—Olvida usted que no sabemos nada de todo eso —dijo Holmes tranquilamente—. No conocemos su historia y no podemos decir hasta qué punto pudo estar la justicia de su parte en un principio.
—Mire, señor, usted me habla con mucha amabilidad, aunque me doy perfecta cuenta de que es a usted a quien debo estos grilletes que llevo en las muñecas. Aun así, no le guardo rencor por ello. Ha jugado limpio, con las cartas encima de la mesa. Si quiere escuchar mi historia, no tengo ningún motivo para callármela. Lo que le voy a contar es la pura verdad, hasta la última palabra. Gracias, puede dejar el vaso aquí, a mi lado, y arrimaré los labios si tengo sed.
»Yo soy de Worcestershire, nacido cerca de Pershore. Apuesto a que si se pasan por allí, encuentran un montón de gente de apellido Small. Muchas veces he pensado en ir a echar un vistazo por allá, pero la verdad es que nunca fui un motivo de orgullo para la familia, y dudo de que se alegraran mucho de verme. Son todos gente respetable, que va a la iglesia, pequeños granjeros, conocidos y respetados en toda la región, y yo siempre fui un bala perdida. Por fin, cuando tenía unos dieciocho años, dejé de causarles problemas, porque me metí en un lío por culpa de una chica y la única manera que encontré de salir fue aceptando el salario de la reina, alistándome en el Tercero de Casacas Amarillas, que estaba a punto de partir hacia la India.
»Sin embargo, no estaba destinado a ser soldado mucho tiempo. Apenas había aprendido el paso de la oca y el manejo del mosquete cuando cometí la estupidez de ponerme a nadar en el Ganges. Tuve la suerte de que John Holder, el sargento de mi compañía, que era uno de los mejores nadadores de todo el ejército, estuviera también en el agua en aquel momento. Cuando estaba en medio del río, un cocodrilo me atacó y me arrancó la pierna derecha tan limpiamente como lo habría hecho un cirujano. Con el susto y la pérdida de sangre, me desmayé, y me habría ahogado si Holder no me hubiera sostenido y llevado a la orilla. Pasé cinco meses en el hospital y cuando por fin pude salir renqueando con esta pata de palo sujeta al muñón, me encontré dado de baja en el ejército e incapacitado para cualquier ocupación activa.
»Aquello fue, como podrán imaginar, un golpe muy duro: me veía convertido en un inválido sin haber cumplido aún los veinte años. No obstante, al poco tiempo mi desgracia resultó ser una bendición disfrazada. Un hombre llamado Abel White, que se había establecido allí para cultivar añil, buscaba un capataz que supervisara a sus peones y se ocupara de que trabajaran. Dio la casualidad de que era amigo de nuestro coronel, el cual se había interesado por mí desde mi accidente. Para abreviar la historia, el coronel me recomendó encarecidamente para el puesto y, como la mayor parte del trabajo se hacía a caballo, mi pierna no era un grave inconveniente porque me sujetaba perfectamente a la silla con lo que quedaba de muslo. Lo que tenía que hacer era recorrer la plantación, vigilar a los hombres durante el trabajo y dar parte de los holgazanes. La paga era buena, tenía un alojamiento confortable y, en general, me daba por satisfecho con pasar el resto de mi vida en una plantación de añil. El señor Abel White era un hombre amable y se pasaba con frecuencia por mi cabaña a fumar una pipa conmigo, porque en aquellos lugares los hombres blancos se tratan unos a otros con mucha más consideración que aquí en su país.
