»Pues bien, pasaba una cosa que en seguida me llamó la atención, y era que los militares solían perder siempre y los civiles ganaban. Mire que no estoy diciendo que hicieran trampas, pero lo cierto es que ganaban. Aquellos funcionarios de prisiones apenas habían hecho otra cosa que jugar a las cartas desde que llegaron a las Andamán, y conocían al dedillo el juego de los demás, mientras que los militares jugaban solo para pasar el rato y manejaban las cartas de cualquier manera. Noche tras noche, los militares se iban empobreciendo, y cuanto más perdían, más ansiosos estaban por jugar.
»Al que peor le iba era al mayor Sholto. Al principio, solía pagar en billetes y monedas de oro, pero pronto empezó a firmar pagarés, y por grandes sumas. A veces ganaba unas cuantas manos, lo suficiente para cobrar ánimos, y entonces la suerte se volvía contra él, peor que nunca. Se pasaba el día andando de un lado a otro con un humor de perros, y empezó a beber mucho más de lo que le convenía.
»Una noche, perdió aun más de lo habitual. Yo estaba sentado en mi cabaña cuando él y el capitán Morstan pasaron tambaleándose, camino de sus aposentos. Los dos eran amigos íntimos y no se separaban nunca. El mayor iba rabiando por sus pérdidas.
»—Esto se acabó, Morstan —iba diciendo al pasar ante mi cabaña—. Tendré que enviar mi dimisión. Estoy en la ruina.
»—¡Tonterías, amigo mío! —dijo el otro, palmeándole la espalda—. A mí también me ha ido mal, pero...
»Eso fue todo lo que oí, pero fue suficiente para ponerme a pensar.
»Un par de días después, el mayor Sholto fue a dar un paseo por la playa y aproveché la oportunidad para hablar con él.
»—Me gustaría pedirle un consejo, señor —dije.
»—Bien, Small, ¿de qué se trata? —preguntó, sacándose el puro de la boca.
»—Quería preguntarle, señor, cuál sería la persona más indicada para hacerle entrega de un tesoro escondido. Yo sé dónde hay un botín que vale aproximadamente medio millón de libras y, como yo no puedo aprovecharlo, he pensado que tal vez lo mejor sería entregárselo a las autoridades competentes, y de ese modo es posible que me redujeran la condena.
»—¿Medio millón, Small? jadeó, mirándome con fijeza para asegurarse de que hablaba en serio.
»—Eso mismo, señor. En joyas y perlas. Está a disposición de quien vaya a cogerlo. Y lo más curioso del caso es que el auténtico propietario está fuera de la ley y no puede reclamar sus propiedades, de manera que pertenece al primero que llegue.
»—Pertenece al Gobierno, Small, al Gobierno —balbuceó. Pero lo dijo sin demasiada convicción y yo supe en el fondo de mi corazón que lo tenía atrapado.
»—Entonces, señor, ¿cree que debería dar la información al gobernador general? —pregunté muy tranquilo.
»—Bueno, no debe usted precipitarse, porque luego podría arrepentirse. Cuéntemelo todo, Small. Deme más detalles.
»Le conté toda la historia, con ligeras alteraciones para que no pudiera identificar los lugares. Cuando terminé mi relato, se quedó completamente inmóvil, pensando intensamente. Por el modo en que le temblaba el labio, me di perfecta cuenta de que en su interior se libraba una lucha.
»—Este es un asunto muy importante, Small —dijo por fin—. Lo mejor es que no le diga una palabra a nadie. Pronto volveremos a hablar.
»Dos noches después, el mayor vino a mi cabaña en mitad de la noche, alumbrándose con una linterna y acompañado por su amigo, el capitán Morstan.
»—Small, quiero que el capitán Morstan oiga esa historia de sus propios labios —dijo. Yo la repetí tal como la había contado la vez anterior.
»—Suena a auténtico, ¿verdad? —dijo—. Parece lo bastante bueno como para hacer algo al respecto.
»El capitán Morstan asintió.
