Arthur Doyle - Obras completas de Sherlock Holmes

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Obras completas de Sherlock Holmes: краткое содержание, описание и аннотация

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El dúo detectivesco de Sherlock Holmes y el doctor John Watson, es quizás el más famoso de todos los tiempos y el producto de la imaginación del autor británico Arthur Conan Doyle (1859-1930). Sherlock Holmes, con su avasallante intelecto, se enfrenta a toda clase de misterios y crímenes, contando siempre con el apoyo del doctor Watson, y sus oportunas dudas. Holmes ha sido el modelo a seguir de innumerables personajes literarios y llevado a todos los medios posibles, convirtiéndose en un inmortal referente de inteligencia, del razonamiento abstracto y del arte de la deducción.El presente volumen reúne todas las aventuras del detective de la pluma de Arthur Conan Doyle: «Estudio en escarlata» (1887), «El signo de los cuatro» (1890), «Las aventuras de Sherlock Holmes» (1891-92), «Las memorias de Sherlock Holmes» (1892-93), «El sabueso de los Baskerville» (1901-02), «El regreso de Sherlock Holmes» (1903-04), «Su última reverencia» (1908-17), «El valle del terror» (1914-15) y «El archivo de Sherlock Holmes» (1924-26).

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—Por favor, siéntese y cuéntemelo todo, doctor Watson —dijo ella.

Le relaté en pocas palabras lo ocurrido desde la última vez que la vi: el nuevo método de búsqueda empleado por Holmes, la localización del Aurora, la aparición de Athelney Jones, nuestra expedición nocturna y la frenética persecución Támesis abajo. Ella escuchaba la narración de nuestras aventuras con los labios entreabiertos y los ojos brillantes. Cuando mencioné el dardo que nos había fallado por tan poco, se puso tan pálida que temí que estuviera a punto de desmayarse.

—No es nada —dijo, mientras yo me apresuraba a servirle un poco de agua—. Ya estoy bien. Es que me horroriza saber que he puesto a mis amigos en un peligro tan horrible.

—Eso ya terminó —respondí—. No tuvo importancia. Ya no le contaré más detalles oscuros. Pensemos en algo más alegre. Aquí está el tesoro. ¿Puede existir algo más alegre? Conseguí que me autorizaran a traerlo aquí, porque pensé que le interesaría ser la primera en verlo.

—Me interesa muchísimo —dijo.

Pero no había ningún entusiasmo en su voz. Estaba claro que consideraba que habría sido una descortesía por su parte mostrarse indiferente ante un premio que tanto había costado ganar.

—¡Qué caja tan bonita! —dijo, inclinándose sobre ella—. Hecha en la India, supongo.

—Sí, herrería de Benarés.

—¡Y cuánto pesa! —exclamó, intentando levantarla—. La caja sola ya debe valer algo. ¿Y la llave?

—Small la tiró al Támesis —respondí—. Tendré que usar este atizador de la señora Forrester.

En la parte delantera de la caja había un pasador ancho y grueso con la forma de un Buda sentado. Metí el extremo del atizador por debajo e hice palanca hacia fuera. El pasador saltó con un fuerte chasquido. Levanté la tapa con dedos temblorosos y los dos nos quedamos mirando atónitos. ¡La caja estaba vacía!

No era de extrañar que pesara tanto. Las planchas de hierro medían más de centímetro y medio de espesor. Era un cofre sólido, bien construido y resistente, como si lo hubieran fabricado expresamente para transportar objetos de gran valor, pero en su interior no había ni rastro de joyas o metales preciosos. Estaba completa y absolutamente vacío.

—El tesoro ha desaparecido —dijo la señorita Morstan tranquilamente.

Al oír aquellas palabras y darme cuenta de lo que significaban, me pareció que en mi alma se disipaba una enorme sombra. Hasta aquel momento, cuando por fin se hubo esfumado, no me había dado cuenta de hasta qué punto me había tenido abrumado aquel tesoro de Agra. Sin duda aquello era egoísta, desleal, injusto, pero lo único que yo veía era que había desaparecido la barrera de oro que nos separaba el uno del otro.

—¡Gracias a Dios! —exclamé.

Ella me miró con una rápida e inquisitiva sonrisa.

—¿Por qué dice eso? —preguntó.

—Porque ahora está usted otra vez a mi alcance —dije, tomándola de la mano. Ella no la retiró—. Porque la amo, Mary, con toda la fuerza con que un hombre puede amar a una mujer. Porque este tesoro, estas riquezas, tenían sellados mis labios. Ahora que han desaparecido puedo decirle cuánto la amo. Por eso exclamé “Gracias a Dios”.

—Entonces, yo también digo “Gracias a Dios” —susurró, mientras yo la atraía hacia mí.

Y supe que, aunque alguien hubiera perdido un tesoro aquella noche, yo había ganado uno.

