Dean Onimo - Reconquista (Legítima defensa)
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Un motorista enfundado en el inconfundible uniforme de la compañía, logotipo incluido, le entregó en mano la invitación para personarse en la sede central de la misma.
El día previsto y a la hora convenida se presentó en la recepción.
Tras identificarse ante los responsables de seguridad, estos comprobaron sus datos, le entregaron una cartulina reservada para los invitados VIP indicándole que debería llevarla colgada al cuello en todo momento, antes de señalar una fila de sillas en las que esperar a que alguien de la dirección acudiera para acompañarle.
Pocos minutos después, vino a buscarle una atractiva secretaria de piernas interminables que le guio a través de un laberinto de mullidos pasillos enmoquetados hasta una puerta de tamaño XXL decorada con incrustaciones doradas.
Durante todo el tiempo que duró el recorrido, Rodrigo permaneció hipnotizado por el vaivén provocador de sus caderas.
Sin lugar a dudas la encantadora muchacha era consciente de despertar curiosidad a su paso y quien dice curiosidad dice cualquier otro tipo de interés.
Libidinoso sin ir más lejos.
La joven belleza acarició levemente el panel con los nudillos, esperó unos segundos, abrió la puerta e invitó a entrar al apuesto visitante con una sonrisa cómplice.
Acto seguido, giró sobre sus talones y se alejó ondulando los glúteos como si estuviera en época de carnaval en el Sambodromo de Río de Janeiro.
Rodrigo tuvo que forzar la mirada para distinguir, allá en la lejanía del descomunal despacho, una figura humana que parapetada tras una mesa tallada en madera de secuoya le hacía signos con la mano invitándole a acercarse y tomar asiento en uno de los dos sillones de cuero situados frente a ella.
Acostumbrado a tratar con hombres, la presencia de una mujer dirigiendo una multinacional de estas características no dejó de sorprenderle.
La sorpresa le duró poco.
El tiempo justo de comprobar la mirada extremadamente inteligente con la que la dama en cuestión estaba haciendo una completa radiografía de su persona.
No se sintió incómodo.
—¿Sorprendido? —preguntó la anfitriona, como si le hubiera leído el pensamiento.
Estaba habituada a causar ese tipo de reacción.
—Si le soy sincero debo admitir que sí —confesó el aludido, antes de añadir—: aunque obviamente si ocupa usted ese lugar es que se lo merece y se lo habrá tenido que ganar a pulso —reconoció sin que le temblara la voz—. de todas formas para mí esta situación no representa ningún problema si es a eso a lo que se refiere — concluyó sin desviar la mirada.
Ya estaba todo dicho y la decisión tomada.
Resultaba obvio que, de entrada, ambos, se habían causado una buena impresión.
La señora presidenta supo de inmediato que la persona que estaba sentada frente a ella era el candidato ideal y que cumpliría con sus obligaciones de la mejor manera posible.
Sabía reconocer a los sujetos valiosos para la empresa de una sola ojeada.
No obstante, extrajo unos papeles de una carpeta situada sobre la mesa, consultó las anotaciones detenidamente y no tuvo más remedio que llegar a la misma conclusión que su jefe de personal.
No podían dejar escapar a Rodrigo Díaz de Vivar.
Y no lo hizo.
Firmaron todos los papeles necesarios esa misma mañana.
Los años siguientes fueron un continuo ir y venir a lugares de nombres a menudo impronunciables, trabajando en condiciones límite.
Sofocando incendios accidentales o provocados, siempre bajo presión y la mayoría de las veces arriesgando la vida.
Rodrigo cumplió con creces con su deber.
Nunca defraudó las expectativas que sus superiores habían puesto en él.
Cuando llegó el momento de la jubilación se retiró en la cúspide de su profesión.
Y apenas unos meses más tarde, de modo inesperado y de un día para otro, su vida dio un vuelco de ciento ochenta grados.
