rinden —repitió la voz.

—¿Y por qué motivo quieres que te cedamos las armas?

—¿No ven que ya están presos?

—Realmente, no nos habíamos dado cuenta—, repuso Carmaux.

—Estamos debajo de ustedes.

—Y nosotros estamos encima, querido señor.

—Podemos hacerlos saltar por los aires.

—Y nosotros podemos hundir el piso y aplastarlos a todos. Ya ves que tenemos ventajas.

—Dile al Corsario Negro que se rinda si quiere salvar la vida.

—¡Sí, como la salvaron el Corsario Rojo y el Verde! —replicó Carmaux con ironía—. Los conocemos ya muy bien, señores míos, y sabemos lo que valen sus promesas.

—Les advierto que los haremos prisioneros lo mismo. ¡Y que su Rayo está bloqueado!

—¡Sus cañones no están cargados con pastillas de chocolate precisamente!

—¡Camaradas, hundamos el parapeto! —gritó el español.

—¡Amigos, preparémonos a desplomar el pavimento sobre la cabeza de estos señores! —gritó Carmaux—. ¡Haremos de ellos una soberbia mermelada!

1. Trinquete: vela que se larga en el trinquete (palo de proa).

2. Gavia : vela que se coloca en uno de los masteleros (palo o mástil menor) de la nave.

6

La llegada de los filibusteros

Después de aquel cambio de frases irónicas y amenazadoras, que revelaban el buen humor de los sitiados y la impotente rabia de los sitiadores, hubo un breve silencio que nada bueno pronosticaba. Se comprendía que los españoles se preparaban a dar un nuevo y más formidable ataque para obligar a rendirse a aquellos endemoniados filibusteros.

Carmaux y sus compañeros, después de un breve consejo con su capitán, se habían colocado alrededor de la abertura de la escalera con los fusiles cargados, prontos a enviar una buena descarga a sus enemigos. Entretanto, Yara, que estaba en la ventana, les había dado la buena noticia de que todo estaba tranquilo en la bahía, y las dos fragatas seguían sobre sus anclas, sin intentar abordar al Rayo .

—Esperemos —había dicho el Corsario—. Si podamos resistir aún cinco horas, vendrán a libertarnos los hombres de Morgan.

Apenas había transcurrido un minuto cuando otro golpe más violento resonó bajo el suelo, haciendo vacilar los muebles. Los asaltantes habrían arrancado alguna gruesa viga y se servían de ella como de un ariete.

—¡Mil ballenas! —exclamó Carmaux—. ¡Si continúan así harán saltar el pavimento! El peligro está en caer entre los asaltantes.

Un tercer golpe, que sacudió hasta el lecho en que yacía el Corsario, echó por tierra parte de los trastos acumulados en torno al agujero de la escalera. e hizo saltar una tabla del piso.

—¡Fuego por ahí! —gritó el Corsario, que había empuñado sus pistolas.

Carmaux, Wan Stiller y Moko pasaron los fusiles a través de la grieta e hicieron una descarga. Debajo se oyeron gritos de rabia y de dolor, y luego pasos precipitados que se alejaban.

Apenas dispersado el humo, Carmaux miró a través de la grieta y vio tendido en el suelo, con los brazos y las piernas encogidas, a un joven soldado. Cerca de él se veían varias manchas de sangre, indicio cierto de que aquella descarga había hecho alguna otra víctima. Los sitiadores se habían apresurado a abandonar la estancia y a refugiarse en el corredor; pero no debían de estar muy lejos, porque se les oía hablar.

—¡Eh! ¡No confiemos demasiado! —dijo Carmaux.

Iba a ponerse en pie cuando una detonación sonó detrás de la puerta del corredor. La bala arrancó la gorra del filibustero.

—¡Mil diablos! —exclamó Carmaux levantándola vivamente—. ¡Unos centímetros más abajo y ese proyectil me deshace el cráneo!

—¿No te ha tocado? —le preguntó, solícito, el Corsario.

—No, capitán —repuso Carmaux—. Parece que el demonio no quiere dejar de protegerme.

—¡No cometas imprudencias! Los hombres son precisos en estos momentos, y en particular los valientes como tú.

—¡Gracias, capitán! Trataré de salvar mi pellejo para agujerear el de ellos.

Los españoles, creyendo haber matado a aquel terrible adversario, habían asomado por la puerta, aunque guareciéndose con los restos del entredós . Viendo a Wan Stiller y a Moko con los fusiles en disposición de disparar retrocedieron, no ignorando la certera puntería de aquellos bandidos del mar.

—Empiezo a creer que nos dejarán un rato de calma —dijo Carmaux, que se había dado cuenta de la retirada.

—Estén, sin embargo, en guardia —dijo el Corintio—. Alcen aquellas cajas y dispónganlas de modo que los resguarden de las descargas de los españoles, que no dejarán de hacer fuego a través de la grieta.

—¡Es buena idea! —dijo Wan Stiller—. Construiremos un parapeto en torno del hueco de la escalera.

Maniobrando con prudencia, a fin de no recibir una bala en la cabeza, los tres filibusteros dispusieron una especie de valla en torno de la abertura y se echaron al suelo sin perder de vista la puerta del corredor.

Los españoles no habían vuelto a dar señales de vida. No creyéndose acaso en número bastante para expugnar la estancia superior, y a falta de los medios necesarios para dar un asalto en regla, habían acampado en el corredor, seguros de hacer capitular tarde o temprano a los sitiados. Acaso ignoraban que Yara había aprovisionado de vituallas a sus amigos.

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