Capítulo XII:

La extraña historia de Jonathan Small

Aquel inspector que se había quedado en el coche era un hombre muy paciente, porque transcurrió bastante rato antes de que me reuniera con él. Su rostro se ensombreció cuando le mostré la caja vacía.

—Adiós a la recompensa —dijo en tono abatido—. Si no hay dinero, no hay paga. Si el tesoro hubiera estado ahí, el trabajo de esta noche nos habría valido a Sam Brown y a mí diez libras por cabeza.

—El señor Thaddeus Sholto es rico —dije—. Él se ocupará de que sean recompensados, con tesoro o sin él.

Pero el inspector negó con la cabeza en un gesto de desaliento.

—Es un mal trabajo —repitió—. Y lo mismo pensará Athelney Jones.

Su predicción resultó acertada, porque el policía se quedó completamente pálido cuando llegué a Baker Street y le mostré la caja vacía. Holmes, el detenido y él acababan de llegar, porque habían cambiado de plan por el camino y habían ido a informar a una comisaría. Mi compañero estaba arrellanado en su butaca con su habitual expresión de indiferencia, y Small se sentaba impasible frente a él, con la pata de palo cruzada sobre la pierna buena. Cuando presenté la caja vacía, se echó hacia atrás en su asiento y soltó una carcajada.

—Esto es obra suya, Small —dijo Athelney Jones, furioso.

—Sí, yo lo tiré donde ustedes jamás podrán echarle mano —exclamó exultante—. El tesoro era mío, y si no puedo quedarme con él, ya pondré buen cuidado de que no se lo quede ningún otro. Les aseguro que ningún ser viviente tiene derecho a él, con excepción de tres hombres que cumplen condena en el presidio de Andaman y de mí mismo. Me consta que yo ya no podré aprovecharlo, y sé que ellos tampoco. En todo momento he actuado en su nombre, tanto como en el mío propio. Siempre hemos sido fieles al signo de los cuatro. Pues bien, sé que ellos habrían querido que hiciera lo que he hecho: arrojar el tesoro al Támesis antes que permitir que se lo quedasen los amigos y familiares de Sholto o de Morstan. No le hicimos a Achmet lo que le hicimos para enriquecerlos a ellos. Encontrarán ustedes el tesoro en el mismo sitio que la llave y que al pobre Tonga. Cuando vi que su lancha nos iba a alcanzar, escondí el botín en lugar seguro. No hay rupias para ustedes en este viaje.

—Usted nos quiere engañar, Small —dijo Athelney Jones en tono firme—. Si hubiera querido tirar el tesoro al Támesis, le habría resultado más fácil tirarlo con caja y todo.

—Más fácil para mí tirarlo, y más fácil para ustedes recuperarlo —respondió Small, con una astuta mirada de soslayo—. Un hombre lo bastante listo como para seguirme la pista tiene que ser también lo bastante listo como para sacar una caja de hierro del fondo de un río. Pero ahora que las joyas están esparcidas a lo largo de unas cinco millas, puede que le resulte más difícil. La verdad es que me rompió el corazón tirarlas. Estaba medio loco cuando ustedes nos alcanzaron. Pero de nada sirve lamentarse. He pasado buenos momentos en mi vida, he tenido malos, pero he aprendido a no llorar por leche derramada.

—Este es un asunto muy serio, Small —dijo el inspector—. Si hubiera usted ayudado a la justicia, en lugar de burlarla de este modo, habría tenido más posibilidades a favor en su juicio.

—¡La justicia! —se burló el ex presidiario—. ¡Bonita justicia! ¿A quién pertenecía ese botín sino a nosotros? ¿Dónde está la justicia en que se lo regale a quien no ha hecho nada por ganárselo? ¡Miren cómo me lo gané yo! Veinte largos años en aquel pantano plagado de fiebres, trabajando todo el día en los manglares y encadenado toda la noche en las mugrientas barracas de los presos, comido por los mosquitos, atormentado por la fiebre intermitente, sufriendo los abusos de todos aquellos malditos policías negros, encantados de poder ajustarle las cuentas a un blanco. Así me gané el tesoro de Agra, ¡y ustedes me hablan de justicia porque no puedo soportar la idea de haber pagado este precio solo para que otro lo disfrute! Antes me dejaría colgar una docena de veces, o que me clavaran en la piel uno de los dardos de Tonga, que vivir en una celda de la cárcel sabiendo que otro vive cómodamente en un palacio con el dinero que debería haber sido mío.

Small había dejado caer su máscara de estoicismo, y todo este discurso lo soltó en un furioso torbellino de palabras, con los ojos echando llamas y haciendo chocar las esposas con los apasionados movimientos de sus manos. Podía comprender, al contemplar la furia y el ardor de aquel hombre, que no era nada infundado ni ridículo el terror que se había apoderado del mayor Sholto al enterarse de que el agraviado presidiario le seguía la pista.

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