—Aquello estuvo muy mal, no cabe duda —dijo—. Pero me gustaría saber cuántos hombres, estando en mi situación, habrían rechazado una parte del botín, sabiendo que la alternativa era dejarse cortar el cuello. Además, una vez que hubo entrado en el fuerte, era su vida o la mía. Si hubiera escapado, todo el asunto habría salido a la luz, y me habrían juzgado en consejo de guerra y, seguramente, fusilado. En momentos como aquellos, la gente no suele ser muy indulgente.
—Continúe su relato —dijo Holmes, tajante.
—Bueno, pues entre Abdullah, Akbar y yo cargamos con él. Y vaya si pesaba, a pesar de lo bajo que era. Mahomet Singh se quedó de guardia en la puerta. Lo llevamos a un lugar que los sikhs ya tenían preparado. Quedaba algo lejos, en un pasillo tortuoso que llevaba a una gran sala vacía, y cuyas paredes de ladrillo se estaban cayendo a pedazos. En un punto, el suelo de tierra se había hundido, formando una tumba natural, y allí dejamos a Achmet el mercader, después de cubrir su cuerpo con ladrillos sueltos. Una vez hecho esto, fuimos todos por el tesoro.
»Estaba donde él lo había dejado caer al ser atacado por primera vez. La caja era esa misma que tienen abierta sobre la mesa. Del asa tallada que tiene arriba colgaba una llave atada con un cordel de seda. La abrimos, y la luz de la linterna hizo brillar una colección de joyas como las que aparecían en los cuentos que me hacían soñar de niño en Pershore. Se quedaba uno totalmente deslumbrado al mirarlas. Cuando nos saciamos de contemplarlas, las sacamos todas e hicimos una lista. Había ciento cuarenta y tres diamantes de primera calidad, entre ellos uno que creo que llamaban “El Gran Mogol” y que dicen que es el segundo más grande del mundo. Había, además, noventa y siete esmeraldas preciosísimas y ciento setenta rubíes, aunque algunos eran pequeños. También había cuarenta carbunclos, doscientos diez zafiros, sesenta y una ágatas y gran cantidad de berilos, ónices, ojos de gato, turquesas y otras piedras cuyos nombres yo no conocía entonces, aunque los aprendí más tarde. Además de todo esto, había aproximadamente trescientas perlas bellísimas, doce de ellas montadas en una diadema de oro. Por cierto, estas últimas ya no estaban en el cofre cuando lo recuperé; alguien las había sacado. Después de contar nuestros tesoros, los volvimos a meter en el cofre y los llevamos a la puerta para que los viera Mahomet Singh. Luego renovamos solemnemente nuestro juramento de apoyarnos unos a otros y guardar el secreto. Acordamos esconder el botín en un lugar seguro hasta que el país volviera a estar en paz, y entonces dividirlo entre nosotros a partes iguales. No tenía sentido repartirlo en aquel momento, porque si nos encontraban encima joyas de tanto valor se despertarían sospechas, y en el fuerte no había intimidad ni existía lugar alguno donde poder guardarlas. Así pues, llevamos la caja a la misma sala donde habíamos enterrado el cadáver y allí, debajo de unos ladrillos de la pared mejor conservada, abrimos un hueco y metimos en él nuestro tesoro. Tomamos buena nota del lugar, y al día siguiente yo dibujé cuatro planos, uno para cada uno de nosotros, y al pie de cada plano puse el signo de nosotros cuatro, porque habíamos jurado que cada uno defendería siempre los intereses de los demás, de manera que ninguno saliera más favorecido. Y puedo asegurar, con la mano sobre el corazón, que jamás he quebrantado aquel juramento.
»Bueno, caballeros, no hace falta que les cuente como concluyó la rebelión india. Cuando Wilson tomó Delhi y Sir Colin liberó Lucknow, se rompió la columna vertebral del asunto. Llegaron nuevas tropas a montones y Nana Sahib se esfumó por la frontera. Una columna volante, mandada por el coronel Greathed, avanzó sobre Agra y puso en fuga a los pandies. Parecía que se iba restableciendo la paz en el país, y nosotros cuatro empezábamos a confiar en que se acercaba el momento de poder largarnos sin problemas con nuestra parte del botín. Pero nuestras esperanzas se hicieron pedazos en un momento, al vernos detenidos por ser los asesinos de Achmet.
