»El río pasa por la parte de delante del viejo fuerte, que así queda protegida, pero por los lados y por detrás hay muchas puertas y, naturalmente, había que vigilarlas, tanto en la parte vieja como en la que ocupaban nuestras tropas. Andábamos escasos de personal y apenas disponíamos de hombres suficientes para controlar las esquinas del edificio y atender los cañones. Así pues, nos resultaba imposible montar una fuerte guardia en cada una de las innumerables puertas. Lo que hicimos fue organizar un cuerpo de guardia central en medio del fuerte y dejar cada puerta a cargo de un hombre blanco y dos o tres nativos. A mí me escogieron para vigilar durante ciertas horas de la noche una puertecilla aislada, en la fachada sudoeste del edificio. Pusieron bajo mi mando a dos soldados sikhs y se me ordenó que si ocurría algo disparase mi mosquete, asegurándome que inmediatamente llegaría ayuda desde el cuerpo de guardia central. Pero como el cuerpo de guardia se encontraba a sus buenos doscientos pasos de distancia, y el espacio intermedio estaba formado por un laberinto de pasadizos y corredores, yo tenía grandes dudas de que la ayuda pudiera llegar a tiempo en caso de un verdadero ataque.
»La verdad es que yo me sentía bastante orgulloso de que me hubieran confiado aquella pequeña posición de mando, siendo como era un recluta sin experiencia, y encima cojo. Durante dos noches monté guardia con mis punjabíes. Eran unos tipos altos y de aspecto feroz, llamados Mahomet Singh y Abdullah Khan, ambos veteranos combatientes que habían empuñado las armas contra nosotros en Chilian Wallah. Hablaban inglés bastante bien, pero yo apenas pude arrancarles unas pocas palabras. Preferían quedarse juntos y charlar toda la noche en su extraña jerga sikh. Yo solía situarme fuera de la puerta, contemplando el ancho y ondulante río y el centelleo de las luces de la gran ciudad. El redoblar de los tambores, el batir de los timbales y los gritos y alaridos de los rebeldes, ebrios de opio y de bhang, bastaban para que nos acordáramos durante toda la noche de los peligrosos vecinos que teníamos al otro lado del río. Cada dos horas, el oficial de noche recorría todos los puestos de guardia para asegurarse de que todo iba bien.
»La tercera noche de mi guardia era oscura y tenebrosa, con una fina y pertinaz llovizna. Era un verdadero fastidio permanecer hora tras hora en la puerta con aquel tiempo. Intenté una y otra vez hacer hablar a mis sikhs, pero sin mucho éxito. A las dos de la madrugada pasó la ronda, rompiendo por un momento la monotonía de la noche. Viendo que resultaba imposible entablar conversación con mis compañeros, saqué mi pipa y dejé a un lado el mosquete para encender una cerilla. Al instante, los dos sikhs cayeron sobre mí. Uno de ellos se apoderó de mi fusil y me apuntó con él a la cabeza, mientras el otro me aplicaba un enorme cuchillo a la garganta y juraba entre dientes que me lo clavaría si me movía un paso.
»Lo primero que pensé fue que aquellos hombres estaban confabulados con los rebeldes y que aquello era el comienzo de un asalto. Si nuestra puerta caía en manos de los cipayos, todo el fuerte caería, y las mujeres y niños recibirían el mismo tratamiento que en Kanpur. Es posible que ustedes, caballeros, crean que pretendo darme importancia, pero les doy mi palabra de que cuando pensé aquello, a pesar de sentir en mi garganta la punta del cuchillo, abrí la boca con la intención de dar un grito, aunque fuera el último de mi vida, para alertar a la guardia principal. El hombre que me sujetaba pareció leer mis pensamientos, porque cuando yo tomaba aliento susurró: “No hagas ningún ruido. El fuerte está seguro. No hay perros rebeldes a este lado del río”. Se notaba en su voz que decía la verdad, y supe que si levantaba la voz era hombre muerto. Podía leerlo en los ojos castaños de aquel hombre. Así que aguardé en silencio, hasta enterarme de lo que querían de mí.
