Diana Peterfreund - A través de un mar de estrellas

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Han pasado siglos desde que las guerras que casi destruyen la civilización tuvieron lugar y ahora sólo existen las dos islas de Nueva Pacífica: Galatea y Albión, donde incluso la Reducción, la devastadora enfermedad cerebral que provocó las guerras, es un recuerdo lejano. Sin embargo, en la isla de Galatea, un levantamiento contra los aristócratas gobernantes se ha vuelto mortal. Los revolucionarios usan como arma una droga que daña el cerebro, y la única esperanza que tienen es ser rescatados por un misterioso espía conocido como la Amapola Silvestre. En la vecina Albión, nadie sospecha que la amapola silvestre es realmente la famosa y frívola aristócrata Persis Blake. La adolescente utiliza su imagen de niña rica y tonta para ocultar a los demás aristócratas su verdadero propósito. Mientras cifra sus planes en aletenotas que parecen simples cotilleos y utiliza la manipulación genética para mejorar el espionaje, su nuevo romance con el guapo médico galatiense Justen Helo está en boca de todos Y será su misión más peligrosa. Aunque Persis está enamorada de Justen, no puede arriesgarse a confesarle quién es realmente, sobre todo cuando se entera de que él oculta algo más que su desencanto con la revolución de su país. Su secreto más oscuro podría sumir ambas islas en una nueva era de tinieblas, y Persis comprende que cuando se trata de Justen Helo, ella no sólo está arriesgando su corazón, sino que está arriesgando el mundo que ha jurado proteger. En esta emocionante aventura inspirada en
La Pimpinela Escarlata, Diana Peterfreund crea un mundo exquisito en el que nada es lo que parece y dos adolescentes muy diferentes luchan por un futuro que sólo se atreven a imaginar.

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Pero muchas cosas habían cambiado desde entonces.

Isla observó a Tero marcharse, y luego dio una palmadita al rey en el pañal.

—Está bien, Albie. Vete a jugar mientras tu hermana charla con la tía Persis.

El rey infante de Albión obedeció, tambaleándose hacia los brazos expectantes de su cuidadora.

—Princesa —comentó Persis alegremente, sin quitar ojo al bebé y a su niñera—, acabo de regresar de Galatea y te he traído unas… sedas preciosas.

—¿Lo mismo de siempre? —preguntó Isla, acostándose de espaldas sobre los cojines y echándose varios de sus mechones plateados por detrás de los hombros. A diferencia del pelo de Persis, el color de Isla era natural. Todo el mundo sabía que el cabello de la realeza albiana se volvía blanco en la adolescencia; era tal la firma genética de la dinastía que, si Isla hubiera conservado el oscuro cabello polinesio de su juventud, se lo habría teñido. Ya era lo bastante difícil conseguir reconocimiento como gobernadora legítima de la isla.

Persis soltó una risita audible.

—¿Me estás diciendo que te aburren mis esfuerzos por traerte lo mejor que Galatea tiene que ofrecer?

—En absoluto —replicó Isla, echando otro vistazo a la niñera del rey—, pero siento mayor curiosidad por otros albianos que introducen bienes galatienses de contrabando a mis fronteras. He oído rumores de que la Amapola Silvestre ha culminado otra misión hoy mismo.

—También he oído los rumores —respondió Persis, cuidándose de que su tono fuera de chismorreo—. Por lo visto, rescató a lord Lacan y a toda su familia.

—¿También a sus hijos?

Persis asintió.

Isla no pudo contener su sonrisa pero, en seguida, se puso seria.

—Pero entonces habrían sido seis personas. Tengo entendido que la Amapola escapó con diez refugiados.

—¡Dios Santo, Princesa! —exclamó Persis—. No puedes esperar que yo sepa nada de eso.

—Persis… —Sin duda, Isla podía adoptar un aspecto muy real; cuando ella así lo deseaba.

—Unos cuantos nores en contra de los principios revolucionarios… —declaró Persis—, probablemente.

Probablemente —repitió Isla, frunciendo los labios—, teniendo en cuenta lo persuasiva que es la Amapola Silvestre. Me pregunto qué es lo que él piensa que hago con los refugiados nores que amontona en mis fronteras.

Persis lanzó una sonrisa esperanzada a su amiga.

Él probablemente piensa que los tratas bien, dado que eres una déspota benevolente. —Llevaba provocando a Isla con ese título durante años, desde que lo habían aprendido en las clases de historia antigua. Pero ahora la escuela había terminado para ambas. Isla era la gobernadora de facto de la isla y Persis… bueno, Persis se centraba en otras actividades, que la mantenían ocupada.

—¿Y darle a los miembros de mi Consejo otra razón para sospechar que conozco su identidad? —preguntó Isla. Las cuidadoras de Albie mantenían una respetuosa distancia, pero nunca se sabía.

