Diana Peterfreund - A través de un mar de estrellas

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Han pasado siglos desde que las guerras que casi destruyen la civilización tuvieron lugar y ahora sólo existen las dos islas de Nueva Pacífica: Galatea y Albión, donde incluso la Reducción, la devastadora enfermedad cerebral que provocó las guerras, es un recuerdo lejano. Sin embargo, en la isla de Galatea, un levantamiento contra los aristócratas gobernantes se ha vuelto mortal. Los revolucionarios usan como arma una droga que daña el cerebro, y la única esperanza que tienen es ser rescatados por un misterioso espía conocido como la Amapola Silvestre. En la vecina Albión, nadie sospecha que la amapola silvestre es realmente la famosa y frívola aristócrata Persis Blake. La adolescente utiliza su imagen de niña rica y tonta para ocultar a los demás aristócratas su verdadero propósito. Mientras cifra sus planes en aletenotas que parecen simples cotilleos y utiliza la manipulación genética para mejorar el espionaje, su nuevo romance con el guapo médico galatiense Justen Helo está en boca de todos Y será su misión más peligrosa. Aunque Persis está enamorada de Justen, no puede arriesgarse a confesarle quién es realmente, sobre todo cuando se entera de que él oculta algo más que su desencanto con la revolución de su país. Su secreto más oscuro podría sumir ambas islas en una nueva era de tinieblas, y Persis comprende que cuando se trata de Justen Helo, ella no sólo está arriesgando su corazón, sino que está arriesgando el mundo que ha jurado proteger. En esta emocionante aventura inspirada en
La Pimpinela Escarlata, Diana Peterfreund crea un mundo exquisito en el que nada es lo que parece y dos adolescentes muy diferentes luchan por un futuro que sólo se atreven a imaginar.

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—Y también ser atrapada por los galatienses.

La princesa sacudió la cabeza.

—No me da buena espina, Persis.

—Ni falta que hace. Los tempogenes se pueden encontrar con facilidad en las calles de Galatea hoy en día.

—Tal y como demuestran día a día las historias de terror que llegan al estrecho —replicó Isla—. ¿Cuántas muertes ha provocado la gengeniería clandestina desde que los revolucionarios dejaron de controlarla?

—No tantas como los fármacos de los propios revolucionarios. —Persis se volvió a colocar el cubremuñecas sobre la mano. Los riegos que entrañaban los tempogenes era menores que los de tener que arrebatarle el arma a una soldado galatiense, tal y como se había visto obligada a hacer ese mismo día. Y, si Tero disponía del tiempo suficiente para crear aplicaciones de palmport con el objeto de entretener a Isla y a Albie, podía improvisar unos cuantos tempogenes para ella.

—¿Y si acabas intoxicada? —interrogó Isla—. ¿Cómo podría explicárselo a tus padres?

Persis se mordió el labio. ¿Cómo reaccionaría Isla si le revelara que un accidente con los tempogenes probablemente sería el último de los problemas de la familia Blake?

—Les dirías que ha sido en cumplimiento del deber. Eso debería bastar para Torin Blake. —Y para su madre, si ese día en particular recordaba que tenía una hija.

—¿Y a la corte? ¿Y al Consejo?

—Fácil. —Se encogió de hombros, alejando de su mente los pensamientos de su madre—. Todos saben que Persis Blake es lo bastante tonta como para experimentar con cualquier cosa.

Capítulo 3

Mientras el sol asomaba por encima del mar, iluminando la costa con un rosáceo resplandor dorado, los niños Ford dejaron de retorcerse y sucumbieron a un extraño e intranquilo sueño. Sharie confiaba en que aquello fuese normal. Su contacto no le había revelado qué esperar exactamente de las rosadas, solo que los niños serían más fáciles de trasladar hasta los oficiales revolucionarios si ya estaban reducidos.

No le gustaba el aspecto que mostraban, tumbados en los palés con restos de espuma rosa secándose alrededor de sus bocas. No le gustaba que su contacto estuviese ausente, pues, según lo planeado, tendría que haberse presentado allí mucho antes del amanecer. Si los Ford se percataban de la desaparición de los niños, si la sorprendían con ellos de esa guisa…

Al final, no pudo seguir soportando la imagen de sus patéticos cuerpecitos, así que se escapó a la playa. Poco después, la sombra de un deslizador surgió en la arena a lo lejos, delante de ella. No había anticipado que apareciese en la dirección de la playa, sino en la de la carretera. Daba igual. El transporte había llegado por fin. El conductor no… no era precisamente la escolta policial que se había esperado. Aunque, bien mirado, era probable que la revolución llevara a cabo el trabajo sucio usando vías extraoficiales. Se trataba de una anciana, encorvada y arrugada, con mechones de cabello gris y ojos hundidos rodeados de masas de piel avejentada y descamada. Estaba envuelta en una gruesa túnica con capucha y, mientras se movía para bajar los frenos del deslizador hasta la arena, Sharie pudo apreciar que sus manos estaban cubiertas con largos guantes de lino.

