Diana Peterfreund - A través de un mar de estrellas

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Han pasado siglos desde que las guerras que casi destruyen la civilización tuvieron lugar y ahora sólo existen las dos islas de Nueva Pacífica: Galatea y Albión, donde incluso la Reducción, la devastadora enfermedad cerebral que provocó las guerras, es un recuerdo lejano. Sin embargo, en la isla de Galatea, un levantamiento contra los aristócratas gobernantes se ha vuelto mortal. Los revolucionarios usan como arma una droga que daña el cerebro, y la única esperanza que tienen es ser rescatados por un misterioso espía conocido como la Amapola Silvestre. En la vecina Albión, nadie sospecha que la amapola silvestre es realmente la famosa y frívola aristócrata Persis Blake. La adolescente utiliza su imagen de niña rica y tonta para ocultar a los demás aristócratas su verdadero propósito. Mientras cifra sus planes en aletenotas que parecen simples cotilleos y utiliza la manipulación genética para mejorar el espionaje, su nuevo romance con el guapo médico galatiense Justen Helo está en boca de todos Y será su misión más peligrosa. Aunque Persis está enamorada de Justen, no puede arriesgarse a confesarle quién es realmente, sobre todo cuando se entera de que él oculta algo más que su desencanto con la revolución de su país. Su secreto más oscuro podría sumir ambas islas en una nueva era de tinieblas, y Persis comprende que cuando se trata de Justen Helo, ella no sólo está arriesgando su corazón, sino que está arriesgando el mundo que ha jurado proteger. En esta emocionante aventura inspirada en
La Pimpinela Escarlata, Diana Peterfreund crea un mundo exquisito en el que nada es lo que parece y dos adolescentes muy diferentes luchan por un futuro que sólo se atreven a imaginar.

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Persis levantó la mirada hacia la antigua carretera en zigzag del acantilado. Era el resquicio de otro tiempo muy lejano en que un propietario de Centelleos había abarrotado el camino, con pronunciados altibajos, de sirvientes reducidos y los había tratado como mulas de carga. Pero el ascensor había sido instalado mucho antes de la cura. Los Blake habían sido aristos progresistas durante generaciones.

—Supongo que, si vas a quedarte aquí, deberías tener tu propia clave de acceso.

—¿Sí? —profirió Justen cuando las puertas del ascensor se abrieron y se adentraron en él.

—Bueno —añadió Persis—, depende de cuánto impresiones a mi padre. —El sitio era lo bastante grande como para que cupiesen diez pasajeros a la vez, pero Justen presionó las manos contra las ventanas, como intentando escapar de allí a medida que el ascensor se elevaba en el aire. Ella se quedó donde estaba, en el centro del ascensor, observándolo. Las paredes, que daban al mar, estaban inclinadas hacia el exterior y largos paneles de vidrio revelaban el vasto y resplandeciente canal que había más allá. A veces, cuando el cielo estaba lo suficientemente despejado, se podía vislumbrar Galatea; pero, a pesar de que su acompañante examinaba el horizonte con diligencia, la niebla bloqueaba la vista hacia el sur.

—¿Nostálgico, ya?

Justen no contestó.

Con una sacudida, el ascensor se detuvo y las sólidas puertas traseras se abrieron en espiral, como pétalos, revelando el patio delantero de Centelleos y a todos sus habitantes, firmes y engalanados con la ropa de ocasiones especiales.

Sus progenitores estaban situados a la cabeza de aquel despliegue ostentoso. Persis ahogó un quejido. Sabía lo que vendría a continuación.

—Justen Helo —comenzó su padre, extendiendo los brazos y sonriendo abiertamente—, bienvenido a Centelleos. Es un honor y un privilegio recibirlo como invitado. —Su madre, que agarraba con firmeza el brazo de su marido, también sonrió. Todos los sirvientes de la propiedad daban la impresión de estar listos para dar un concierto y, si Persis conocía bien a su padre, probablemente llevaban ensayando toda la mañana.

Justen se giró hacia Persis y alzó las cejas. Ella se encogió de hombros.

—A mí no me mires. Si hay algo que le guste a papá de verdad, es hacer de todo una exageración.

—Ah —repuso Justen con una sonrisa irónica—. Entonces, es genético, ¿no?

Capítulo 7

Antes de la revolución, el palacio real de Halahou había sido un monumento a la egoísta extravagancia de sus habitantes. Mientras los campesinos luchaban por la igualdad de derechos contra sus crueles amos aristos, la reina Gala y sus compinches no sabían lo que significaba la escasez, no experimentaban la injusticia, ni sufrían los problemas que formaban parte de la estructura diaria en la vida de la mitad de los galatienses. ¿Había enfermedades? ¿Disputas legales? ¿El caso de un aristo maltratando a un nor con crueldad? A la reina le daba igual. Ni siquiera era consciente. Nada había hecho, nada en absoluto, por ayudar a la gente que gobernaba.

