Dean Onimo - Reconquista (Legítima defensa)
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Simplemente permaneció en la sombra, ignoró las especulaciones y guardó silencio.
En cuanto a la opinión pública, la verdad es que había opiniones para todos los gustos, aunque la balanza se decantaba claramente por los que estaban a favor de devolver los golpes.
Y eso a pesar de que la crudeza de las imágenes mostradas no era apta para todos los públicos.
.
Ahmed Cheurfi continuaba con su vida, compartiendo las horas del día entre su trabajo en la carnicería y las visitas diarias para ver los avances logrados por su hijo en la clínica privada especializada en traumatologías, en la que permanecía ingresado.
Todo ello pagado con el dinero de la valija sustraída en la mezquita.
Las continuas sesiones de rehabilitación que soportaba el adolescente lisiado, con entereza digna de elogio, tardarían meses, si no años, en conseguir que lograra caminar de nuevo sin la ayuda de muletas.
Para el carnicero halal, esa situación avivaba el odio visceral que le impedía dormir más de dos horas seguidas y, además, empezaba a ocasionarle serios estragos en su equilibrio mental.
No pasaba ni una sola noche en la que no soñara con llevar a cabo su venganza.
Necesitaba urgentemente encontrar un enemigo al que enfrentarse para no volverse loco.
Una conversación entre clientes de la carnicería, mientras esperaban ser atendidos, aportó la solución a sus deseos.
—Te digo que esos jóvenes barbudos están radicalizados —comentó uno de ellos.
—A saber qué estarán planeando. No paran de traer botellas de butano —añadió su acompañante.
—Algunas incluso son botellas de las grandes, de esas que se usan en las cocinas de los restaurantes —insistió el primero.
—Un continuo trasiego de gente desconocida. Dicen que varios de ellos han estado combatiendo en Siria e Irak —ilustró el segundo.
—Tan solo espero que no nos hagan saltar por los aires —concluyó el más rechoncho de los dos.
Parecían realmente preocupados.
Ahmed decidió tomar cartas en el asunto.
Aunque todavía no sabía cómo.
Y entonces, por una de esas casualidades que suelen darse en contadas ocasiones en la vida de una persona, tuvo un golpe de suerte.
Una mañana anormalmente tranquila en la que los clientes brillaban por su ausencia, apareció por la puerta del establecimiento un individuo con pinta de pertenecer al grupo que tenía atemorizados a los clientes que días atrás habían intercambiado comentarios en la carnicería.
Se trataba de un sujeto de lo más desagradable, alto, extremadamente delgado, barbudo, de mirada desafiante y alguien para quien cuidar de su higiene personal no parecía formar parte de sus prioridades.
En un instante la carnicería apestaba a una mezcla nauseabunda, compuesta a partes desiguales de humo de hachís, sobaco rancio y del peculiar hedor de pies desatendidos.
Ahmed tuvo que esforzarse para controlar las náuseas y no vomitar allí mismo.
Al asqueroso personaje, sin embargo, la peste que emanaba de su persona no parecía molestarle y quedaba claro, vista su actitud despreciativa, que la opinión del resto los mortales le traía sin cuidado.
Entonces Ahmed Cheurfi decidió actuar.
Fue un impulso repentino, nada premeditado.
Con un ardid improvisado logró atraer a la trastienda al recién llegado.
Apenas estuvieron fuera del alcance de las miradas de los escasos peatones que deambulaban por la calle en esos momentos, sin perder ni un segundo, asestó un fuerte golpe en la cabeza al desprevenido aprendiz de talibán.
Este ni siquiera intuyó el repentino ataque y en consecuencia no pudo hacer nada para evitarlo.
Cuando despertó minutos más tarde comprobó que estaba completamente desnudo y fuertemente sujeto con cuerdas a una silla metálica.
A pesar de todos sus esfuerzos, comprobó angustiado que le resultaba imposible zafarse de las ataduras.
La angustia dio paso al pánico al observar cómo el carnicero afilaba con gesto lento un hacha de considerables dimensiones.
—Tú y yo tenemos que hablar —dijo Ahmed mirándole directamente a los ojos—, vas a decirme todo lo que sabes —concluyó al tiempo que se desvestía de cintura para arriba.
—Estás muerto —amenazó el terrorista—. Tú y toda tu familia —puntualizó—, violaremos a tu madre, a tu mujer y a todos tus hijos —enumeró con una mueca desencajada.
Su mirada de reptil destilaba veneno.
Contrariamente a sus esperanzas, las amenazas no surtieron efecto.
Más bien todo lo contrario.
Nombrar a la esposa y a los hijos resultó ser un tremendo error.
De esos que suelen acarrear una muerte dolorosa.
Primero fue la oreja izquierda.
Un corte limpio.
Por un instante no sintió nada.
Después el dolor se hizo insoportable y comenzó a chillar como una rata.
No obstante, se negó a contestar a las preguntas.
En vista de su negativa, Ahmed decidió aumentar la apuesta.
A continuación, tras colocarle un rudimentario torniquete por encima del codo del brazo derecho, una amputación quirúrgica a la altura de la muñeca separó la mano de su cuerpo.
Se trataba de ese tipo de herida que ningún cirujano, por bueno que fuese, podría suturar.
Al joven barbudo los ojos se le salían de las órbitas, la baba le chorreaba por la barbilla y se le aflojaron los esfínteres.
Pese a todo, persistió en su actitud, negándose a responder al insistente interrogatorio de su torturador.
Pero cuando vio cómo el matarife dirigía la mirada hacia su entrepierna, supo que había llegado el momento de contar todo lo que sabía con pelos y señales.
No estaba lo suficientemente preparado para sufrir una castración traumática en directo y sin anestesia.
Adoctrinado desde niño en la Madrasa para ser un mártir de la fe, dispuesto a entregar su vida por Al Qaeda, sabía que no llegaría a viejo.
Aunque jamás se le pasó por la mente que acabaría su paso por este mundo en el congelador de una carnicería halal.
Confesó entre dolorosos jadeos que el comando estaba compuesto por seis combatientes entrenados para morir matando.
Tenían previsto atentar desde varios frentes a la vez y en diferentes lugares contra la multitud que acudiría en masa a las fiestas patronales de la ciudad.
Dos de los componentes de la célula yihadista portarían chalecos bomba adosados al cuerpo que pensaban detonar al paso de las autoridades, mientras otros dos acribillarían a la multitud y cuando se les acabaran las balas apuñalarían al mayor número de infieles posible al grito de «Al-lahu-akbar».
Los dos restantes a bordo de sendas camionetas rebosantes de bombonas de butano se lanzarían contra la multitud antes de saltar por los aires.
Muestras inequívocas de una interpretación sui generis de los preceptos del islam, una religión de lo más pacifista según algunos se empeñan en hacernos creer.
Pero que los hechos, tozudos ellos, se encargan de contradecir a diario.
Para él, ahí acabó todo.
Ahmed necesitó unas cuantas horas para desmembrar el cuerpo y pasarlo varias veces por la trituradora industrial.
Fue depositando la pasta resultante en un cajón de plástico que apartó en una de las esquinas de la sala de congelación.
Tuvo que efectuar varios viajes para desembarazarse de los restos.
Optó por llevarlos a la escollera que servía de rompeolas situada al final del puerto comercial.
Allí donde los pescadores aficionados acudían a matar el tiempo con la esperanza de cobrarse algún pescado con el que pavonearse ante la familia y los colegas.
Por increíble que parezca, hubo peces, con una evidente pérdida del sentido del olfato, que no dudaron en darse un auténtico festín con los despojos del cadáver.
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