»“Este falso mercader, que viaja bajo el nombre de Achmet, se encuentra ahora en la ciudad de Agra y pretende entrar en el fuerte. Lleva como compañero de viaje a mi hermano de leche, Dost Akbar, que conoce su secreto. Dost Akbar le ha prometido guiarle esta noche a una puerta lateral del fuerte, y ha elegido esta para sus propósitos. Está a punto de llegar, y aquí nos encontrará a Mahomet Singh y a mí aguardándolo. Es un lugar solitario y nadie se enterará de su llegada. El mundo no volverá a saber del mercader Achmet, pero el gran tesoro del rajá se dividirá entre nosotros. ¿Qué dices a eso, sahib?
»En Worcestershire, la vida de un hombre parece algo importante y sagrado; pero la cosa es muy diferente cuando estás rodeado de fuego y sangre y te has acostumbrado a tropezar con la muerte en cada esquina. Que Achmet el mercader viviera o muriera me tenía completamente sin cuidado, pero al oír hablar del tesoro se me había animado el corazón y pensé en lo que podría hacer con él en mi tierra, en la cara que pondría mi familia al ver que el vástago inútil regresaba con los bolsillos repletos de monedas de oro. Así que ya había tomado mi decisión. Sin embargo, Abdullah Khan, creyendo que aún vacilaba, insistió todavía un poco más.
»—Ten en cuenta, sahib —dijo—, que si este hombre cae en manos del comandante, este le hará ahorcar o fusilar, y sus joyas pasarán a poder del Gobierno, sin que nadie salga ganando ni una rupia. Pues bien, si lo atrapamos nosotros, ¿por qué no íbamos a hacer también lo demás? Las joyas estarán igual de bien con nosotros que en las arcas de la Compañía. Hay suficiente para convertirnos a los cuatro en hombres ricos y poderosos. Nadie sabrá nada del asunto, porque estamos aislados de todos. ¿Puede haber una oportunidad mejor? Así pues, sahib, dime otra vez si estás con nosotros o si debemos considerarte como un enemigo.
»—Estoy con vosotros en cuerpo y alma —dije.
»—Está bien —respondió él, devolviéndome mi fusil—. Ya ves que nos fiamos de ti, porque creemos que, igual que nosotros, no faltarás a tu palabra. Ahora solo tenemos que esperar a que lleguen mi hermano y el mercader.
»—¿Sabe tu hermano lo que vas a hacer? —pregunté.
»—El plan es suyo. Él lo ha ideado. Vamos a la puerta a montar guardia junto a Mahomet Singh.
»La lluvia seguía cayendo insistentemente, porque nos encontrábamos al comienzo de la estación lluviosa. Densas y oscuras nubes cruzaban por el cielo y resultaba difícil ver más allá de un tiro de piedra. Delante de nuestra puerta se abría un profundo foso, pero estaba casi seco por algunos lugares y era fácil cruzarlo. Me parecía extraño encontrarme allí con aquellos dos feroces punjabíes, aguardando a un hombre que se encaminaba hacia la muerte.
»De pronto, mis ojos captaron el brillo de una linterna sorda al otro lado del foso. Desapareció entre los montículos de tierra y volvió a aparecer, acercándose despacio a nuestra posición.
»—¡Ahí están! —exclamé.
»—Tú les darás el alto, sahib, como de costumbre —susurró Abdullah—. Que no sospeche nada. Envíalo adentro con nosotros y nosotros haremos el resto mientras tú te quedas aquí de guardia. Ten preparada la linterna, para estar seguros de que es nuestro hombre.
»La vacilante luz continuaba acercándose, deteniéndose unas veces y avanzando otras, hasta que pude distinguir dos figuras oscuras al otro lado del foso. Las dejé descender por el terraplén, chapotear a través del fango y trepar hasta la mitad del camino a la puerta, y entonces les di el alto.
»—¿Quién va? —dije con voz apagada.
