—Excelente. —Su padre sonrió. A su derecha, el general Gawnt puso sus protuberantes ojos en blanco, pero Vania hizo lo que pudo por ignorarlo, tal y como hacía con todos sus comentarios insidiosos y susurros de «nepotismo» y «niña mimada» precariamente disimulados. Vania era joven para ser capitana y algunos no estaban conformes con ello; aunque no sabía por qué se sorprendían. Ella tenía aptitudes de liderazgo y políticas, como su padre. Solo porque compartían las mismas habilidades y seguían la misma línea de trabajo no los convertía en aristos, cuyas posiciones y privilegios hereditarios habían constituido la ruina de Galatea. Habría sido un desperdicio que su padre no se hubiese aprovechado de su talento natural por culpa de las tenues protestas de favoritismo, igual que habría sido un desperdicio no utilizar el genio científico de Justen solo porque su apellido era Helo. La revolución no habría conseguido tener tanto éxito sin la contribución de Justen.
Ojalá hubiese estado allí. Dudaba que Gawnt hiciera esos comentarios si Justen Helo lo estuviera mirando directamente a los ojos.
—He oído que han usado métodos poco convencionales para persuadir a los Ford de que se rindan —intervino otro de los tenientes—. ¿Cuál ha sido el resultado?
Vania hizo una mueca.
—Desgraciadamente, no ha sido bueno. Sobornamos a la canguro para que sacara a los niños de la barricada, pensando que sus padres se rendirían preocupados por el bienestar de sus hijos.
—Buena idea, Vania —comentó su padre y ella sonrió ampliamente.
El general Gawnt se aclaró la garganta y la sonrisa de Vania se marchitó.
—Desgraciadamente, la canguro era una imbécil y le entregó los niños a la Amapola Silvestre.
—¡La Amapola! —resopló el general Gawnt—. ¿Otra vez?
Vania respiró hondo.
—No obstante, hay buenas noticias. La canguro no consiguió sacar a la heredera, así que no ha hecho daño de verdad. Lord y lady Ford se acabarán rindiendo y, cuando lo hagan, los tendremos a ellos, a la heredera de la hacienda Ford y a todo su círculo interno.
—¿Por qué no me has contado esto antes, Vania? —preguntó su padre.
—Me he encargado de todo. —Vania apretó los puños bajo la mesa cuando todos los ojos se giraron en su dirección—. La sirvienta ha sido castigada debidamente, solo los niños más pequeños escaparon, y el asedio sigue en curso.
— ¿Castigada debidamente? —repitió Gawnt—. ¿Cómo?
—Reducción, por supuesto.
—¿La interrogó usted primero? —inquirió. Vania se preguntó si el hombre era capaz de hablar sin arrojar saliva desde su boca—. ¿Dio alguna información que nos pueda ayudar a localizar a la Amapola?
—¡Era una idiota! —insistió Vania—. Ni siquiera necesitaba la píldora de la Reducción de lo estúpida que era. Le entregó los niños a una vieja cualquiera que le dio dinero falso. No sabía nada trascendente.
—Bueno, ahora ya nunca lo sabremos, ¿verdad, capitana Aldred? —Babas, babas.
Vania enfureció, y enfureció todavía más cuando su padre, de entre toda la gente, intervino en su rescate.
—Lo importante aquí es que ese espía albiano está llevando a cabo sus actividades en nuestro territorio —apuntó su padre, y toda conversación cesó—. Ya es hora de que respondamos con fuerza y le paremos los pies de una vez por todas. Necesitamos averiguar su identidad para neutralizarlo.
—Motivo por el que un interrogatorio a una testigo habría sido prudente —musitó Gawnt. En voz más alta, dijo—: ¿Hay alguna duda del tipo de persona que buscamos? Sin duda, este es el caso de un aristo albiano frustrado por la absoluta inutilidad de la pequeña princesita que en estos momentos reina en su país. —Miró a Vania con desagrado.
Ella pensó en todos los instrumentos de la mesa que podrían ser aptos como armas. ¿Cómo se atrevía a compararla con la princesa Isla de Albión? ¿Una mocosa arista mimada y cabeza hueca, engendrada por endogamia, a la que ni siquiera le permitirían simular que reinaba si ese rey infante fuera lo bastante mayor como para tomar el trono? No se asemejaban en nada.
—¿Llevamos algún registro de los aristos que han visitado la isla? —preguntó el ciudadano Aldred.
—Si pasan por el puerto de Halahou —señaló el general—. Pero hay un montón de amarraderos no oficiales por toda la isla. No es probable que el espía vaya por la ciudad, a no ser que no le quede más remedio.
—Creo que es hora de ir a la fuente —opinó Vania—. Los albianos nos están enviando espías. Tal vez es hora de que enviemos nuestros propios espías a sus costas y averigüemos quién es el responsable de los asaltos. Debe de haber rumores en la corte albiana…
—Ya basta, Vania —la interrumpió su padre—. Solo por estar sentada en esta mesa no significa que puedas olvidarte de tu rango. El general Gawnt sabe lo que hace.
—Pero, papá…
—¡He dicho basta! —El ciudadano Aldred golpeó la mesa con la mano.
Vania se quedó mirando a su padre con ojos muy abiertos y sin pestañear. No iba a llorar delante de aquellas personas. Bajo la mesa, retorció su servilleta hasta hacerla pedazos.
Gawnt procedió a hablar con voz monótona, trazando un plan para apresar al espía albiano, al tiempo que soltaba unas cuantas pullas a expensas de Vania. Después de un rato, dejó de escucharlo. Dejó de escucharlos a todos. En su lugar, pensó en su remoto antepasado, el líder militar que había resquebrajado la Tierra y había matado a todas las personas que odiaba de un plumazo.
El galatiense que Persis había llevado a la casa de sus padres se acercó a los Blake a zancadas e hizo una reverencia. Ella lo siguió, preocupada por el modo en que iba a comportarse el revolucionario y por lo que sus padres podían estar pensando.
—Lord y lady Blake, les agradezco mucho su hospitalidad…
—En absoluto —replicó su padre—. Si mi hija hubiese sido hospitalaria de verdad, no habría pasado usted la noche en un cuarto trasero. No sé en qué estaría pensando Persis.
Ah, eso era fácil. No había estado pensando, había estado inconsciente. Persis se quedó sorprendida (y muy aliviada) cuando Justen no contestó. Ya estaba metida en un buen lío solo por llevar a un chico a casa, se apellidase Helo o no.
—Papá —exclamó—. A Justen no le importa…
—Por favor —continuó su padre—, tenemos una suite reservada para nuestros invitados más ilustres. Debe usted aceptarla. El rey llegó a quedarse ahí.
Y la princesa había acampado con Persis en la terraza cuando tenían seis años y no es que fuera suelo sagrado.
—Gracias, pero su «cuarto trasero», como usted lo llama, me resulta muy cómodo. Es el lugar más elegante en el que he dormido nunca.
Persis comprendió que aquello era mentira. Los Aldred se habían mudado al palacio real cuando la reina había sido derrocada, lo que significaba que seguramente él vivía allí con ellos.
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