–Era una buena bicicleta, pero no te sentías cómoda con ella. El tipo hizo un buen negocio –dice Gerard. La camioneta se aleja y desaparece de nuestra vista. Ahora ya no poseo una bicicleta.
–No te preocupes –dice Eleanor. Me rodea el hombro con el brazo y me conduce hacia los abedules–. Es como la vida –y señala con el pulgar hacia atrás, donde está Gerard–. Vende al joven y elegante, y consíguete un viejo achacoso y te sentirás mucho más feliz. El viejo achacoso es cómodo y nunca te lo robarán. Mira a Kip. Al viejo achacoso lo tienes de por vida.
–Cuarenta y cinco dólares –digo y sostengo el dinero frente a mi cara, como si fuera un abanico.
–Ya aprenderás –dice Eleanor. Ahora, una pequeña multitud está congregada alrededor de los tops de Eleanor, los discos de Gerard, mis plantas. Las plantas no, me digo. No estoy segura de que deba venderlas. Son cosas vivas, mucho más que los tops de Eleanor.
Eleanor es toda una vendedora junto a los abedules. Señala la falda negra.
–Esta es marca Liz Claiborne –le dice a una mujer cuyo interés en la prenda no es seguro–. ¿Sabes quién es?
–No –dice la mujer, fastidiada, y se pone a mirar los discos de jazz.
–Queremos las plantas –dice una adolescente con su novio–. ¿Cuánto?
Hay un ficus pequeño y una aglaonema.
–Ocho dólares –digo, improvisando un número. El sentimiento de incomodidad me invade nuevamente. La aglaonema me mira sin poder creerlo, traicionada. La parejita junta los ocho dólares, me los dan, y luego toman las plantas en sus brazos, como si fueran los bondadosos salvadores de unos niños.
–Gracias –dicen.
Las ramas del ficus me dicen adiós, pero la aglaonema chilla: “¡No eres apta para ser la madre de una planta!”, o algo así, mientras es conducida hacia el auto de la pareja. Pongo los ocho dólares en mi taza. Me pregunto cuán lejos se podría llegar en una de estas ventas de garaje. “Por supuesto”, podrías decirle a un desconocido total, “llévate a la perra, llévate a mi novio; las madres y los dedos tienen una oferta especial: dos por uno”. Si lo único que quisieras fuera llenar tu taza de efectivo podrías dejarte llevar. Un resto de uña o un bebé, las dos cosas bien podrían tener un precio escrito sobre cinta adhesiva. El ímpetu de vender podría apoderarse de ti, como el alcoholismo o la religión.
–Estoy mal –le digo a Gerard, que acaba de vender algunos discos y pone alegre el dinero en su taza.
–¿Qué sucede? –Otra vez, he vuelto amarga su felicidad, me he interpuesto en su camino, da la impresión de que eso es lo que hago.
–Vendí mis plantas. Me siento mal.
Me rodea la cintura con un brazo.
–Es dinero, podrías usarlo para algo.
–Gerard –digo–, huyamos a New Hampshire y solo usemos bolsas de dormir como ropa. Seremos principiantes durmiendo en tiendas.
–Ben-na –dice separando mi nombre con tono de advertencia. Saca su brazo de mi cintura.
–Tuvimos una buena vida aquí, ¿verdad? Comimos mucho arroz y muchos porotos. Toma tus ocho dólares, Benna. Cómprate un bistec.
–Ya sé –digo–. ¡Podríamos abrir un puesto de limonada!
La aglaonema sigue chillando a la distancia, como un pájaro. Entre los abedules, la mancha en el body de Eleanor es una suerte de spin art orgánico, una flor o un blanco; un ojo menstrual aplastándome.
