Miguel Ángel Císcar - Muerte en el barro

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Miguel Planells, tornero de la empresa Macosa, es asesinado sin motivo aparente en las horas previas a
la riada que asoló Valencia en 1957. La investigación del caso recae en los inspectores Vicente Galán y Ricardo Sánchez de la Brigada de Investigación Criminal. Ambos inician sus pesquisas en
una ciudad arrasada por el barro que aguarda desconcertada la visita del General Franco. Cuatro violentas jornadas de octubre donde Galán y Sánchez cruzarán sus destinos con un confidente deseoso de venganza, una peligrosa banda de atracadores a joyerías y
una trama de corrupción policial que acabará tiñendo de sangre el fango que anega la capital del Turia.

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—Eso parece bien traído. O que Miguel y el Nano llevaran algún chanchullo entre manos, pero no sé, no acabo de verlo… Por lo que sabemos de Miguel no me lo imagino metiéndose en líos. Cuando acabemos de comer yo me quedo en comisaría y tú te acercas a Macosa. Habla con el encargado, los compañeros de Miguel y con el infiltrado de la Social. Mira si te informan de novias o amistades fuera de la fábrica o de algún asunto político…

—¿Y el coche de Pedrito? Igual valdría la pena que la científica lo revisara.

—Eso si supiéramos dónde para esa chatarra… Se podría buscar en los depósitos municipales pero dudo que encontráramos alguna pista tras la riada y el derrumbe.

—Mari… ¿qué tenemos de postre? —preguntó Sánchez a la muchacha que pasaba cargada con los platos en equilibrio.

—Hoy todo de lata. Tenemos pijama, con flan pero sin nata.

—Bonito pareado. Adelante con los postres. Y tráenos también dos cafés bien «tocaditos» —ordenó Sánchez mientras daba fuego con el Zippo al cigarrillo de Galán.

Solo había dos habitaciones en la comisaría a las que llamaban «sala de interrogatorios» y eran angostas como tumbas. No tenían ventanas, las paredes de cemento estaban sin lucir y una bombilla pendía del techo con la potencia justa para iluminar la mesa y las dos sillas, único mobiliario de la estancia. En realidad eran dos antiguos calabozos en la planta baja reconvertidos con ese fin, aunque no era raro que en caso de necesidad se usaran como celdas improvisadas.

Juana permanecía sentada en una de las sillas. Cabizbaja, se estiraba nerviosa la manga de la rebeca. El gancho del pelo se le había soltado y un mechón colgaba desmochado sobre su frente. Galán daba vueltas lentamente a la mesa, situándose con frecuencia a espaldas de la mujer. Olía su perfume mezclado con el sudor dulzón de sus axilas. El inspector ojeaba parte de la documentación, incluyendo la ficha policial de Pedrito Sanjuán.

—Tu nombre es Juana Marques, 32 años, natural de Requena. Casada con Pedro Sanjuán —leyó Galán protocolario—. Un hijo en común de 2 años. Con domicilio en Valencia, en la Calle Portal de Valldigna nº15, 3º piso, puerta 3. Y por lo que veo sin antecedentes penales. ¿Es correcto?

—Sí señor —contestó áspera sin levantar la mirada—. ¿Sabe dónde está mi hijo?

—Está con tu vecina, por eso no te apures. Solo preocúpate de contestar lo que te pregunte. Cuando antes acabemos antes te irás a casa. ¿Entendido?

—Sí señor.

—Bueno, tu marido, por lo que estoy leyendo, es una buena pieza. Detenido en varias ocasiones por hurto, robo con violencia, estafa… Por otro lado, nada que tú no sepas, claro.

—Pedro ya cumplió y ahora está limpio. Eso es agua pasada. Incluso ayuda a la Policía. Aquí precisamente, en esta comisaría sé que tiene buenos amigos —respondió intentando demostrar entereza.

—Sí, ya conocemos a sus amigos. Pero quiero que me saques de dudas. Si ya no ejerce su antiguo oficio… ¿cómo se gana ahora la vida? Me extraña que los chivatazos alcancen para vivir tan holgadamente… Coche propio y esa ropa que llevas. Vas muy bien vestida, eso salta a la vista.

—Yo no sé nada de sus negocios. El trae el dinero y yo me ocupo de la casa y el niño.

