—¿Qué hace? —farfulló Trina, poniéndose rígida. En la cama enjaulada, los prisioneros reducidos las miraban con recelo.
Ella abrió la mano, pero en el instante en que Trina vislumbró el disco dorado en su palma, arremetió contra Persis y ambas se precipitaron fuera de la cabina.
—¿Quién es usted? —gritó al aterrizar en el suelo. Mientras caía, Persis había conseguido emitir una orden mental a su palmport para detener la aplicación. No podía permitirse desperdiciarla, a no ser que tuviese un tiro limpio.
Trina tomó su pistola, y Persis dio patadas y tortazos, intentando aflojar desesperadamente el agarre de la soldado. El arma produjo un ruido sordo contra el suelo y se cayó por debajo de los elevadores del deslizador.
—¡Deténgase! —vociferó Trina.
—¡Detente tú! —soltó como respuesta, esforzándose por vencer a la chica cuando ambas se lanzaron hacia la pistola. ¿Dónde estaba Andrine? Su apoyo no le vendría nada mal en ese momento. Los reducidos contemplaban la escena en silencio desde su jaula. Deseó que alguno de ellos aún conservara la mente.
Sus manos aferraron con fuerza, al mismo tiempo, el mango de la pistola, y ambas forcejearon en la hierba. Trina arañó con sus uñas la cara de Persis y la despojó de su gorra; entonces, se tambaleó hacia atrás de la sorpresa cuando su cabello del color de la plumeria cayó en cascada sobre las dos. Persis aprovechó la oportunidad para arrancar el arma de su agarre.
—¿Eres una chica? —balbució.
Persis se irguió, con el arma apuntando a Trina. Suspiró y se apartó varios mechones amarillos y blancos de la cara con su mano libre.
—¿Eso te sorprende? Tú eres una chica.
Las facciones de la muchacha mostraban repulsión. Persis sacudió la cabeza y se encogió de hombros. Era decepcionante, la verdad. Casi habían estado de acuerdo.
Trina, cuyo rostro estaba contorsionado por la ira, dio una patada y barrió los pies de Persis. Ella sintió los dedos de la muchacha en la pistola y todo se volvió una nube de polvo, manos y cabello blanco y amarillo.
Entonces, oyó un gorjeo salido de la nada y una mancha roja pasó como un rayo entre ellas, hundiendo unos afilados dientes en el hombro de Trina.
Ella chilló y se apartó de nuevo, y Persis se puso en pie apresuradamente.
—Slipstream, aquí.
El visón marino soltó a Trina y trotó obedientemente hasta el costado de Persis. Luego, se pasó las patas con forma de aleta por los bigotes. Su alargado y reluciente cuerpo estaba húmedo por su último baño y la sangre de la soldado apenas se apreciaba en su pelaje de color rojo oscuro.
Mientras seguía apuntando con la pistola a la muchacha, Persis reparó en Andrine, que subía corriendo; su cabello azul como el océano le ondeaba por detrás.
—Qué bueno que te dignaras a aparecer —espetó Persis a su amiga.
—Siento el retraso. —Andrine abrió la jaula y se dispuso a bajar a los prisioneros—. No mencionaste que traerías a una enemiga combatiente.
—Una incorporación de última hora —replicó Persis con ligereza. Trina seguía acuclillada en el suelo, agarrándose el cuello, que seguía sangrándole, con ambas manos.
—Sé quién eres —profirió con un gemido—. Eres la Amapola Silvestre.
—¡Qué deducción tan impresionante! —afirmó Andrine mientras ayudaba a salir del camión a la última víctima—. ¿Exactamente, cuánto tiempo te ha tomado llegar a esa conclusión?
Persis le lanzó a su amiga una mirada fugaz. No había ninguna necesidad de ponerse petulante. Estaba apuntando con una pistola a la pobre chica.
—Estáis acabadas —escupió la joven, furiosa—. No tenéis ni idea de con quién estáis tratando. No tenéis…
Entonces Andrine soltó una risita.
