Juan Luis González García - Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro

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Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro: краткое содержание, описание и аннотация

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Dada la voluntad de difusión y acción eficaz que hizo ostensible la religiosidad del Siglo de Oro, puede entenderse naturalmente su fascinación por los instrumentos audiovisuales de adoctrinamiento y la función óptica de la comprensión. El acto de ver o mirar una pintura devota no era simplemente algo que le sucedía a la obra después de su ejecución por parte del artista, sino que ésta había sido creada para portar un mensaje distintivo e impactar en la imaginación. Enfatizar precisamente esta función comunicativa del cuadro, que está más allá de la mera experiencia estética, es un modo de equiparar imagen y oratoria. De hecho, este libro confirma que la retórica puede ayudar a determinar hasta qué punto las ideas tomadas de la elocuencia sagrada influyeron sobre los modos de ver en la Alta Edad Moderna hispánica, y cómo la percepción visual del público condicionó la predicación contemporánea.
Las conclusiones abren novedosas y enriquecedoras vías para la comprensión del arte y la cultura visual del Siglo de Oro, atestiguando, por un lado, una relación cierta entre los tratados españoles de pintura de la época y la oratoria clásica, y, por otro, afirmando la existencia de una teoría «española» de la imagen sagrada en los textos de predicación y espiritualidad de la época.

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En Del arte de hablar, Vives hacía múltiples referencias a Hermógenes, y también en la Retórica del erasmista Miguel de Salinas (1541) se incluía al griego entre las principales fuentes de la Antigüedad, junto con Cicerón y Quintiliano, pero habrá que esperar a los De oratotione libri septem de Antonio Lulio (1558) para encontrar la primera traducción y adaptación completa del corpus hermogeniano, además de un tratado titulado De poetica decoro. Se trata de un grueso volumen en folio que supera el medio millar de páginas, de una enorme riqueza para el estudio de las teorías retóricas y poéticas del Siglo de Oro hispánico. Tras el preceptista balear, Scaligero hizo un gran uso de las formas de Hermógenes en su voluminosa Poética (1561) [272]. Ciceroniano confeso –escribió en 1531 una Oratio pro Cicerone contra el Ciceronianus de Erasmo–, para él la poética debía atenerse a la unidad horaciana de conjugar enseñanza y deleite. Ya Sperone Speroni, en su Dialogo della Rhetorica de 1542, había reconocido que las artes deleitosas para el intelecto eran sólo dos: la retórica y la poesía, y que la reina de todas ellas era la retórica [273]. Para Scaligero cada oración de una estrofa consistía en «imagen, idea e imitación, justo como la pintura» [274]. Además de esta paráfrasis del Ut pictura poesis y del ideario aristotélico [275], y como era previsible en un adalid de Cicerón como canon perfecto, el humanista completó su aportación al paragone entre retórica y poética minusvalorando esta última por el uso del verso y la imitación de asuntos ficticios [276].

El Ars poetica horaciano se tradujo y comentó en la Península en fechas muy cercanas a Speroni y Scaligero, también a cargo de maestros de retórica. Durante la segunda mitad del quinientos vieron la luz dos comentarios de Francisco Sánchez de las Brozas, el Brocense: De auctoribus interpretandis siue de exercitatione (1558), como apéndice a su De arte dicendi, e In artem poeticam Horatii annotationes (1591), que propiciaron una influyente lectura retórica de la epístola Ad Pisones [277]. El jesuita Bartolomé Bravo, autor de una muy práctica Arte oratoria (1596) que complementaba por vía de ejemplos la obra de Cipriano Suárez (De arte rhetorica, 1569), también había publicado en Salamanca un Liber de arte poetica en 1593; otro miembro de la Compañía, el padre Bernardino de los Llanos, natural de Ocaña pero residente en México desde 1584, llevó a imprenta allí en 1605 y anónimamente un Poeticarum Institutionum Liber, un año después de editar una antología de textos de retórica españoles titulada Illustrium auctorum collectanea; y un yerno del Brocense, Baltasar de Céspedes († 1615), humanista granadino, profesor de Retórica y lector de discursos ciceronianos en Salamanca a finales del siglo XVI, además de componer una Retórica, elaboró después de 1604 una Poética influida por la estética y la teoría de Horacio [278], muy ancilar de las poéticas italianas sobredichas, sobre todo la de Scaligero [279]. La utilización de las categorías estilísticas hermogenianas, bien por vía directa –en Vives, Salinas, Lulio y en las Institutiones rhetoricae de Pedro Juan Núñez (1578), profesor en Barcelona y Valencia–, bien a través de la autoridad de Scaligero –en el foco salmantino en torno al Brocense y dentro del ámbito jesuítico postridentino–, nos indica que en España, a partir del último tercio del siglo XVI, estaba bien extendida la idea de que la retórica había vencido a la poética en la disputa del paragone. Al ser la primera más afectiva y conmovedora que la segunda, se infería que la mejor poesía era aquella que, amén de ser deleitosa, emocionaba y excitaba las pasiones del ánimo.