—Y dime, ¿qué se traían entre manos tu marido y vuestro vecino Miguel Planells?

—Nada de nada. Ese chico era un santo. Trabajador y buena persona. Solo eran amigos. Se tomaban una copa juntos, jugaban la partida al dominó y…

—… Y le dejaba de vez en cuando el coche. ¿No es eso? —cortó Galán—. El coche donde precisamente lo mataron. ¿No te parece una puta casualidad?

—Igual quisieron robarle, no lo sé, pero de una cosa estoy segura… Pedro no sabía nada de lo del pobre Miguel. Él no tiene nada que ver con esa muerte. Conozco a mi marido —aseveró la mujer estrujándose nerviosa las manos.

—¿Entonces por qué huyó cuando fuimos a hablar con él?

—Pensaría que le ibais a cargar el muerto, yo qué sé —contestó crecida—. No sé qué le pasaría por la cabeza para hacer lo que hizo.

—Te voy a decir lo que yo creo. Pensó que iban a por él y que mataron por error a su vecino. Eso es lo que pasó por su cabeza. Y además que lo quería ver muerto alguien a quien conocía bien. ¿En qué andaba metido últimamente tu marido?, ¿con quién se veía?, ¿recibió alguna visita en vuestra casa? —encadenó las preguntas situándose detrás de la mujer.

La esposa de Pedrito torció la cabeza buscando la mirada de Galán a su espalda, pero este le lanzó un manotazo seco con el dorso de los nudillos que alcanzó la oreja de la mujer.

—¡No te gires! Responde de una puta vez.

—¡No me pegue! —gimoteó temblorosa tapándose la oreja enrojecida. Un intenso rubor se propagó por su cara.

—Eso no es pegar. Mira al frente y contesta.

—¡No sé nada, lo juro! No sé en qué andaba metido Pedro. No me contaba nada. Yo iba a lo mío… Con la casa y el crío ya tenía bastante.

—Dinos dónde podemos encontrarle. ¿Dónde se ha escondido o quién le puede cobijar?

—No lo sé. Él no tiene familia cercana, sus padres murieron y no tiene hermanos.

—¿Amigos? ¿Tu familia en Requena?

—¿Amigos…? Pues igual alguien del barrio. O algunos de sus antiguos compañeros… Pero no sé dónde viven. Déjeme, por favor, inspector… No sé nada. Tengo que recoger al niño —sollozó. Galán apoyó la mano en el hombro de la mujer y ella dio un respingo en la silla.

—¡Tranquila, joder! Ahora vas a poner en un papel todos los nombres que recuerdes que pudieran estar relacionados con tu marido: amigos, conocidos, familiares lejanos, también de tu propia familia, con sus direcciones y todo… Y sin dejarte nada —replicó Galán pasándole una hoja en blanco y un lápiz.

Juana intentó escribir pero la mano le temblaba tanto que apenas podía sostener el lápiz.

—No puedo escribir…

—Bueno, pues nos los dictas. Pero ojito con dejarte alguno.

La mujer se tapaba la oreja dolorida con la mano y evitaba el contacto visual.

—Ahora mírame —musitó Galán apretándole el brazo hasta notar el hueso—. Si descubrimos que ocultas algo tendré que meterte en la cárcel, y a tu hijo lo mandaré a un orfanato. ¿Lo captas?

—Sí, sí… —susurró con una mueca de dolor intentando mantenerle la mirada unos instantes.

Galán abrió la puerta de la sala de interrogatorios y llamó a un guardia.

—¡García! Pasa y siéntate con la señora, que te dictará todos los nombres que recuerde.

El inspector tenía la boca seca y se encaminó a una mesita auxiliar sobre la que reposaba una jarra y unos vasos; se sirvió un dedo de agua. Delante de la máquina de escribir encendió un Bisonte, se aflojó el nudo de la corbata y se acarició la cicatriz de la pierna a través de la tela del pantalón. Del cajón inferior sacó la petaca plateada y vertió con disimulo un chorro generoso de ginebra en el vaso con agua. Se tomó la mitad de un largo trago notando en la garganta un calor reconfortante. Comenzó a pergeñar un informe para poder tener algo concreto que llevar al comisario, a la espera de lo que pudiera recordar la esposa de Pedrito.

A los veinte minutos el cabo 1º García se personó ante Galán con la lista recién confeccionada.

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