–No, la perra no está a la venta –dice Eleanor y descruza y vuelve a cruzar las piernas–, pero, sabes, eres realmente la primera persona que hace esa pregunta.
–¿Sí? –dice la bella mujer. El problema con una mujer linda es que hace sentir a todos a su alrededor desesperadamente masculinos, lo que no presenta ningún problema particular si para empezar eres hombre. Pero si eres cualquier otra cosa, tu identidad sexual completa es arrastrada hasta la oficina del director, donde te dicen: “¿Qué es eso que escuché de que has estado pavoneándote por ahí, haciéndote pasar por mujer?”. Tú no sabes qué decir. Estás sentada sobre tus manos. Rezas para que tus pechos crezcan, para que tu cabello tenga más volumen.
–Un viejo achacoso –susurra Eleanor, mirando a Gerard–. Consíguete un viejo achacoso.
Seguramente miraré muchos especiales de televisión: Sammy Davis cantando “For Once in My Life”, Tony Bennett cantando “For Once in My Life”, todos cantando “For Once in My Life”.
–¿Puedo mostrarte algo de Liz Claiborne? –dice Eleanor y baja la falda negra del árbol–. No sé mucho de ropa de diseñadores pero supuestamente Liz Claiborne es una buena marca.
La bella mujer de cabello negro azabache con un jumper de jean sonríe levemente.
–Está bien salvo por las pelusas –dice y levanta cautelosamente el dobladillo de la falda y luego lo vuelve a soltar. Eleanor se encoge de hombros y pone de vuelta la falda en el árbol.
–Ya nadie sabe nada sobre tener personalidad –suspira y vuelve dando saltitos a las mesas donde se pone a apilar revistas gratuitas de aerolíneas y números viejos de People y Canadian Skater.
–Entonces llevo solo esto, supongo –dice la mujer y le pasa un dólar por un disco a Gerard. Miro rápidamente y noto que es un álbum de Louis Armstrong que le regalé la última Navidad. Cuando la mujer se ha ido, digo:
–¿Así que ahora vendes los regalos? ¿Te di ese disco para Navidad y ahora está en nuestra venta de garaje?
Gerard se sonroja. Lo hice sentir mal y no estoy segura de haber tenido esa intención. Después de todo, yo misma vendí el decantador de vino que me regaló mi hermano el año pasado. Cuando me lo dio sacudía los pies y llevaba la totalidad de su vida imposible impresa en su cara como una moneda.
–Lo tengo en casete –dice Gerard–. Tengo a Louis Armstrong en casete.
Miro a Eleanor.
–Los casetes de Gerard –digo.
Ella asiente con la cabeza. Está revisando unas revistas People viejas que quiere vender a diez centavos cada una.
–Así que Billy Joel se casa con una modelo –dice mientras hojea las revistas–. Qué puedes esperar de un tipo que escribe “No quiero una conversación inteligente” y llama a eso una canción de amor. –Muy poco después, Eleanor se pone a cantar el tema que acaba de citar–: “No quiero una conversación inteligente. Solo quiero unas tetazas enormes”. Kip ama a Billy Joel –agrega–. El hombre tiene el gusto de un abrelatas.
Esto es un sálvese quien pueda.
Me mudaré a un nuevo departamento en la ciudad. Lo llenaré con nuevos olores: el vinilo de la cortina del baño, el percal maloliente de las nuevas sábanas, el aroma enérgico de los pesticidas del conserje. Tomaré demasiados baños calientes: un sustituto del sexo y del alcohol y un intento de reorientarme.
En el trabajo, de repente, nadie entenderá cuando esté bromeando.
En realidad, nos está yendo bastante bien en la venta de garaje, a pesar de que los suéteres no son un gran hit dado que hace calor.
–Perdón por lo del disco –dice Gerard mientras pone su mano en mi muslo en la parte donde termina el short.