El eminente oncólogo, Fernando, su amigo de infancia, fue el emisario elegido por la Parca.
El encargado involuntario de notificarle el inminente final de su paso por este mundo.
Y un descerebrado terrorista, desalmado e hijo de puta había acabado con la vida de Mr. Miau.
Con el fin de evitar las continuas llamadas con las que Fernando no dudaría en atosigarle a diario, envió un último mensaje a su amigo por WhatsApp informándole de que estaría ilocalizable durante las próximas semanas.
Pensaba viajar por las islas y atolones de la Polinesia Francesa, especificó sin saber exactamente el porqué de esta aclaración.
Fue lo primero que le vino a la cabeza y de hecho era uno de los viajes que tenía previsto efectuar en lo que se suponía iba a ser una jubilación dorada.
En cuanto a este último punto, por desgracia, los idílicos periplos planeados con tanta ilusión tendrían que esperar a otra vida.
Y eso, solo en el caso improbable de creer en la reencarnación.
A continuación, desmontó el móvil pieza a pieza para evitar ser localizado.
En el fondo, sabía que no lograría confundir al matasanos.
Se conocían demasiado bien, dependiendo el uno del otro en esa etapa de la vida en la que se forjan las verdaderas amistades.
Por esa misma razón, entre ellos, sabían diferenciar la franqueza del engaño.
Compartieron a lo largo de los años en el internado una inmejorable alianza de intereses, en la que ambas partes salían beneficiadas.
Pactaron un «quid pro quo» ecuánime, estable y ponderado.
Cuando Fernando sufría el acoso de los matones de la escuela, allí estaba Rodrigo para arreglar las cosas a su manera.
Un par de certeros puñetazos acompañados de algún que otro doloroso puntapié en la entrepierna de los acosadores y asunto solucionado.
En contrapartida, Fernando siempre se mostraba dispuesto a echar una mano en época de exámenes.
Se habían vuelto expertos en deslizarse notas aclaratorias al amparo del pupitre sin que los profesores tuvieran la más mínima sospecha.
Por lo que, teniendo en cuenta estos antecedentes, el mensaje, lejos de tranquilizar al oncólogo, logró exactamente el efecto contrario.
«¿La Polinesia Francesa? ¿A quién quieres engañar?» pensó, notando cómo le asaltaba un atisbo de inquietud. «¿Qué estarás tramando?» se preguntó, respondiéndose él mismo a continuación: «Supongo que nada bueno».
Por supuesto, continuó llamando y enviando mensajes al móvil de su amigo a pesar de que el dichoso contestador automático respondiera una y otra vez «el número al que llama no está disponible en estos momentos…».
«Bueno, ya darás señales de vida cuando lo creas conveniente» acabó admitiendo el galeno, dándose por vencido.
.
A raíz del atentado terrorista, Rodrigo se vio obligado a instalarse de manera provisional en un pequeño estudio de alquiler mientras reparaban los destrozos causados en su apartamento.
Por suerte, su nuevo domicilio se encontraba ubicado en el mismo barrio.
En un edificio de fachada señorial de principios del siglo XX recientemente restaurado.
La constructora, ávida de beneficios, había conseguido dividir los espaciosos apartamentos originales en un sinfín de minúsculos cuchitriles.
En su afán por multiplicar su inversión, estos últimos carecían de recibidor.
Al abrir la puerta de entrada te dabas de bruces directamente con la sala de estar. Otra puerta corredera, transparente por más señas, separaba el cuarto de baño, en el que apenas podías moverte sin chocar contra algo, del resto del diminuto habitáculo.
La cocina tampoco es que fuese mucho mejor.
Funcional a la vez que pequeña.
Muy, muy pequeña.
Una mesa y cuatro sillas, un par de estanterías así como un sofá cama, todo de diseño sueco, de la «prestigiosa» empresa Ikea por más señas, según le informó sin ruborizarse el arrendador, componían el limitado mobiliario.
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