Nuestro problema no consiste primordialmente en qué significa la verdad, sino en cómo se establece la verdad y quién lo hace. La verdad acostumbraba a ser simple porque era fácil asumir que lo que pensábamos que era verdad realmente era verdad, que las cosas eran como parecían, que la sabiduría que nos había llegado a través de las generaciones era atemporal. Pero distintas fuerzas han erosionado esta confianza. La ciencia ha demostrado que mucho de lo que pensábamos sobre el funcionamiento del mundo es falso y estábamos equivocados sobre la forma en que creíamos que funcionaba nuestra mente. La velocidad de estos descubrimientos nos ha dejado preguntándonos si la ortodoxia de hoy no será mañana una falacia pasada de moda. Además, cuanto más se encoge el mundo debido a la globalización, más motivos tenemos para cuestionarnos si lo que nos parece verdad en nuestra cultura lo es realmente o es un prejuicio local. La apertura de la que hacen gala las sociedades democráticas ha dado, además, libertad a la prensa para exponer lo que sucede realmente en los pasillos del poder, cosa que, a su vez, nos hace más conscientes del modo en que nos engañan. Y el auge de la psicología ha permitido que más gente domine una infinidad de técnicas de manipulación y más gente que nunca entienda cómo funcionan, en una especie de carrera armamentística de engaños en la que la verdad es la primera víctima.
La verdad se ha vuelto menos pura y simple, pero no veo ningún indicio de que la gente haya dejado de creer en ella. La gente sigue indignándose ante las mentiras como siempre, lo que no tendría sentido si no creyeran que no son ciertas. Acuse falsamente al más ferviente defensor de la postmodernidad de haber cometido un crimen y no se encogerá de hombros y aceptará la versión de los hechos que usted le plantea como una narrativa más, como una construcción de la realidad tan legítima como cualquier otra. Puede que se oponga al lenguaje de la verdad en los seminarios y aulas, pero en un tribunal ese posmodernista se morderá la lengua y para defenderse jurará decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, sabiendo muy bien qué significa eso y por qué es importante.
Por ello, hablar de una sociedad «posverdad» es prematuro y erróneo. Los mismos datos que demuestran que en el último siglo y medio se ha producido un declive en el uso de la palabra «verdad», también muestran que ha experimentado un resurgimiento en el siglo xxi. Ni siquiera estaríamos hablando de posverdad si no creyéramos que la verdad es importante. El mundo no está preparado ni desea decir adiós a la verdad, ni siquiera en la política, una actividad en la que, en ocasiones, parece que la verdad ya haya desaparecido. El filósofo francés Bernard-Henry Lévy acierta solo a medias cuando dice: «La gente escucha cada vez menos a los políticos y le preocupa aún menos si los candidatos están diciendo o no la verdad». 3De hecho, las mentiras todavía resultan muy perjudiciales para los políticos. La pérdida de interés en la verdad política se centra en las promesas y en los datos que utilizan para sustentarlas. El electorado está cada día más convencido de que los compromisos que se adoptan en los manifiestos de los partidos, sustentados por datos arteramente elegidos o por hechos y cifras directamente inventados, no valen siquiera el papel en el que ya no se imprimen.
Este inveterado cinismo apuntala cierto derrotismo, una aceptación de que no tenemos los recursos necesarios para discernir quién dice la verdad y quién está, sencillamente, tratando de engatusarnos. Al sentirse incapaz de distinguir la verdad de la mentira, el electorado escoge a sus políticos basándose en factores más emocionales. Y es que, cuando perdemos confianza en nuestro cerebro, nos dejamos guiar por las tripas y el corazón.
El antídoto no es un retorno a la comodidad de las verdades puras. La Pura Verdad desapareció en su formato original, seguramente en parte porque no representaba ni de lejos lo que su cabecera anunciaba. Era el altavoz de una excéntrica secta evangélica dirigida por su intimidante y autocrático fundador, Herbert W. Armstrong. Su promesa de la pura verdad era atractiva, pero falsa, como los compromisos de los políticos populistas de hoy. Se alimentan de un comprensible desencanto con las élites políticas y venden el tranquilizador mensaje de que no hace falta escuchar a los expertos; basta con escuchar la voluntad del pueblo. Prometen un mundo que es tanto de posverdad como de poscomplejidad, y ese es un mensaje muy potente en un mundo cada día más desconcertante y dudoso.
Para reconstruir la fe en el poder y el valor de la verdad, no podemos esquivar su complejidad. La verdad puede ser, y a menudo es, extremadamente difícil de comprender, descubrir, explicar y/o verificar. También resulta perturbadoramente fácil esconderla, distorsionarla, manipularla o retorcerla. A menudo no podemos afirmar con certeza que conocemos la verdad. Necesitamos evaluar una serie de verdades reales y supuestas y comprenderlas para comprobar su autenticidad. Si conseguimos llegar a este punto, entonces no estaremos al principio de un mundo posverdad, sino más bien pasando por una era temporal de posverdad, una especie de convulsión cultural nacida de la desesperación que dará paso con el tiempo a una época de mesurada esperanza.
La Historia y la Filosofía pueden guiarnos hasta allí, la primera mostrándonos cómo se ha usado y abusado de la idea de verdad a lo largo del tiempo, la segunda ayudándonos a ver cómo debería ser idealmente la verdad. Una historia de la verdad clara y cronológica sería profundamente falaz, puesto que la biografía de la verdad no es simple ni lineal. Nuestra historia, en cambio, salta de un punto a otro del pasado, buscando los acontecimientos que mejor ilustren la complejidad de la verdad, para así comprender el presente y prepararnos para el futuro. Una y otra vez descubriremos que los episodios más reveladores se producen cuando la verdad flirtea con la falsedad y viceversa.
Al diseñar mi taxonomía de la verdad no me apoyé en los manuales de filosofía, sino en lo que juzgué que eran las fuentes y justificaciones de lo verdadero que resultan más importantes y problemáticas en la vida real. Cada categoría ilustra cómo los medios de establecer legítimamente la verdad son imperfectos y contienen en sí mismos el potencial de la distorsión. Espero mostrar que, con intención honesta y la mente clara, podemos protegernos de ese mal uso y ver que la afirmación de que vivimos en un mundo de posverdad es la más perniciosa de las mentiras. Sirve a los intereses de aquellos que más recelan de la verdad, sea o no pura y simple.
Alrededor del 600 a. C., el profeta Lehi escapó de Jerusalén poco después de su destrucción y llevó a su familia y otras gentes a las Américas. Sus descendientes formaron una tribu de Israel, los lamanitas, bautizada así en honor de su hijo, de la que salieron otros profetas que escribieron las historias y las importantes lecciones que enseñaron a su gente en bandejas de oro utilizando un lenguaje desconocido. Alrededor del 400 d. C., el último de estos profetas, Moroni, enterró las bandejas en lo que se conoce como Wayne County, en el estado de Nueva York. Estas permanecieron ocultas hasta que, el 21 de septiembre de 1823, un profeta llamado Joseph Smith tuvo una visión y, por voluntad divina, fue guiado al día siguiente hasta el lugar donde estaban enterradas. Un año después, Moroni regresó a la tierra y llevó a Smith de vuelta a las bandejas y tres años después le ordenó que las tradujera con el don divino de la revelación. En 1830, la traducción completa del Libro de Mormón se puso a la venta en Palmyra, Nueva York. Es el venerado texto sagrado de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Читать дальше