»Pero la buena suerte nunca me duró mucho. De pronto, sin una señal de advertencia, nos cayó encima la gran rebelión. Un mes antes, la India parecía tan tranquila y pacífica como Surrey o Kent; al mes siguiente había doscientos mil diablos negros sueltos por allí, y el país era un completo infierno. Pero ustedes, caballeros, ya deben saber todo esto..., probablemente, mejor que yo, porque nunca fui muy aficionado a la lectura. Yo solo sé lo que vi con mis propios ojos. Nuestra plantación se encontraba en un lugar llamado Muttra, cerca de la frontera de las provincias del noroeste. Noche tras noche, el cielo entero se iluminaba con las llamas de los búngalos incendiados, y día tras día veíamos pasar por nuestras tierras pequeños grupos de europeos con sus mujeres y niños, que se dirigían hacia Agra, donde se encontraba la guarnición más cercana. El señor Abel White era un hombre obstinado. Se le había metido en la cabeza que estaban exagerando el asunto y que la insurrección se extinguiría tan de golpe como había estallado. Y se quedó sentado en su terraza, bebiendo vasos de whisky con soda y fumando puros, mientras el país ardía a su alrededor. Como es natural, Dawson y yo nos quedamos con él. Dawson vivía con su mujer y se encargaba de llevar los libros y la administración. Y un buen día llegó la catástrofe. Yo había estado en una plantación bastante alejada y al atardecer cabalgaba despacio hacia la casa, cuando mis ojos se fijaron en un bulto informe que yacía en el fondo de una hondonada. Descendí a caballo para ver lo que era y se me heló el corazón al descubrir que se trataba de la mujer de Dawson, cortada en tiras y medio devorada por los chacales y perros salvajes. Un poco más adelante, en la carretera, estaba el propio Dawson caído de bruces y completamente muerto, con un revólver vacío en la mano y cuatro cipayos tendidos uno sobre otro delante de él. Tiré de las riendas de mi caballo, preguntándome hacia dónde debía dirigirme; pero en aquel momento vi una espesa columna de humo que se elevaba del búngalo de Abel White, de cuyo tejado empezaban a surgir llamas. Comprendí que ya no podía hacer nada por mi patrón, y que interviniendo no lograría más que perder yo también la vida. Desde donde me encontraba podía ver cientos de aquellos demonios morenos, todavía vestidos con sus casacas rojas, bailando y aullando en torno a la casa en llamas. Algunos señalaron hacia mí y un par de balas pasaron silbando junto a mi cabeza; así que emprendí la huida a través de los arrozales y aquella misma noche me puse a salvo dentro de los muros de Agra.
»Sin embargo, pronto quedó claro que allí tampoco se estaba muy seguro. El país entero estaba revuelto como un enjambre de abejas. Allí donde los ingleses conseguían reunirse en pequeños grupos, podían mantener el terreno justo hasta donde alcanzaban sus fusiles. En todos los demás sitios eran fugitivos indefensos. Fue una lucha de millones contra centenares; y lo más sangrante del asunto era que aquellos hombres contra los que luchábamos, infantería, caballería y artillería, eran nuestras propias tropas selectas, soldados a los que habíamos enseñado y preparado nosotros, que manejaban nuestras propias armas y utilizaban nuestros propios toques de corneta. En Agra estaban el Tercero de Fusileros Bengalíes, algunos sikhs, dos compañías de caballería y una batería de artillería. Se había formado también un cuerpo voluntario de empleados y comerciantes, y a él me incorporé con mi pata de palo y todo. A principios de julio hicimos una salida para enfrentarnos con los rebeldes en Shahgunge, y los hicimos retroceder por algún tiempo, pero se nos acabó la pólvora y tuvimos que volver a refugiarnos en la ciudad.
»De todas partes nos llegaban las peores noticias, lo cual no es de extrañar, porque si miran ustedes el mapa verán que nos encontrábamos en el corazón mismo del conflicto. Lucknow está a poco más de cien millas al Este, y Kanpur aproximadamente a la misma distancia por el Sur. En cualquier dirección de la brújula no había más que torturas, matanzas y atrocidades.
»La ciudad de Agra es una gran lugar, en la que proliferan toda clase de fanáticos y feroces adoradores del demonio. Nuestro puñado de hombres habría estado perdido en sus estrechas y tortuosas calles. Así pues, nuestro jefe decidió cruzar el río y tomar posiciones en el viejo fuerte de Agra. No sé si alguno de ustedes, caballeros, habrá leído u oído algo acerca de aquel viejo fuerte. Es un sitio muy extraño..., el más extraño que he visto, y eso que he estado en rincones de los más raros. En primer lugar, tiene un tamaño enorme. Yo creo que el recinto debe abarcar varias hectáreas. Hay una parte moderna, donde se instaló toda la guarnición, las mujeres, los niños, las provisiones y todo lo demás, y aún sobraba cantidad de sitio. Pero la parte moderna no es nada, comparada con el tamaño de la parte vieja, donde no iba nadie, y que había quedado abandonada a los escorpiones y los ciempiés. Está toda llena de grandes salas vacías, pasadizos tortuosos y largos pasillos que tuercen a un lado y a otro, de manera que es bastante fácil perderse allí. Por está razón, casi nunca se metía nadie por aquella parte, aunque de vez en cuando se enviaba un grupo con antorchas a explorar.
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