Diana Peterfreund - A través de un mar de estrellas

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Han pasado siglos desde que las guerras que casi destruyen la civilización tuvieron lugar y ahora sólo existen las dos islas de Nueva Pacífica: Galatea y Albión, donde incluso la Reducción, la devastadora enfermedad cerebral que provocó las guerras, es un recuerdo lejano. Sin embargo, en la isla de Galatea, un levantamiento contra los aristócratas gobernantes se ha vuelto mortal. Los revolucionarios usan como arma una droga que daña el cerebro, y la única esperanza que tienen es ser rescatados por un misterioso espía conocido como la Amapola Silvestre. En la vecina Albión, nadie sospecha que la amapola silvestre es realmente la famosa y frívola aristócrata Persis Blake. La adolescente utiliza su imagen de niña rica y tonta para ocultar a los demás aristócratas su verdadero propósito. Mientras cifra sus planes en aletenotas que parecen simples cotilleos y utiliza la manipulación genética para mejorar el espionaje, su nuevo romance con el guapo médico galatiense Justen Helo está en boca de todos Y será su misión más peligrosa. Aunque Persis está enamorada de Justen, no puede arriesgarse a confesarle quién es realmente, sobre todo cuando se entera de que él oculta algo más que su desencanto con la revolución de su país. Su secreto más oscuro podría sumir ambas islas en una nueva era de tinieblas, y Persis comprende que cuando se trata de Justen Helo, ella no sólo está arriesgando su corazón, sino que está arriesgando el mundo que ha jurado proteger. En esta emocionante aventura inspirada en
La Pimpinela Escarlata, Diana Peterfreund crea un mundo exquisito en el que nada es lo que parece y dos adolescentes muy diferentes luchan por un futuro que sólo se atreven a imaginar.

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Mejor aún: casi nadie de la corte había asistido al colegio con Persis antes de que ella lo abandonara, nadie que pudiese describir de forma demasiado distinta a la chica que se estaba ganando la reputación de no ser otra cosa que elegante, dulce y, por encima de todo, tonta.

Junto con su vestido y sus joyas, ese día, Persis lucía una expresión de puro aburrimiento a medida que la charla se desviaba hacia la revolución. El observador ocasional pensaría que se debía a que tal criatura ornamental encontraría la política un tema tedioso.

Lo cierto era que nadie en aquel lugar tenía idea de cómo era Galatea realmente en aquellos días.

—La guerra civil de los sureños se acabará extendiendo a nuestras costas —afirmó un joven cortesano con evidentes aspiraciones al Consejo Real—. Y, cuando lo haga, tendremos que sofocar cualquier levantamiento nor antes de que nos encontremos en el mismo aprieto que los galatienses.

—Espero que no —intervino Persis—. Hoy en día, ya es lo bastante difícil encontrar en Galatea comerciantes de seda que sigan en el negocio. Sencillamente, me moriré si también cierran las tiendas albianas.

—Típico en una mujer. —El cortesano soltó una risita indulgente—. lady Blake, si se produce una revolución contra los aristos de Albión, la ropa que se ponga será la última de sus preocupaciones.

—¡Jamás! —replicó Persis—. Tengo una reputación que mantener. No debemos permitir que algo tan tonto como la guerra haga que nos olvidemos de nuestro deber.

Hubo otra ola de risas entre los jóvenes sentados junto a ella.

—¡Hablo en serio! —añadió, haciendo un mohín con su rosada boca—. A pesar de mi responsabilidad para con la princesa Isla y su guardarropas real, mi querido padre ya casi nunca me permite navegar hasta las tiendas de Halahou. Dice que teme por mi seguridad, pero una pensaría que reservaría un poco de preocupación para mi vestimenta. Si alguno de ustedes, distinguidos caballeros, conoce la identidad de la Amapola Silvestre, ¿no podrían pedirle que rescate para nosotros algunos modistas en su próximo viaje a Galatea? Ya cansa que lo único que haya rescatado últimamente sean aristos. En serio, no sirven para nada, excepto para convertirse en mi competencia.

—Si supiese la identidad de la Amapola —empezó uno de los cortesanos—, sería el hombre más popular de ambas islas. Todas las damas de Albión me adorarían. —Varias soltaron risitas tontas, como dándole la razón—Y, en Galatea, me convertiría en el mejor amigo del mismísimo Ciudadano Aldred. La Amapola es el hombre más buscado de allí.

—Entonces mi propuesta resolvería los problemas de todos —insistió Persis—. Al ciudadano Aldred probablemente no le importaría demasiado perder un costurero o dos, y yo lograría esa meticulosa atención galatiense con el detalle sartorial que tanto he echado en falta. ¡Todo el mundo gana!