Sé lo que pasará: él me prometerá escribirme día por medio, pero cuando resulte ser una vez por semana, me prometerá escribirme una vez por semana y cuando resulte ser una vez por mes y aunque solo sea una postal, llamará por teléfono, dirá: “Benna, te lo prometo, una vez por mes te escribiré”. Empezará a decir cosas falsas con tono de abogado, cosas como: “Sabes, estoy extremadamente ocupado” y “hago mi máximo esfuerzo”. Será el primero en sacar el tema del costo de las llamadas de larga distancia. De repente, palabras como res ipsa loquitur y no nos beneficia aparecerán en su lengua como forúnculos. Hablará sobre lo que “otras personas dijeron” y lo que él “y otras personas hicieron”, y cuando nunca mencione específicamente a ninguna mujer será como las agencias de noticias soviéticas que nunca publican nada que contenga los nombres de las ciudades donde están las nuevas bombas.
–No hay problema, puedo aceptar un cheque –dice Eleanor–. ¿Por qué no lo aceptaría? –Milagrosamente, alguien está comprando Millie, una chica moderna . Un hombre con una gran barriga y con chequera pero sin camisa. El pelo en su pecho es parecido al de Gerard: un territorio muy diferente al de su cara, algo exótico y prestado, como un disfraz de Halloween. El hombre toma el decantador de vino. Es un objeto feo, un regalo caro y equívoco de mi hermano solitario y con sobrepeso.
–Puedes llevártelo por un dólar –digo. Una vez, encontré un libro de poesía bastante bueno en una tienda de libros usados, y en la portada alguien había escrito: “Para Sandra, la única mujer que amé”. Me sonrojé. Me sonrojé por la perra de Sandra. Las traiciones, incluso las que tú misma llevas a cabo, pueden tomarte por sorpresa. Te das cuenta de que eres capaz de ciertas cosas.
El hombre nos hace cheques a Eleanor y a mí.
–¿El perro está a la venta? –dice riéndose entre dientes, pero ninguno de nosotros le responde–. Mi mujer ama con locura a Julie Andrews –dice, sosteniendo el disco en alto–. De niña, quería crecer para ser niñera y cantar las canciones de Julie. “Doe a deer” y todo eso.
–¡Ja, yo también! –digo, una niñera ridícula, una Julie Andrews con un sapo en la garganta. El hombre hace el gesto de brindar con el decantador de vino, después se aleja por la vereda.
–El gusto de un abrelatas –murmura Eleanor.
Y en el teléfono, en California, en un último y acorralado estallido de sentimiento erótico, susurrará: “Buenas noches, Benna. Guarda tus senos para mí”, pero la conexión de la línea no será muy buena y sonará como: “Guarda tus sueños para mí”, y yo diré “Estás loco, mi amorcito”, y cortaré golpeando el teléfono.
Se produce un momento de calma en nuestra venta de garaje. Voy adentro y busco cervezas, y vierto una en un plato para Magdalena.
–Bueno –dice Gerard reclinándose en su silla de jardín–. Nadie ha preguntado por el body color lavanda aún, Eleanor. Quizás piensen que está manchado.
–Bueno, sabes, no es una mancha completa –explica Eleanor–. Es solo el contorno de una mancha… en el medio ya no se ve. Los moretones también se borran así. Después de algunos lavados habrá desaparecido del todo.
Gerard parpadea con gesto serio en señal de burla. Yo trago mi cerveza como una mujer en pánico. Gerard y Eleanor cuentan su dinero, enrollan y desenrollan los billetes y hacen torres plateadas con las monedas. Son dos contra uno. La gente pasa caminando, algunos se paran y miran, otros siguen. Otros dicen que volverán.
–No paran de decir que van a volver pero nunca lo hacen –digo. Tanto Eleanor como Gerard alzan rápidamente la vista desde sus tazas de dinero y me miran, como si de alguna forma los hubiera acusado a ellos, una contra dos–. Solo un comentario –digo, y ellos regresan a su dinero.
Una bella mujer de pelo negro con un jumper de jean pasa caminando y al ver nuestra venta se detiene a curiosear y reordenar la mercadería. Está bronceada y sus ojos grises llaman la atención y todas esas cosas que son obviamente encantadoras quedan opacadas por su falta de sutileza.
–Oh, ¿el perro está a la venta? –dice y se ríe más bien estridentemente mientras mira a Magdalena, y Gerard le contesta con una risa igual de estridente (para ser amable, explicará después), aunque Eleanor y yo no nos reímos; la mujer está más cerca de la edad de Gerard que de la nuestra.
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