Dean Onimo - Reconquista (Legítima defensa)
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Tendría que volver uno de estos días para darles una lección que nunca olvidarían.
El ataque de tos le pilló por sorpresa.
Tuvo que apoyar la mano en uno de los decrépitos muros de la callejuela por la que se había internado para evitar dar con su cuerpo en tierra.
A continuación, a fuerza de voluntad siguió avanzando con pasos inseguros, mientras notaba un dolor desconocido.
No afectaba a una parte de su cuerpo en concreto, era algo más general, permanente, un tormento sordo difícil de describir e imposible de comprender para alguien que no lo haya experimentado nunca.
—Estoy jodido —pensó para sus adentros.
Asustado, muy asustado.
Y muy jodido.
Sabía que no podía rendirse a estas alturas, aún no estaba preparado para abandonar su cruzada.
Sacó fuerzas de flaqueza centrando sus pensamientos en sus ansias de venganza.
—Cáncer terminal —musitó uno de los policías señalando con la barbilla, mientras observaba de lejos cómo Rodrigo trataba de recuperar la compostura.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió su compañero, poniendo cara de pasmo.
—Los mismos síntomas que mi padre antes de fallecer hace tres años —aclaró el interrogado mirando con cara de lástima a la figura que se alejaba.
Parecía desolado.
—Lo siento —murmuró su colega.
—No te preocupes, ya lo he superado —dijo el agente haciendo un gesto de la mano para quitarle importancia—, espero que no tenga que pasar por lo que pasó mi viejo —añadió.
—¿Por qué lo dices?
—Pues porque los médicos mienten más que los abogados, que ya es decir —aseveró el agente, añadiendo a continuación—: Por ejemplo, una colonoscopia, «no se preocupe, es indoloro» te dicen con la mejor de sus sonrisas. Puede que a ti no te duela, capullo, pero a mí que me metan por el culo cualquier cosa por pequeña que sea, es algo que me va a traumatizar para el resto de mi vida.
—¿A qué viene eso?
—Tengo cita la semana que viene para hacerme una.
—Ahora comprendo tu enfado.
—Bueno, vamos a cambiar de tema —dijo el futuro conejillo de indias.
Pisó el embrague, puso la primera, pisó el acelerador y el vehículo policial abandonó la plazoleta.
A Rodrigo le costó llegar a su hogar algo más de lo habitual.
Notó que le temblaban las manos, las piernas y otras partes del resto del cuerpo que no supo identificar a primera vista.
Mal asunto para trastear con artefactos explosivos.
Tan peligroso o incluso más que dejar que te opere de fimosis un cirujano miope y con Parkinson.
Logró montar la cama y se acostó completamente desnudo.
Los cojines que hacían las veces de colchón no eran precisamente los más cómodos del mundo, sin embargo y pese a ello logró conciliar el sueño en apenas unos segundos.
.
Eran las diez y media de la mañana cuando Rodrigo Díaz de Vivar se colocó la peluca al tiempo que se caracterizaba para la ocasión.
Presentaba un aspecto descuidado aunque no desaliñado.
Cerró la puerta tras de sí y partió en pos de su nuevo objetivo.
El anciano apareció de improviso como surgido de la nada.
Tomó asiento en uno de los bancos oxidados por falta de mantenimiento de la plazoleta y depositó a sus pies un maletín de colores llamativos.
Con los nervios a flor de piel bajo una fachada de aparente tranquilidad, paseó una mirada con ojos inexpresivos por el entorno.
Deslumbrado por el sol, utilizó la mano como visera sobre los ojos.
Contó hasta una decena de tipos con mala pinta.
Un mosaico colorista.
Ciudadanos del norte del continente africano, algunos más claros que otros y otros bastante más oscuros que los primeros.
Todos malvados.
El que más y el que menos carne de presidio, delincuentes habituales, reincidentes, convictos y confesos que deberían estar entre rejas si los jueces no fuesen tan condescendientes.
Sin embargo, para él, carecían de cualquier tipo de inmunidad y la perversidad de sus continuos actos delictivos no era precisamente un atenuante.
En otras palabras, eran material desechable y perecedero.
A punto estuvo de darles el pésame por adelantado.
Porque puede que al anciano le asaltaran algunos sentimientos, pero quedaba meridianamente claro que el de compasión no se encontraba entre ellos.
Encontrar un ápice de empatía hacia el resto de la humanidad por parte de este amasijo de desechos humanos sería más difícil que localizar a algún vecino de Sodoma que conservara la virginidad anal.
Esta vez no le cogerían desprevenido, estaba convencido de que todo saldría bien y según lo previsto, pero por si acaso, se había preparado a conciencia para reaccionar como es debido en el caso improbable de que algo fallara.
Lanzarse al vacío sin red acarrea riesgos innecesarios, como por ejemplo romperte los huevos contra el suelo al caer.
Acarició la pistola que llevaba en el bolsillo.
No dudaría en utilizarla si la situación lo requiriera.
En el cargador de la misma había balas suficientes para acabar con todos ellos.
El abuelo constató eufórico cómo todos y cada uno de los allí presentes fijaban una mirada codiciosa en la valija.
Auténticas alimañas depredadoras, se preguntaban sin duda qué se traía entre manos el carcamal recién llegado.
Este último consultó ostensiblemente su reloj de muñeca y, visiblemente alarmado, se levantó con no poco esfuerzo y abandonó el lugar con andares presurosos.
En ningún momento hizo ademán de recoger el maletín del suelo.
Para los allí reunidos, un regalo caído del cielo.
Se apretujaron frenéticamente unos contra otros mientras se empujaban entre insultos en un intento desesperado por ocupar la pole position.
Apenas el anciano dobló la esquina, los diez como un solo hombre, se abalanzaron al unísono sobre el objeto de sus anhelos.
El abuelo fue contando lentamente a medida que aceleraba el ritmo de sus pasos.
Y entonces, al llegar a veintitrés, escuchó la explosión a sus espaldas, algo que para ser sinceros no le cogió por sorpresa.
Estaba claro que más pronto que tarde eso tendría que ocurrir.
«La curiosidad tiene un precio, en este caso la muerte» pensó, parapetándose tras un humor ácido mientras dejaba aflorar una sonrisa al tiempo que levantaba el puño en un gesto triunfal dedicado a Mr. Miau.
Se escabulló discretamente antes de que alguien pudiera reparar en su presencia.
En ningún momento dio señales de arrepentimiento por lo que acababa de hacer.
El sentido de culpabilidad era para él una losa pesada que hay que ignorar cuando el tiempo que te queda de vida es limitado.
En el preciso instante en el que emergió del callejón para incorporarse al concurrido bulevar, se cruzó con un coche patrulla de la policía nacional que se dirigía velozmente haciendo sonar la sirena hacia el lugar del suceso.
El telediario informó de que los restos humanos, brazos y piernas cercenadas, cabezas decapitadas y cuerpos desmembrados irreconocibles que se habían recuperado en el lugar del atentado correspondían a nueve jóvenes varones originarios del Magreb.
¿Un ajuste de cuentas entre bandas rivales?
Para los investigadores, la conexión entre narcotráfico y el fanatismo terrorista había quedado probada en innumerables ocasiones.
El anciano, por su parte, se preguntó cuál de los diez era el que se había salvado.
Aunque, con un poco de suerte, puede que el décimo estuviera ingresado en la UVI del hospital más cercano a la espera de reunirse con sus compinches a la mayor brevedad posible.
Por supuesto, los medios de comunicación especularon con todo tipo de teorías a cual más inverosímil.
Y Rodrigo Díaz ni lo confirmó ni lo desmintió.
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