—Dudo mucho que piensen eso —repuso Persis con una expresión escéptica—. Creía que todos en Albión sabían que lo único que te importa es competir conmigo por ser la mejor vestida de la isla. Eres regente solo en nombre, y tu intención es dejar que el Consejo decida la dirección del país hasta que el rey alcance la mayoría de edad.

Isla observaba a Persis con una advertencia chispeando en sus ojos oscuros. Persis miró a Isla con sus brillantes ojos ámbar.

—De acuerdo —pronunció la princesa finalmente, mostrándole una sonrisa indulgente a su amiga.

Por dentro, Persis dio un suspiro de alivio. Aunque Isla era la regente más benevolente con los normales que había visto Albión, no sentía ninguna obligación especial para con los nores de Galatea, más que nada, porque había sido su revolución la que había desmoronado el país.

Sin embargo, Persis no podía evitar sentir pena por los nores que había rescatado en la misión Lacan. Habían querido llevar vidas sencillas, sin haber sido afectados por los propósitos corrompidos de la revolución, y habían sido reducidos simplemente por quedarse y apoyar a los inocentes Lacan.

Aquella guerra era una parodia. Cómo deseaba poder salvarlos a todos.

Cómo deseaba que Albión pudiera. Pero Persis sabía que las manos de Isla estaban atadas. Y, mientras su amiga se centraba en las necesidades de su nación, ella hacía lo posible por proporcionar la ayuda que ambas muchachas habrían deseado que hubiera sido ofrecida por el país.

—Si tuviera la ocasión, ¿qué crees que el Consejo le diría a la Amapola Silvestre? —preguntó a la princesa.

—¿Deje de traernos pobres? —sugirió Isla.

Persis resopló con sorna.

—Hasta los aristos galatienses son pobres cuando llegan aquí. Han sido despojados de sus haciendas y de todas sus propiedades.

—Cuando no de sus cerebros.

Persis puso los ojos en blanco.

—Afortunadamente, eso podemos remediarlo. —Desintoxicarse de la droga de la Reducción no era un proceso agradable, pero era mejor que la alternativa.

Y, hasta que los galatienses no cesaran de castigar a los nores junto con los aristos, el cometido de la Amapola Silvestre sería el de salvaguardar la igualdad de oportunidades. Persis era una Blake y también una arista, pero su madre era nor. Y, más importante, el sufrimiento era el sufrimiento. Nadie debería ser despojado de sus habilidades mentales. Nunca.

Las cuidadoras se llevaron a Albie para que se echara su siesta. Isla las siguió con los ojos hasta que abandonaron la habitación.

—Con un poco de suerte, la revolución también desaparecerá y los galatienses que inundan nuestras costas recuperarán sus fortunas y encontrarán una manera de agradecernos nuestra generosidad. —Isla sacudió la cabeza—. No estaba previsto que yo gobernara, y menos en tiempos tan interesantes.

Persis colocó una mano en el hombro de su amiga. Había rumores en la corte que decían que el padre de Isla habría podido evitar la revolución. Que habría podido asesorar a la reina Gala al inicio del conflicto. Aún había quien proclamaba que los revolucionarios habían estado implicados en el accidente de barco que había reclamado las vidas del rey Albie, de su mujer y de su hijo mayor hacía poco más de seis meses.

Persis no lo creía, pero sí que daba crédito a las teorías de que el Ciudadano Aldred y su ejército habían actuado en su momento, seis meses atrás, porque sabían que Albión, todavía tambaleante por la pérdida de su rey y de su heredero mayor, no podría intervenir cuando los galatienses derrocaran y redujeran a su propia reina.

La reina Gala había sido la primera víctima de la monstruosa nueva «píldora de la Reducción», que los revolucionarios llamaban rosadas. Tras dos semanas cumpliendo su pena, la encontraron sin vida en su celda. Otro accidente, según los revolucionarios.

Acto seguido, habían alimentado con su cuerpo a sus propias bestias guardianas, la manada de mini orcas que había poseído en su cala privada cerca de Halahou. Tras aquello, Persis había estado segura de que su propio país se pronunciaría en contra de las tácticas de la revolución, segura de que la furia justificada de Isla debido a la muerte de la monarca vecina se traduciría en actos contra sus asesinos. Pero, seis meses más tarde, el Consejo Real Albiano todavía vacilaba y, peor aún, impedía que la princesa regente actuara.

Algunos deseaban evitar una guerra a toda costa; otros temían que la revolución pudiese extenderse a sus fronteras; pero las voces más ruidosas eran las que se aprovechaban del conflicto para sus propios fines, especialmente, el de lograr que la princesa pareciese débil.

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