»—Escúchame, sahib —dijo el más alto y feroz de los dos, al que llamaban Abdullah Khan—. O te pones de nuestra parte ahora mismo o tendremos que hacerte callar para siempre. El riesgo que corremos es demasiado grande para que vacilemos. O te unes a nosotros en cuerpo y alma, jurando sobre la cruz de los cristianos, o esta noche tu cuerpo irá a parar al foso y nosotros nos pasaremos a nuestros hermanos del ejército rebelde. No hay término medio. ¿Qué eliges, la vida o la muerte? Solo podemos darte tres minutos para decidir, porque el tiempo corre y todo tiene que hacerse antes de que vuelva a pasar la ronda.
»—¿Cómo puedo decidir? —dije—. No me habéis explicado lo que queréis de mí. Pero os aseguro desde ahora que si es algo contra la seguridad del fuerte, no quiero saber nada del asunto y podéis clavarme el cuchillo en cuanto queráis.
»—No se trata de nada contra el fuerte —dijo él—. Solo te pedimos que hagas lo que todos tus compatriotas vienen a hacer a esta tierra. Te proponemos que te hagas rico. Si te unes a nosotros esta noche, te juramos sobre este cuchillo desenvainado, y con el triple juramento que ningún sikh ha roto jamás, que tendrás tu parte equitativa del botín. Una cuarta parte del tesoro será tuya. No podemos hacer una oferta más justa.
»—Pero ¿de qué tesoro me hablas? —pregunté—. Estoy tan dispuesto a hacerme rico como podáis estarlo vosotros, pero tenéis que decirme cómo vamos a lograrlo.
»—Entonces, ¿estás dispuesto a jurar por los huesos de tu padre, por el honor de tu madre, por la cruz de tu religión, que no levantarás la mano ni dirás una palabra contra nosotros, ni ahora ni después?
»—Lo juraré —dije—, siempre que el fuerte no corra peligro.
»—En tal caso, mi compañero y yo juraremos que tendrás una cuarta parte del tesoro, que dividiremos a partes iguales entre nosotros cuatro.
»—No somos más que tres —dije yo.
»—No. Dost Akbar debe recibir su parte. Te contaremos la historia mientras lo esperamos. Quédate en la puerta, Mahomet Singh, y avisa cuando lleguen. El asunto es el siguiente, sahib, y te lo cuento porque sé que los feringhees se sienten obligados por sus juramentos y que podemos confiar en ti. Si fueras un embustero hindú, aunque hubieras jurado por todos los dioses de sus falsos templos, tu sangre habría corrido por mi cuchillo y tu cuerpo estaría ya en el agua. Pero los sikhs conocemos a los ingleses y los ingleses conocen a los sikhs. Escucha, pues, lo que voy a decirte.
»“En las provincias del Norte hay un rajá que posee muchas riquezas, aunque sus tierras son pequeñas. Gran parte la heredó de su padre, y mucho más lo reunió él mismo, porque es un hombre de carácter ruin, más propenso a acaparar oro que a gastarlo. Cuando estalló la revuelta, quiso estar a bien con el león y con el tigre, con los cipayos y con el gobierno de la Compañía. Sin embargo, poco después empezó a creer que se acercaba el fin de los hombres blancos, porque las noticias que le llegaban de todas partes no hablaban más que de su muerte y su derrota. Aun así, como era hombre precavido, trazó sus planes de manera que, pasara lo que pasara, le quedara al menos la mitad de su tesoro. Todo el oro y la plata los guardó consigo en las bóvedas de su palacio; pero las piedras más preciosas y las perlas más perfectas que poseía las metió en un cofre de hierro y se las confió a un sirviente de confianza, para que este, disfrazado de mercader, las trajera a la fortaleza de Agra, donde estarían a salvo hasta que vuelva a haber paz. Así, si triunfan los rebeldes, él conservará su dinero; pero si vence la Compañía, salvará sus joyas. Después de dividir así su tesoro, se sumó a la causa de los cipayos, porque estos eran los más fuertes en torno a sus fronteras. Fíjate, sahib, en que al hacer esto, su propiedad se convierte en botín legítimo de los que se han mantenido leales.
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