Dean Onimo - Reconquista (Legítima defensa)
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Lanzó una ojeada precavida a su alrededor.
Y lo que vio no logró tranquilizarle.
Lo primero que percibió al levantar la cabeza fueron las malas vibraciones que sobrevolaban el lugar.
Las muestras de vandalismo saltaban a la vista y las persianas metálicas embadurnadas de todos los establecimientos de la plazoleta que permanecían bajadas despejaban cualquier duda acerca de dónde había ido a aterrizar.
En un planeta desconocido.
Zona catastrófica.
Revoloteando a merced de las ráfagas de viento, numerosos papeles, cartones, plásticos y hojarasca de los pocos y esmirriados árboles que sobrevivían no se sabe cómo, alfombraban el entorno.
La suciedad omnipresente, acumulada por doquier, era de tal magnitud que podría divisarse sin demasiados esfuerzos desde cualquiera de los satélites que pululaban alrededor de la Tierra.
En nuestro planeta existen lugares paradisíacos, coloridos, luminosos e impregnados de felicidad.
Este no formaba parte de esos idílicos enclaves.
Era un sitio dejado de la mano de Dios.
El sol marchito no parecía interesado en iluminar la plazoleta.
Ni flores, ni plantas, ni pájaros piando.
En lugar de aquellos aromas familiares del pasado, el aire estaba emponzoñado con hedores del presente.
Y después estaban ellos.
Humanos que actuaban como zombis.
O zombis con apariencia humana.
No tardó en descubrir que él era el único que desentonaba en el ambiente.
Como la anciana le había confesado y cada vez más autóctonos experimentaban en sus propias carnes, él también se sintió fuera de lugar en su propio país.
Una impresión agudizada por las miradas amenazadoras del resto de los allí reunidos.
Saltaba a la vista que su presencia no despertaba demasiadas simpatías.
Disimuló como mejor supo y se puso a la defensiva.
Se mantuvo erguido apoyando la espalda en el respaldo del banco por si tenía que tomar impulso.
Introdujo ostensiblemente las manos en los bolsillos de la chaqueta para despejar cualquier duda al tiempo que ponía cara de póquer.
Eso hizo que el grupo de alimañas se lo pensara dos veces.
Mal cliente.
No obstante la alegría duró poco.
El más joven de los presentes le dedicó un vistazo amenazador.
El resto de la banda avanzó con él haciendo piña.
Todos y cada uno eran supervivientes de desiertas travesías dunares y mares embravecidos.
No siempre podemos elegir los mejores campos de batalla.
Rodrigo con resignada lucidez dejó vagar la mirada.
Por su expresión impasible no dejaba vislumbrar sus intenciones.
«Bueno, parece que voy a tener que defenderme» pensó mientras cambiaba de postura en el incómodo banco en el que había tomado asiento.
Cuando tienes un conflicto con un tipo que viene a por ti, lo mejor es olvidarte de los preliminares y atizarle con todas tus fuerzas antes de que lo haga él.
Rodrigo Díaz de Vivar fiaba sus actuaciones a la facilidad natural para adaptarse a las circunstancias.
Esta vez, sin embargo, tuvo que admitir que tenía escasas posibilidades de salir victorioso de la contienda y por otra parte existían enormes probabilidades de que acabara con algún que otro hueso roto más pronto que tarde.
Y cuando la situación amenazaba con complicarse más de la cuenta, la casualidad quiso que el coche patrulla con las luces encendidas se detuviera frente a él.
Colgando del retrovisor, el toro de Osborne y una bandera española.
—Señor, este no es un sitio apropiado para descansar —aconsejó uno de los agentes a través de la ventanilla bajada sin hacer amago de apearse del vehículo policial—. Este lugar es igual de peligroso a cualquier hora del día que de la noche —previno cortésmente.
—He tenido un desmayo, estaba recuperándome —informó Rodrigo con el mayor desenfado del que era capaz teniendo en cuenta las circunstancias.
Con las mejillas hundidas y la respiración entrecortada, parecía exhausto.
—¿Quiere que le acompañemos al hospital? —ofreció uno de los dos policías, lanzando una mirada inquisitiva.
—No, gracias, parece que ya me encuentro mejor —agradeció Rodrigo, declinando la generosa oferta.
Aunque saltaba a la vista que ofrecía un aspecto cuanto menos lastimoso, por lo que sus palabras no sonaron muy convincentes.
—Podemos acompañarle hasta su domicilio si lo prefiere —insistió el agente—. Para eso estamos aquí —añadió solícito.
—Gracias de nuevo, no será necesario. —Negando con la cabeza, Rodrigo volvió a rechazar la invitación.
Al policía no le pareció una buena idea y así se lo hizo saber.
Mientras tanto, como quien no quiere la cosa, el grupo de africanos iba avanzando poco a poco en actitud chulesca.
—Ni un paso más —amenazó el agente, indicándoles con un gesto de la mano que detuvieran su avance.
Obviamente ninguno se arredró.
Se sentían en territorio conquistado.
—¿Por qué se comportan como gilipollas? —preguntó el conductor.
—Porque quieren y porque pueden —respondió el copiloto.
—No, lo hacen simplemente porque se lo permiten —terció Rodrigo con escepticismo.
—Dígame algo que yo no sepa —musitó uno de los uniformados.
En ese momento uno de los provocadores, alto, flaco y con dientes de conejo, lanzó un improperio en tono despectivo, arrogante y bravucón.
—¿Y ese qué ha dicho, un insulto en moro? —preguntó uno de los uniformados a su compañero.
—Supongo que sí —respondió el interrogado—, es un puto descarado, déjamelo a mí, voy a romperle la cara —añadió enfurecido.
Reaccionó como si hubiera recibido una bofetada.
Ante la clara falta de respeto, el copiloto salió del coche, desenfundó la porra y se dirigió decidido hacia el grupo que continuaba provocándole.
Hizo un último intento por tranquilizarles.
Ninguno parecía decidido a dar su brazo a torcer.
La confrontación estaba servida.
El agente de policía siguió avanzando.
La expresión hostil en su mirada no dejaba lugar a malentendidos.
Y entonces, al comprobar que el segundo agente les apuntaba con la pistola de reglamento sin que le temblara la mano, el ademán desafiante de los componentes de la cuadrilla se desvaneció tan rápido como había aparecido.
En el último instante, viendo que la cosa iba en serio y presintiendo el peligro inminente, el grupo se echó para atrás, dio media vuelta y huyó a la carrera.
—Esto acabará mal —refunfuñó uno de los agentes.
Lo que había comenzado años atrás como un problema local, con el transcurrir del tiempo se había convertido en una emergencia nacional y a menos de poner remedio urgentemente estaba a punto de degenerar en epidemia continental.
Cuando en una fosa séptica calculada para veinte personas resulta que se ponen a cagar veinte mil, la instalación no suele tardar mucho en reventar.
Habrá mierda por todas partes.
No hay que ser físico o matemático para llegar a esa conclusión.
Simplemente se trata de hacer uso del sentido común.
—No te preocupes, ya falta menos —comentó su colega.
Esperaba pacientemente el día, por cierto que no tardaría mucho en llegar, en el que el gobierno de turno levantara la veda y permitiera a las fuerzas del orden, obviando sutilezas, disparar con fuego real.
Por supuesto él ya tenía decidido que apuntaría directamente a la cabeza.
Rodrigo se puso en pie, dio las gracias a los policías y se dirigió caminando lentamente hacia territorios más acogedores.
A medida que se alejaba, notó en la nuca la mirada de rechazo de la pandilla de maleantes que permanecían parapetados detrás de uno de los chaflanes de la plaza.
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