En el Siglo de Oro se pensaba que al poeta no podía seguirlo el orador en todo, por tener entre sí leyes opuestas, pues a aquél se le permitía «mas licencia –repárese una vez más en el término horaciano– en vsar voces nueuas, leuantadas, cultas, translaciones no vsadas, y mas veces traidas al lenguaje» por ser su único fin la ostentación y el entretenimiento, no la «claridad prouechosa» [280]. Esta opinión del doctor Quintero en pos de la inteligibilidad y del movere es permutable con la de otros teóricos de la Contrarreforma que consolidaron la persuasión como el fin principal de la retórica y la pintura, sobre todo la de género religioso. Tratados de inspiración postridentina, como, por ejemplo, el Discurso de Gabriele Paleotti (1582) [281]o los Trattati della nobiltà della pittura de Romano Alberti (1585), se ciñeron a esta idea persuasiva del arte, un objetivo –la conmoción– al cual se subordinaría cualquier otra cosa en aras de la eficacia impositiva [282].

La jerarquía de los géneros pictóricos en el Siglo de Oro

La progresión del Ut pictura poesis al Ut pictura rhetorica, del delectare al movere, corrió paralela al establecimiento de una jerarquía de los géneros pictóricos en la tratadística española, de los simplemente deleitosos a los conmovedores del ánimo. Para esta fijación tuvo gran importancia el valor literal de los asuntos representados, los cuales, obviamente, culminaban en la temática religiosa: ningún argumento podía ser más sublime o trascendente que aquellos relacionados con la divinidad, a los que seguirían las figuraciones del ser humano y, en un estadio inferior, la naturaleza animada –primero la fauna y después la flora–, terminando en la naturaleza muerta, el más bajo de los géneros [283]. La teoría postridentina de la pintura defendió su nobleza no por razones intrínsecas al arte –como hicieron los humanistas– sino por los temas representados por él. De tal modo se pronunciaron Gilio y Paleotti, sin dejar de aludir a la nobleza de la pintura como consecuencia directa de lo que se pintara [284]. La profesión quedaba entonces dignificada por la obra, y no al revés. Es decir, una cierta ejemplaridad podía ennoblecer una obra mediocre que figurase un tema digno de veneración, pero un pintor, por hábil que fuera, no podría salvar de la crítica una obra impúdica o torpe. En tales ideas abundaba Raffaello Borghini en su célebre tratado Il riposo (1584), compuesto en forma de diálogo entre Bernardo Vecchietti y Baccio Valori, además de otros personajes. Valori cumplía el papel de defensor de la pintura en su acostumbrada comparación con la escultura. Al final se concluía que tanto pintura como escultura son nobles por compartir el mismo origen (el disegno) y el mismo fin (la imitación de la naturaleza), pero la nobleza de una y otra depende de los temas que se ejecuten, de su finalidad. En consecuencia, la pintura sacra será noble por enseñar a los iletrados lo que en el papel impreso se destina a los estudiosos [285]. Y también para Romano Alberti, de nuevo, la pintura más noble coincidirá con la pintura religiosa, pues eleva al hombre hacia Dios [286].

En Los Ponces de Barcelona, una comedia de ca. 1610-1615, Lope hacía sostener a uno de los protagonistas que lo que realmente daba timbre de nobleza a la pintura no eran los hábitos de caballero otorgados a los artistas por los poderosos, sino la temática religiosa de muchos cuadros, a través de los cuales los fieles podían acceder a Dios [287]. Y por si no bastara el teatro lopesco para verificar la difusión generalizada del vínculo entre asunto sagrado y dignidad del arte, considere el lector que hacia 1625, en la corte madrileña, muchos artistas pagaban alcabala por las pinturas de asunto profano, los bodegones o los retratos, pero algunos de ellos, escudándose en apoyos como los anteriores de Gilio, Paleotti, Borghini o Romano Alberti respecto a la naturaleza noble y superior de la pintura religiosa, evitaban pagarla cuando abordaban esa materia. El llamado por Gállego «Pleito de Carducho» se inició precisamente por la petición del fiscal de que se condenara a los pintores de Madrid a pagar el diezmo de alcabala «de todas las pinturas que ubieren vendido o vendieren, aunque sean de cosas divinas o de santos, [ya] que los pintores desta corte benden muchas pinturas, de las quales, a título de desir son de cosas divinas y santas, no pagan alcavala, siendo así que no tienen excepción alguna» [288]. El procurador contestó que sus representados nunca habían pagado la alcabala por ser su arte liberal y de ingenio, no basado en compraventa sino en contrato, y que «las Ymágenes y pinturas de deboción […] por su excelencia sola pudieran ser libres de dicha alcabala» [289]. Este último argumento también pretendía lograr la categorización de «liberal» para la pintura: ¿cómo podía considerarse oficio de pecheros una actividad sublime ejercida por Dios (en tanto creador o Deus pictor), por los ángeles y los santos?

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