—Sí que es presuntuosa para ser una chica que por poco se convierte en el tentempié de un visón marino, ¿no?
Los ojos de la soldado se abrieron tanto que parecían salvajes.
—Le voy a contar todo al Ciudadano Aldred.
—Oh, ¿en serio? —intervino Persis, inclinando el cañón del arma y apuntando a la cara de la muchacha—. ¿Cómo planeas hacerlo desde la tumba?
En ese momento, notó una mano en el codo. Al principio, pensó que se trataba de Andrine, aunque sabía que su amiga tenía más fe en ella. En realidad, Persis no iba a disparar. Al fin y al cabo, aún tenía la dosis en el palmport; podía, simplemente, dejarla inconsciente. Se arriesgó a echar un vistazo por el rabillo del ojo.
Lord Lacan estaba allí, en silencio, con una expresión cercana a la lucidez en sus ojos sombríos.
Persis bajó el brazo.
—Parece que has hecho un amigo poderoso, galatiense. —Suspiró—. ¿Pero qué podemos hacer contigo? No sabes ni por qué estás peleando.
—Claro que sí —contestó Trina—. Por mi país.
Persis se le quedó mirando un instante, entonces se echó a reír.
—Iba a decirte que eres tonta, en vista de que claramente te superamos en número. Pero he decidido que, en realidad, eres increíblemente valiente. Y eso nunca debería ser objeto de mofa. Además, me gusta tu estilo. Ese movimiento con el pie casi acaba conmigo. Muy bien, pues. Dejaré que lord Lacan decida su suerte.
Trina la miraba atónita.
—Pero es un reducido. No puede valerse por sí mismo.
—No te preocupes, soldado —manifestó Persis, mientras algo emergía del disco dorado en el centro de su mano, girando. La muchacha se quedó con la boca abierta de nuevo, lo cual sí que era conveniente—. Nosotras nos ocuparemos de eso.
Un instante después, Trina Delmar se desplomó sobre el suelo.
Otra misión cumplida.
A menudo, la corte real de Albión se asemejaba a un jardín exuberante, pero su zumbido poco tenía que ver con las abejas, y estaba repleto de colores que jamás se hallarían en la naturaleza. Setos de buganvilla rodeaban el jardín y podas ornamentales de hibiscos conformaban los pasillos, pero no había flor que pudiese competir con el torbellino de trajes, capas, guirnaldas de flores y, sobre todo, con los enormes peinados de las aristócratas más a la moda de la isla. Sus parloteos ahogaban los sonidos del mar en la distancia; el constante zumbido de las aleteonotas, que volaban de un lado a otro entre los cortesanos; e, incluso, el delicado tintineo del famoso órgano hidráulico albiano.
Un rincón especialmente abarrotado estaba ocupado por lady Persis Blake y su séquito de admiradores. Esa noche llevaba un sencillo sarong amarillo chillón, atado al cuello con una serie de eslabones de oro entrecruzados, y un cubre muñecas dorado a juego, que en realidad era un guante de piel sin dedos que tapaba el palmport de su mano izquierda. La elegante caída de su vestido solo podía lograrse utilizando la más fina seda galatiense, un producto difícil de encontrar desde que había comenzado la revolución; no obstante, no cabía duda de que Persis Blake disponía de los contactos para saber dónde localizar las mejores telas. Su tono combinaba perfectamente con las tonalidades amarillas de su cabello, que había sido rizado, trenzado y dispuesto para que sus alzados mechones amarillos y blancos se asemejaran a la flor conocida como plumeria, grabada en el escudo de la familia Blake. Su belleza destacaba, incluso entre el variopinto gentío de la corte.
En los seis meses desde que la princesa Isla había ascendido al trono como regente y había nombrado a su vieja amiga del colegio como su dama de compañía principal, Persis se había convertido en uno de los miembros más deslumbrantes y populares de la corte. Casi nadie recordaba un tiempo en que una fiesta, un paseo en barco o un luau hawaiano estuviesen completos sin la presencia de la aristócrata más hermosa y boba de Albión.
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