—Llega tarde —soltó Sharie, preguntándose si la anciana podría siquiera ayudarla a trasladar los cuerpos.

La mujer elevó sus antiquísimos hombros.

—El dinero no tiene fecha de caducidad. Pero una oferta del ejército revolucionario, sí.

Sharie se apresuró a acompañar a la mujer al interior de la casa, antes de que pudiese cambiar de opinión. Allí, sobre un palé, yacían tres niños, aún inconscientes y con un sueño espasmódico. Manchas rosadas relucían en sus mejillas y gargantas, y también en esponjosos montoncitos en su cabello.

—Les ha dado rosadas —declaró la mujer inexpresivamente.

—Sí —replicó Sharie—. Como me ordenaron.

Pero la única respuesta de la mujer fue:

—¿Dónde está la cuarta?

—No pude llegar hasta ella. Es la heredera, así que tiene su propia ala. —Sharie puso los ojos en blanco—. Ya sabe cómo son los aristos. Hasta en medio de un asedio, deben mantener las apariencias.

La anciana bufó con un asqueroso sonido flemoso y alargó la mano para tomar el bolso de piel que le colgaba en el costado.

—Bueno, habíamos acordado cien por cabeza, ¿no?

—Trescientos —corrigió Sharie. ¡No se había arriesgado a sacar a los niños del asedio en la hacienda Ford por cuatro duros!—. Trescientos por cabeza.

La anciana hizo una pausa para pensar.

—Pues, sin la heredera, no me van a pagar el precio total. El plan es intercambiar a estos niños por lady Ford y su marido. A ellos son a quienes quiere el ciudadano Aldred, pues están liderando la resistencia monárquica. Pero, con la heredera, lady Ford podría decidir que los demás niños son prescindibles, sacrificios necesarios, igual que todos esos guardas que han ido muriendo para mantener fortificado el asedio contra las fuerzas revolucionarias.

—No lo harán —aseveró Sharie. Podía ver el acuerdo desmoronarse ante sus ojos—. Es verdad que son aristos, pero los Ford quieren a sus hijos. Créame, fui su canguro durante cinco años.

—Cinco años —repitió la anciana—. ¿Usted ha cuidado de estos mocosos y ahora los reduce? —Silbó entre dientes—. ¿Qué va a hacer con el dinero? ¿Comprar una nueva vida en Halahou, donde jamás tenga que volver a cuidar de la prole mimada de un aristo?

Evidentemente. Sharie no tenía más experiencia que la de cuidar niños y, con los aristos cayendo como moscas, ya nadie quedaba que la pudiese contratar. Más le valía conseguir todo lo que pudiese mientras aún quedasen cosas que merecieran la pena obtener. De todos modos, los niños Ford ya estaban condenados. El asedio iba a acabar desmoronándose y, cuando lo hiciese, la familia al completo sería reducida; ellos y cualquiera que fuese sorprendido ayudándolos. Sharie veía las señales de peligro y no tenía la intención de permanecer allí cuando aquello se viniese abajo.

La anciana realizó un cálculo mental mientras observaba dormir a los niños.

—Ciento cincuenta por cabeza. Es mi oferta final, y más vale que la acepte. El tiempo se agota.

—De acuerdo.

La mujer le entregó el dinero en el bolso de piel. Las monedas tintinearon una contra la otra, sorprendentemente pesadas. Jamás en toda su vida había sostenido tanto dinero; o, más bien, dinero en metálico. Los Ford le habían pagado en créditos reales, todo bonito y legal. Pero con lo inestable que estaba el gobierno, lo mejor era llevar dinero en efectivo. Especialmente, si una trabajaba en algo que no era precisamente legal.

Se colgó el bolso del hombro y luego ayudó a la anciana a trasladar a los niños, uno por uno, a la parte trasera de la cabina del deslizador. Cuando colocaba a la más joven, Mardette, los ojos de la niña se abrieron con un pestañeo.

—Guuuuuh —balbució.

Sharie tragó saliva. Mardette poseía una voz preciosa para el canto. Se preguntó si los reducidos sabrían siquiera cómo entonar una melodía.

De un modo u otro, los habrían capturado. De un modo u otro, los habrían reducido. Nada había que Sharie hubiera podido hacer para impedirlo. Si intentaba ayudarlos, terminaría por ser castigada, junto con los demás nores de la hacienda Ford. Sharie apretujó el bolso con fuerza, reconfortada por el peso del dinero en su interior. Y, además de obtener su fortuna, había contribuido a la revolución. Ahora estaban en deuda con ella.

—A propósito —comentó la anciana mientras se subía de nuevo al asiento del conductor—, ¿qué ha pensado hacer si los hombres de los Ford salen en su busca?

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