»—Mire usted, Small —dijo el mayor—. Mi amigo y yo hemos estado hablando del asunto y hemos llegado a la conclusión de que, a fin de cuentas, ese secreto suyo no puede considerarse competencia del Gobierno, sino que es un asunto privado; y usted, desde luego, tiene derecho a disponer de él como mejor le parezca. Ahora, la pregunta es: ¿qué precio pediría usted? Si nos pusiéramos de acuerdo en las condiciones, podría interesarnos hacernos cargo del asunto o, al menos, tomarlo en consideración.
»Procuraba hablar en tono frío y despreocupado, pero le brillaban los ojos de excitación y codicia.
»—En cuanto a eso, caballeros —respondí, procurando también mostrarme frío, pero sintiéndome tan excitado como él—, solo hay un trato que pueda hacer un hombre en mi situación. Quiero que ustedes me ayuden a conseguir la libertad, y que hagan lo mismo con mis tres compañeros. Entonces los aceptaremos en la sociedad y les daremos una quinta parte para que se la repartan entre ustedes.
»—¡Hum! —dijo él—. ¡Una quinta parte! Eso no es muy tentador.
»—Vendrían a ser unas cincuenta mil libras por cabeza —dije yo.
»—Pero ¿cómo vamos a conseguirle la libertad? Sabe muy bien que pide un imposible.
»—Nada de eso —respondí—. Lo tengo todo pensado hasta el último detalle. El único impedimento para la fuga es que no podemos conseguir una embarcación adecuada para el viaje, ni provisiones que nos duren tanto tiempo. Pero en Calcuta o en Madrás hay montones de yates y quichés pequeños que nos servirían perfectamente. Nosotros subiremos a bordó por la noche, y si ustedes nos dejan en cualquier parte de la costa india, habrán cumplido su parte del trato.
»—Si se tratara solo de una persona... —dijo.
»—O todos o ninguno —respondí—. Lo hemos jurado. Tenemos que ir siempre los cuatro juntos.
»—Ya lo ve, Morstan —dijo el mayor—. Small es un hombre de palabra. No abandona a sus amigos. Creo que podemos confiar en él.
»—Es un negocio sucio —respondió el otro—. Pero, como tú dices, ese dinero nos sacaría a flote perfectamente.
»—Muy bien, Small —dijo el mayor—, supongo que tendremos que aceptar sus condiciones. Pero, como es natural, antes tendremos que comprobar la veracidad de su historia. Dígame dónde está escondida la caja y yo solicitaré un permiso e iré a la India en el barco mensual de suministros, para investigar el asunto.
»—No tan deprisa —dije yo, que me iba enfriando a medida que él se acaloraba—. Tengo que obtener el visto bueno de mis tres camaradas. Ya le digo que tenemos que ser los cuatro o ninguno.
»—¡Tonterías! —estalló—. ¿Qué pintan esos tres negros en nuestro trato?
»—Negros o azules —dije yo—, están conmigo en esto y vamos todos juntos.
»Pues bien, el trato se cerró en una segunda reunión, a la que asistieron Mahomet Singh, Abdullah Khan y Dost Akbar. Volvimos a discutir el asunto y al final nos pusimos de acuerdo. Nosotros proporcionaríamos a los dos oficiales sendos planos de aquella parte del fuerte de Agra, marcando el lugar en el que estaba escondido el tesoro. El mayor Sholto iría a la India a verificar nuestra historia. Si encontraba el cofre, debía dejarlo donde estaba, enviar un pequeño yate pertrechado para el viaje, con instrucciones de atracar frente a la isla de Rutland (ya nos las arreglaríamos nosotros para llegar allá), y por último, regresar a sus responsabilidades. A continuación, el capitán Morstan solicitaría un permiso, iría a reunirse con nosotros en Agra y allí repartiríamos por fin el tesoro. El capitán se llevaría su parte y la del mayor. Todo esto lo sellamos con los juramentos más solemnes que la mente pueda concebir y los labios pronunciar. Me pasé toda la noche dándole a la pluma, y por la mañana tenía terminados los dos planos, firmados con el signo de los cuatro: es decir, Abdullah, Akbar, Mahomet y yo.
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