–No hay problema –digo y voy a la casa y traigo un montón de regalitos baratos que me ha dado en los últimos dos años: carpetas tejidas al crochet, jabones marca Crabtree and Evelyn, una bolsita para perfumar cajones que dice “Soy pino para ti y a veces soy bálsamo”. Todos provienen de otras ventas de garaje. Estuvieron guardados durante años en los cajones de otras personas, y luego en sus garajes, y ahora me voy a deshacer de ellos. Supongo que me estoy vengando, pero en realidad esos regalos nunca me gustaron. Son para una solterona o para una abuela, y esta es mi oportunidad de tirarlos a la basura. Tal vez soy una persona poco generosa. A veces pienso que debo querer más a Magdalena que a Gerard, porque cuando los dos partan hacia California quiero que Magdalena esté contenta y quiero que Gerard se deprima y pierda el cabello en su plato de agua. No quiero que sea feliz. Quiero que me extrañe. Eso no es realmente amor, supongo. Eso lo entiendo. Tal vez sea como la pequeña niña que por un instante perplejo y desencantado nota que la muñeca de plástico rígido no es un bebé real, pero pronto retoma la simulación. Quizás sea como un jugador de fútbol que, vano y superfluo, se coloca sobre la pila de jugadores incluso cuando sabe que el tackle ha terminado, incluso después de saber que el juego ha sido completado y que eso no tuvo nada que ver con él; simplemente salta allí de todas formas.
–Oh, Dios mío –grita Eleanor mientras levanta la bolsita para perfumar cajones–, he visto esto al menos en dos ventas de garaje.
–La compré en Oak Street –dice Gerard–. ¿La viste ahí?
–Creo que no –la toma con dos dedos y la inspecciona con sospecha.
Por un tiempo me encontraré hablando sola y me daré cuenta de que eso es algo que siempre he hecho; lo que pasa es que cuando vives con alguien más piensas que hablas con esa persona. Solo porque están en el mismo cuarto supones que te escuchan. Y luego, cuando empiezas a vivir sola, te das cuenta de que has desarrollado el hábito perturbador de hablar en voz alta cuando no hay nadie.
Como medicación, miraré mucho HBO y comeré manzanas asadas con crema ácida. La parte blanca de mis ojos se resquebrajará con líneas de color escarlata. Solamente una o dos veces correré hacia la calle en el medio de la noche con el pijama puesto.
Cerca de las tres y treinta y cinco, la venta realmente aminora. Yo ya he vendido mis sillas de respaldo alto y mis chalecos escoceses. Ni siquiera estoy segura de por qué he vendido todas esas cosas; quizás solamente para no ser dejada afuera de este gran insulto a la propia vida que es una venta de garaje, este grandioso proyecto de deshacerse rápido de algo. Lo que en realidad debería haber sacado es la comida que Gerard y yo todavía tenemos: papas que ya se están echando a perder, intestinos de vaca que se ponen cada vez más oscuros, perejil y lechuga llenándose de moho en bolsas de plástico, especias derramándose por el costado de sus contenedores en el estante de la cocina. O quizás debería haber bajado todos los espejos: el que está en el baño, el que está sobre la cómoda. Estoy cansada de mirarme en ellos y ponerme tanto maquillaje y verme como una prostituta. Estoy cansada de decirme a mí misma: “Solía ser capaz de lucir mejor. Sé que solía ser capaz de lucir mejor que esto”.
Todo me da dolor de estómago.
–Ahí va mi dote –digo cuando una niña de diez años compra mi “Soy pino para ti” por veinticinco centavos. Siento preocupación por ella. Tiene el cabello duro como alambre y es tímida, con la voz casi inaudible susurra: “Gracias”. Camina dando pasos diminutos y sostiene la bolsita contra su pecho.
Observo el cielo y deseo que llueva.
–Esto se vuelve aburrido después de un tiempo, ¿verdad? –digo–. Me gustaría cerrar, pero anunciamos que estaríamos abiertos hasta las cinco. –Pasan muy pocos autos por la calle Marini; algunos bajan la velocidad, nos inspeccionan y luego vuelven a acelerar y se van. Eleanor agita un top y grita:
–Lo mismo para ti, amigo.
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