Vania Aldred se recordaba aquello cada vez que pasaba junto al retrato de la antigua reina. Sabía que su padre no había pintado sobre el mural, situado en el patio público, por esa misma razón. La única alteración que había hecho eran las palabras en nanopintura que ahora destellaban en la cara pintada al fresco de la monarca.

TIRANA

Vania escupió al suelo frente al retrato antes de adentrarse en las puertas. La reina Gala, la tirana. La reina Gala, quien había muerto antes de cumplir el castigo que su padre había concebido. Los demás aristos sufrirían por ella: ellos y cualquier otro enemigo de la revolución.

Incluyendo a aquel estúpido y floreado espía albiano. Solo a un aristócrata idiota habría podido ocurrírsele un nombre en clave tan deplorable y vergonzoso. Era increíble que se lo tomaran en serio.

Pero así era. Y su padre se lo tomaría especialmente en serio en cuanto Vania le informase de que había perdido a los niños Ford por culpa de la Amapola Silvestre.

El patio interior estaba ocupado por un pequeño grupo de aspirantes a policías enfrascado en la práctica del combate mano a mano. Al pasar a su lado, Vania se enderezó. La mayoría de sus compañeros de clase seguía en el programa, mientras que ella había terminado su formación a toda velocidad y ya escalaba los rangos del orden militar de su padre.

—¡Ciudadana Vania! —la llamó el instructor—. Llega usted a tiempo. Enseño unos movimientos que recordará de sus días de entrenamiento. ¿Le importaría obsequiarnos con una demostración?

Ella le sonrió. Ese instructor era un poco pelotillero, siempre buscando que su padre lo ascendiera pero, al mismo tiempo, el rango de Vania como combatiente era un hecho objetivo.

—Sin problemas. —Se quitó la chaqueta y se unió al grupo.

Los cadetes formaron una fila y Vania tomó posición en el patio. Su primer oponente era torpe y lento. Lo derrotó con facilidad. La segunda cadete era hábil en la defensa de los golpes, pero su ofensa no la igualaba. Después de treinta segundos, ella también terminó por los suelos.

La tercera, una mujer alta y delgada, se aproximó con una expresión de determinación en su rostro. Al menos le sacaba diez centímetros a Vania y probablemente también unos años. A sus dieciocho años, Vania era la oficial más joven de toda la República de Galatea, como Justen era el científico más joven en los laboratorios reales (o, más bien, republicanos). Vania se echó el cabello tras el hombro en tanto la cadete Sargent tomaba posición delante de ella. No podía permitirse perder en aquellos combates, no ese día. No después de su error en la hacienda Ford. Ser vapuleada por una mera cadete solo añadiría combustible al incendio de rumores que aseguraba que Vania había logrado su posición únicamente por su padre.

Con una rápida patada a su abdomen, la lucha comenzó. Vania desvió la patada con la acolchada pantorrilla de sus pantalones de uniforme y luego se agachó cuando Sargent siguió con un puñetazo. Se rodearon una a la otra, lanzando golpes y puñetazos inútilmente. La cadete estaba en excelente forma y tenía buenos instintos. Parecía saber con exactitud el modo en que Vania planeaba defenderse de cada ataque. Ella se abalanzó sobre la cadete, cambiando su enfoque. Sargent, al ser más alta, poseía un alcance mayor y podía protegerse el cuerpo con más facilidad, pero el centro de gravedad de Vania era más bajo. Intentó convertirse en un objetivo lo más pequeño posible y arremetió con la intención de golpear las rodillas de Sargent para que perdiese el equilibrio.

La cadete dio un salto hacia atrás y luego arremetió con el puño, que conectó con un lateral de su cráneo. Sin aliento, Vania aterrizó con violencia sobre su espalda y su cabello le oscureció la visión momentáneamente. Se apartó los mechones de los ojos para encontrarse a Sargent de pie por encima de ella, triunfante.

No, se negaba a permitir que aquello acabase así. Con rapidez, Vania giró el brazalete que llevaba y agarró a Sargent por la rodilla. La cadete emitió un chillido de dolor cuando todos sus nervios, desde la cadera hasta los dedos de los pies, dejaron de funcionar; luego se desplomó.

Con calma, Vania se enderezó hasta quedar sentada y se sacudió el polvo de las mangas de su chaqueta. Luego se puso en pie.

—¡Tramposa! —resolló la cadete entre quejidos de dolor—. Menudo punzón… ¡No ha dicho que pudiésemos usar armas!

Vania pestañeó inocentemente.

—Lo siento, cadete. Una pregunta: ¿cree que los monárquicos contra los que peleo son tan amables como para no usar el arma que tengan a su disposición?

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