Dean Onimo - Reconquista (Legítima defensa)
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Por otra parte, algunos paseantes confesaron haber visto a un par de tiburones acercarse peligrosamente a la orilla.
Este detalle a Ahmed no le sorprendió demasiado, había leído en alguna parte que los escualos pueden oler la sangre a varios kilómetros de distancia.
Le quedaban apenas diez días para evitar una nueva matanza.
Horas más tarde se presentaron en la carnicería dos de los yihadistas radicales preguntando por el desaparecido.
—Estuvo aquí. Compró y se marchó —informó el carnicero sin pestañear.
Los barbudos con turbante no mostraron el menor asomo de sospecha, partieron sin despedirse en busca de su camarada.
El aspecto bonachón de Ahmed jugaba a su favor.
No obstante, este último memorizó sus rostros, grabándolos en su retina.
No tardarían en reencontrarse.
.
La antigua taberna, con solera para unos, mesón castizo para otros, había sido rebautizada como cafetería, con nuevo logotipo incluido.
«Cafetería CHIC» rezaba el cartel, para ser del todo exactos.
Una auténtica insensatez.
Otra más de las perpetradas en las grandes urbes diariamente con la excusa de tener que adaptarse a la globalización así como a los gustos de las nuevas generaciones.
Atónito, Rodrigo permaneció unos segundos inmóvil, sopesando la posibilidad de haberse equivocado de lugar.
En ese preciso instante se abrió la puerta y unos parroquianos uniformados abandonaron el establecimiento.
Aprovechó para colarse.
Automáticamente, casi todas las cabezas de los presentes se giraron al unísono para comprobar quién era el recién llegado.
—Uno de los nuestros —pensaron.
Acto seguido retomaron sus conversaciones.
A Rodrigo no dejaba de sorprenderle que a pesar de haber abandonado el cuerpo hacía ya bastantes años, aún adivinaran de un simple vistazo su condición de polizonte.
Paseó la mirada por el interior del bar hasta dar con la persona que estaba buscando.
Tomó asiento en el taburete contiguo al que estaba sentado su antiguo camarada.
—Un té verde —pidió cuando se le acercó el camarero—, con leche de soja —especificó antes de añadir señalando la copa vacía—, y también otro brandy para mi socio.
Una mueca de estupefacción se dibujó en el semblante de su vecino de barra.
—¿Té verde con zumo de judías? —atinó a murmurar, al tiempo que alargaba la mano para atrapar un puñado de cacahuetes de un cuenco de barro cocido situado sobre el mostrador—. ¿Tan mala está la cosa?
—Nada grave, consejo del médico —aclaró el recién llegado.
—¿Desde cuándo sigues los consejos de los matasanos? —insistió Pelayo Guerrero.
El exinspector de la brigada criminal podría haber sido Pelayo para los amigos, pero como hacía mucho tiempo que carecía de ellos, todos le llamaban don Pelayo o incluso alguno, inspector Pelayo.
La expresión lúgubre que a menudo reflejaba su semblante no ayudaba precisamente a considerarle el mejor compañero de juerga.
Desde siempre vestía un traje oscuro, a menudo arrugado, camisa negra con el botón cercano al cuello desabrochado y corbata a juego.
O sea, el atuendo perfecto para asistir a un funeral.
Para los cánones actuales, no era ni alto ni bajo, posiblemente rondara el metro setenta y cinco de estatura, aunque el cuerpo fibroso de su época juvenil se había convertido poco a poco en la bola de sebo que, en la actualidad, él paseaba por el mundo sin ningún tipo de complejo.
También el negro azabachado de la abundante cabellera de sus años mozos había degenerado como por arte de magia en una incipiente a la vez que imparable calvicie en la que destacaba por méritos propios la despoblada coronilla.
La visión de esta última dejó a Rodrigo descolocado.
Ya se sabe que las comparaciones suelen ser odiosas, pero la primera imagen que le vino a la mente fue la del culo pelado de un chimpancé de Borneo.
Tras jubilarse sin demasiados honores, Pelayo pasaba casi todas las tardes atornillado a su asiento en la taberna ubicada enfrente de la comisaría en la que había prestado sus servicios durante los últimos quince años.
Acodado en un emplazamiento estratégico de la barra del bar, estaba al tanto de todos los rumores y comentarios que los jóvenes policías intercambiaban entre ellos cuando acudían para compartir pinchos y cervezas.
Prescindiendo de vasos o jarras, algunos bebían a morro directamente del botellín.
Cosa que a él le resultaba bastante desagradable.
«Se están perdiendo las formas» pensaba a menudo.
El lugar se había convertido en un punto de encuentro entre colegas.
Pelayo Guerrero era una auténtica esponja, se empapaba de cualquier información de manera continua y guardaba cada dato interesante perfectamente compartimentado.
Los nuevos inspectores solían saludarle con cierto respeto dada su reputación, aunque enseguida ignoraban su presencia y sintiéndose en la seguridad de estar entre afines descubrían líneas de investigación de casos pendientes que se supone deberían pertenecer al secreto del sumario.
—Bueno, ¿qué te trae por aquí? —preguntó, quitándose las gafas para limpiar los cristales con el reverso de su corbata.
—Pasaba por el barrio y me apetecía recordar tiempos pasados.
—Ya veo. —Por supuesto, no creía que fuese una casualidad la presencia del artificiero en la taberna.
Se conocieron en la academia y durante algún tiempo compartieron el sueño de llegar a ser los mejores en su especialidad.
Habían creado vínculos afectivos forjados por el contacto cotidiano.
Con el tiempo acabaron convertidos en viejos compadres, de esos que pueden confiar ciegamente el uno en el otro.
Después, cada uno se internó por caminos profesionalmente divergentes.
Se notaba que Pelayo se sentía a gusto instalado en un ambiente conocido y seguro. Sin duda alguna, lo más cercano a su zona de confort.
Sujetaba con mano firme su copa, siempre la misma, no necesitaba cambiarla por una nueva.
Un signo con el pulgar levantado, y el barman vertía otra generosa medida de brandy.
También, siempre de la misma marca.
—No pienso volver a casarme —soltó de improviso y sin venir a cuento Pelayo—, porque no nos engañemos, todos sabemos cómo suelen acabar los divorcios. Económicamente, el marido siempre termina trasquilado, cornudo y apaleado —afirmó categórico.
«A quién coño le puede interesar que te cases o que no te cases» pensó Rodrigo para sí.
Se armó de paciencia.
Pelayo solía rematar sus peroratas con frases lapidarias.
Confesaba sin rubor a quien estuviese dispuesto a escucharle que para él el divorcio, y ya iba por el tercero, era más bien como una liberación en lugar de una pérdida.
—¿Y a ti qué tal te va con tu mujer? —preguntó el exinspector al ver que Rodrigo no se daba por aludido.
—No era mi mujer, solo vivíamos juntos y nos separamos hace ya bastante tiempo —informó Rodrigo—. Ya sabes, diferencias irreconciliables que impedían la convivencia. Su cableado sensorial comenzó a sufrir continuos cortocircuitos.
—En otras palabras, se le fundieron los plomos —tradujo Pelayo a lenguaje coloquial, acompañando sus palabras con una sonora carcajada.
—Sí, algo así —confirmó Rodrigo.
Acostumbrado a las elucubraciones de su colega, quien siempre te sorprendía con salidas de esas que no te esperas, Rodrigo trató de capear el temporal cambiando de tema.
Como de costumbre, no tuvo éxito.
Cuando a Pelayo se le metía algo entre ceja y ceja no paraba y continuaba exprimiendo el tema hasta la última gota.
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