»La cosa sucedió así: cuando el rajá puso sus joyas en manos de Achmet, lo hizo porque sabía que este era digno de confianza. Sin embargo, esos orientales son gente muy recelosa. ¿Qué creen que hizo el rajá? Pues recurrir a un segundo sirviente, todavía más leal, y ponerlo a espiar al primero. A este segundo hombre se le ordenó que no perdiera nunca de vista a Achmet y que lo siguiera como si fuese su sombra. Aquella noche lo había seguido y lo había visto entrar por la puerta. Como es natural, pensó que se había refugiado en el fuerte, y al día siguiente también él solicitó ser admitido, pero no pudo encontrar ni rastro de Achmet. Esto le pareció tan extraño que habló del asunto con un sargento de exploradores, el cual lo puso en conocimiento del comandante. Inmediatamente se procedió a un registro minucioso y se descubrió el cadáver. Y de este modo, justo cuando creíamos estar a salvo, los cuatro fuimos detenidos y llevados ajuicio por asesinato: tres de nosotros por haber estado de guardia en la puerta aquella noche, y el cuarto porque se sabía que había acompañado a la víctima. Durante el juicio no se dijo ni una palabra acerca de las joyas, porque el rajá había sido derrocado y desterrado de la India, así que nadie tenía un interés particular por ellas. Sin embargo, lo del asesinato quedó perfectamente demostrado, y estaba claro que los cuatro teníamos que haber participado en él. A los tres sikhs les cayeron trabajos forzados de por vida, y a mí me condenaron a muerte, aunque más adelante me conmutaron la sentencia por la misma que a los demás.
»Nos encontrábamos, pues, en una situación bastante curiosa. Allí estábamos los cuatro, con una cadena al tobillo y poquísimas probabilidades de salir alguna vez en libertad, a pesar de que cada uno de nosotros conocía un secreto que le habría permitido vivir en un palacio, si hubiera podido aprovecharlo. Era como para volverse loco de rabia, tener que aguantar las patadas y los puñetazos de todos aquellos fantasmones, tener que alimentarnos de arroz y agua, cuando fuera teníamos aquella fastuosa fortuna, aguardando que la recogiéramos. Aquello podría haberme vuelto loco, pero siempre fui bastante tozudo, así que aguanté y esperé a que llegara mi momento.
»Y por fin me pareció que el momento había llegado. Me trasladaron desde Agra a Madrás, y de allí a la isla de Blair, en las Andamán. En aquella prisión hay muy pocos presos blancos y, como yo me porté bien desde el principio, no tardé en convertirme en una especie de privilegiado. Se me asignó una cabaña en Hope Town, que es un poblado pequeño en la ladera del monte Harriet, y me dejaron prácticamente a mi aire. Es un lugar horrible e infecto, y todo él, excepto los pequeños claros donde vivíamos, está plagado de salvajes caníbales, siempre dispuestos a dispararnos un dardo envenenado si les dábamos ocasión. Teníamos que cavar, abrir zanjas, plantar ñame y otra docena de actividades, de manera que nos manteníamos bastante ocupados todo el día; pero por la noche disponíamos de algo de tiempo libre. Entre otras cosas, aprendí a preparar y administrar medicinas para ayudar al médico, y adquirí ligeras nociones de su ciencia. Me mantenía en constante alerta por si surgía una oportunidad de escapar; pero aquello está a cientos de millas de la tierra más próxima y en aquellos mares apenas sopla el viento, de modo que la fuga resultaba terriblemente difícil.
»El médico, el doctor Somerton, era un joven vividor y aficionado al juego, y los demás funcionarios jóvenes se reunían por la noche en sus habitaciones para jugar a las cartas. La enfermería, donde yo solía preparar las medicinas, estaba al lado de su cuarto de estar, y había una pequeña ventana que comunicaba las dos habitaciones. Muchas noches, cuando me sentía solo, apagaba la lámpara de la enfermería y me quedaba allí, escuchando lo que decían y viéndolos jugar. A mí también me gustan las partidas de cartas, y mirarlos era casi tan entretenido como jugar uno mismo. Además del médico, allí iban el mayor Sholto, el capitán Morstan y el teniente Bromley Brown, que estaban al mando de las tropas nativas, y también dos o tres funcionarios de prisiones, unos viejos zorros que jugaban un juego fino, astuto y seguro. Formaban un pequeño grupo muy unido.
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