—Excepto los aristos —murmuró otro cortesano, pero nadie le prestó atención. Al fin y al cabo, los cortesanos albianos consideraban que hablar de los prisioneros mostraba falta de tacto; además, pensar en los aristos galatienses que todos ellos conocían y que podían estar entre rejas en aquel mismo momento ponía a cualquiera de un humor terrible.

Por una vez, Persis habría deseado seguir el curso de la conversación, en lugar de desviarlo. ¿Cambiarían las cosas si más aristos empezaran a cuestionarse la actitud pasiva del Consejo en relación a la guerra? ¿Valdría la pena ponerlo a prueba, aunque pusiese en peligro el disfraz que había forjado cuidadosamente?

Alzó la mirada y vio a Tero Finch haciéndole gestos desde el borde del círculo. Como miembro reciente del Colegio Real de Gengenieros, las ropas de Tero no eran tan finas como las de los aristos en torno a él, pero su altura, hombros anchos y cabello bronce metálico perfectamente teñido provocaban que varias jóvenes lo miraran a su paso.

—Persis —llamó—, la princesa nos puede recibir ahora.

Con una risa vibrante que chirrió en sus propios oídos, Persis se puso en pie de un salto.

—Debo dejarles, corazones. Por favor, asegúrense de tener cotilleos jugosos para cuando regrese.

Llegó junto a Tero y ambos ascendieron los amplios escalones de mármol hasta la terraza.

—¿Dónde está mi hermana? —preguntó entre susurros—. No habrán arrestado a Andrine por tu culpa, ¿verdad?

—Probablemente ya estará en la aldea de Centelleos, sana y salva, haciendo sus deberes —lo tranquilizó, mientras se adentraban en el salón del trono de la princesa regente de Albión. Tero estaba convencido de que Persis y Andrine arriesgaban su vida en cada excursión a Galatea. El hecho de que tuviera razón aún no había conseguido disuadirlas.

El atardecer se filtraba a través de las cortinas de bambú que tapaban la columnata que constituía la pared externa de la habitación. Jarras de tres metros de altura estaban repletas de hojas de palma que colgaban atadas a guirnaldas de orquídeas, y el intenso aroma de la flor real flotaba en el salón. La princesa Isla estaba sentada en el suelo, ignorando los enormes cojines blancos desparramados cerca de ella. Sus holgados pantalones blancos estaban arrugados en montoncitos sobre su regazo y su capa blanca yacía olvidada en uno de los divanes detrás de ella. Por un instante, Persis se imaginó que eran niñas otra vez, jugando con puzles o construyendo volcanes en el suelo con los cojines.

Isla extendió la mano derecha hacia el infante que se sentaba delante de ella, un niño pequeño de ojos destellantes que chillaba extasiado con los diminutos hilos dorados que saltaban entre las yemas de los dedos de Isla.

—¡Funciona! —exclamó Tero, poniéndose de rodillas al lado de la princesa.

—¿Otra aplicación? —preguntó Persis, al tiempo que se recogía los bordes de su sarong amarillo y se sentaba. Daba la impresión de que Tero se pasaba la mitad del tiempo de su nuevo trabajo en el Colegio Real de Gengenieros desarrollando nuevas aplicaciones de palmport para Isla.

Y, la otra mitad, trabajando clandestinamente para la Liga de la Amapola Silvestre.

Así que hilos saltadores. La semana anterior había sido una aplicación que permitía a Isla controlar la lista de reproducción del órgano hidráulico ubicado en el jardín. Y, antes de eso, Tero había inventado un código que combinaba la identificación óptica con la piel visible y, al hacer funcionar la aplicación, se podía lograr que el consejero Shift pareciera un armadingo. Lo que hiciera falta para arrancar las risas de Isla, o, más bien, para ayudarla a olvidar que ya no era solo la compañera de clase de ambos. No era únicamente la mejor amiga de Persis. Un pequeño accidente y se había visto huérfana, madre y gobernante de un país al borde de la guerra.

—¿Qué tipo de suplementos necesita para funcionar? —preguntó Persis, como si nada importara y pudiesen hablar igual que antaño.

—Potentes —respondió Isla con un suspiro—, pero es una auténtica maravilla para el rey. —Ella se encogió de hombros y las figuras se derrumbaron hasta convertirse en polvo brillante en torno al disco dorado incrustado en el centro de su palma. El bebé graznó en protesta, pero Isla lo agarró y lo volteó hasta acabar con la cabeza hacia abajo; empezó a reírse de nuevo.

—El rey de Albión, indiscutiblemente —añadió Tero con soberbia fingida—, tiene un gusto exquisito para tratarse de un niño que apenas acaba de empezar a caminar—. Sonrió hacia Isla e inclinó la cabeza—. Me alegra que os haya gustado, Alteza.

Alteza. ¿En qué momento se había vuelto Tero tan formal? Diez años atrás no había reverencias, no cuando se había dedicado a colarse en sus fiestas de pijamas para arrojarles medusepias a la cabeza.

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