»—Somos amigos —me respondieron. Descubrí mi linterna y proyecté un chorro de luz sobre ellos. El primero era un sikh enorme, con una barba negra que le llegaba casi hasta la faja. No siendo en una feria, jamás he visto un hombre tan alto. El otro era un tipo bajo y gordo, con un gran turbante amarillo, que llevaba en la mano un bulto envuelto en un chal. Parecía estar temblando de miedo, porque retorcía las manos como si tuviera fiebre y giraba constantemente la cabeza a derecha e izquierda, escudriñando con sus ojillos relucientes y parpadeantes, como un ratón al aventurarse fuera de su madriguera. Me daba escalofríos pensar en matarlo, pero entonces me acordé del tesoro y el corazón se me volvió duro como el pedernal. Al ver mi rostro blanco, soltó un pequeño gorjeo de alegría y vino corriendo hacia mí.
»—Tu protección, sahib —gimió—. Dale tu protección al desdichado mercader Achmet. He atravesado toda Rajpootana en busca de la seguridad del fuerte de Agra. Me han robado, golpeado e insultado por haber sido amigo de la Compañía. Bendita sea esta noche, en la que vuelvo a estar a salvo... yo y mis humildes pertenencias.
»—¿Qué llevas en ese paquete? —pregunté.
»—Una caja de hierro —respondió—, que contiene uno o dos recuerdos de familia, que no tienen ningún valor para otros, pero que lamentaría perder. Sin embargo, no soy un mendigo, y le recompensaré, joven sahib, y también a su gobernador, si me da la protección que le pido.
»Se me hizo imposible seguir hablando con aquel hombre. Cuanto más miraba su rostro gordo y asustado, más difícil me resultaba pensar que íbamos a matarlo a sangre fría. Lo mejor era acabar de una vez.
»—Llevadlo a la guardia principal —dije.
»Los dos sikhs se situaron a sus lados y el gigante detrás, y así emprendieron la marcha a través del oscuro pasillo de entrada. jamás hombre alguno caminó tan cercado por la muerte. Yo me quedé en la puerta con la linterna.
»Oí el ruido acompasado de sus pasos avanzando por los solitarios pasillos. De pronto, se detuvieron y oí voces, un forcejeo y algunos golpes. Un instante después, oí con espanto pasos precipitados que venían en mi dirección y la respiración jadeante de un hombre que corría. Dirigí mi linterna hacia el largo y recto pasillo, y vi que por él venía el hombre gordo, corriendo como el viento, con una mancha de sangre cruzándole la cara; pisándole los talones y saltando como un tigre, venía el enorme sikh de la barba negra, con un cuchillo lanzando destellos en su mano. jamás he visto un hombre que corriera tan rápido como aquel pequeño mercader. Iba sacándole ventaja al sikh y me di cuenta de que si pasaba por donde yo estaba y lograba salir al aire libre, todavía podría salvarse. Mi corazón empezó a ablandarse, pero, una vez más, pensar en el tesoro me volvió duro y despiadado. Cuando pasaba corriendo junto a mí, le metí mi fusil entre las piernas y cayó dando un par de vueltas, como un conejo alcanzado por un disparo. Antes de que pudiera incorporarse, el sikh cayó sobre él y le hundió el puñal dos veces en el costado. El hombre no soltó ni un gemido, ni movió un solo músculo, quedando tendido donde había caído. Yo creo que se había roto el cuello al caer. Ya ven, caballeros, que cumplo mi promesa: les estoy contando la historia al detalle, exactamente tal como sucedió, tanto si me favorece como si no.»
Small dejó de hablar y extendió las manos esposadas para coger el whisky con agua que Holmes le había preparado. Confieso que, a estas alturas, aquel hombre me inspiraba el horror más absoluto, no solo por el crimen a sangre fría en el que había participado, sino, sobre todo, por la manera indiferente y hasta jactanciosa en que lo había narrado. Fuera cual fuera el castigo que le aguardaba, que no esperara ninguna simpatía por mi parte. Sherlock Holmes y Jones permanecían sentados con las manos sobre las rodillas, profundamente interesados por la historia, pero con la misma expresión de repugnancia en sus caras. Es posible que Small se diera cuenta, porque cuando prosiguió su relato había un toque de desafío en su voz y su actitud.
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