–Benna, estoy segura de que no…
La piel de Eleanor era suave y sin poros. Tenía el cabello con reflejos dorados, como una madera costosa. Quería que dejara de decir mi nombre.
–Pero no se acostaron, ¿no? –pregunté, aunque sonó patético, como un personaje diminuto de Hans Christian Andersen.
Eleanor me miró fijo. Sus ojos empezaron a llenarse de agua. Se sentía mal por mí. Se sentía mal por ella misma. Pude sentir cómo mi corazón se marchitaba como una flor. Pude sentir cómo el bulto en mi pecho subía hasta mi garganta, donde tal vez hubiera estado al principio.
–Oh, Benna, él es una mierda. –Ellos sí se odiaban mutuamente. Es por eso que ella me estaba contando esto: todos nos odiábamos mutuamente–. Lo siento, Benna. Él es una mierda. Sabía que jamás te lo contaría.
Eleanor era gorda. No sabía nada de música. Era una niña. Seguía recibiendo dinero de sus padres desde el país de los médicos. Ningún animal es tan problemático en cautiverio como el elefante , pensé con maldad, como una profesora de aerobics que mira demasiada televisión pública. Todos los años, al menos un cuidador de zoológico es asesinado en algún lugar del mundo.
Algo en Eleanor empezó entonces a desmoronarse y morder.
–¿Cuánto tiempo crees que yo podría haber seguido siendo una caja de resonancia de ustedes dos, Benna?
Esto era espantoso. Era la clase de cosas que lees en las columnas de consejos de las revistas. ¡Dame la mano tú que, como yo, has sido inscripto en el libro funesto de la gracia!
–…yo merecía un romance, y en lugar de eso estaba pasando todo mi tiempo envidiándote. Y tú nunca me notabas. Nunca notaste siquiera que había bajado de peso. –Ella no sabía nada de música. No conocía ninguno de los temas de Momento de decisión .
–No te das cuenta de que la hermandad entre mujeres tiene que ser redefinida –dijo–. Hay demasiados pocos hombres en el mundo. ¡Hay una escasez de heterosexualidad allá afuera!
Lo que finalmente logré decir mientras miraba un póster que explicaba la maniobra de Heimlich fue:
–¿Entonces, esto es lo que se llama sociobiología ?
Eleanor sonrió débilmente, con esperanza, y yo me largué a reír, y después las dos estábamos riéndonos con los ojos llenos de lágrimas y hundiendo la cabeza entre nuestros brazos apoyados sobre la mesa. Y fue en ese momento que tomé la botella de ketchup y se la partí sobre la cabeza. Y después me paré y salí tambaleando, mi alma entumecida como una pierna cruzada, y Hank me gritó algo en griego y dejó su puesto detrás de la barra para ir a socorrer a Eleanor que lloraba en voz alta y seguramente iba a necesitar puntos.
Durante nueve días, Gerard y yo no nos hablamos. A través de las paredes, yo podía escucharlo entrar y salir de su departamento, y seguramente él podía escucharme a mí, pero no hablamos. Desde el principio yo me negué a responderle cuando me golpeó la puerta.
Por la noche, salía a ver todas las películas malas en Fitchville y me quedaba sentada en el cine. A veces, llevaba un libro y una linterna.
Lo extrañaba. Me di cuenta de que el amor era algo que la columna vertebral recordaba. No había nada que se pudiera hacer al respecto.
Desde el otro lado del pasillo, podía escuchar cómo sonaba el teléfono de Gerard, entonces prestaba atención y esperaba que él respondiera. Las palabras siempre se escuchaban apagadas. A veces, lo oía reírse como si ya estuviera listo para volver a ser feliz. Un par de veces, en que no volvió en toda la noche, su teléfono sonó hasta las tres de la mañana.
Dejé de tomar sedantes. Los días eran todos falsos, de un color gris cálido. Días de monóxido. Alfombra de baño sucia. Suela de zapato. Cuando iba al centro, los colores de todas las tiendas se derretían ante mis ojos como revistas húmedas. Había un ruido en el aire que cambiaba con el viento y que podría haber sido música, o rugidos, o voces de niños. Las personas miraban hacia arriba buscando algo en los árboles y yo también alcé la vista y vi lo que era: no lejos de la calle Marini, miles de pájaros oscuros habían aterrizado, habían descendido de sus nidos; geometría resuelta en la confusión del vecindario, esparcían sus graznidos complicados entre los árboles y sobre los techos, en busca de la mancha negra e iridiscente de un derrame de petróleo. Yo sabía que había científicos que estudiaban eventos como este, que afirmaban poder discernir patrones en este tipo de caos. Pero esto requería distancia y un estudio que no tenía en cuenta ninguna de las partículas individuales en el desorden. Las partículas no tenían valor. La mirada de cerca no tenía ningún uso particular.
A cuatro cuadras, pude ver que la bandada tenía una especie de vida grupal, una inteligencia reconocible, era indudable que había patrones en su aleteo azaroso, pero solo, cualquiera de esos pájaros negros no hubiera tenido idea de lo que estaba pasando. Solos, como vive la gente, se habrían roto la cabeza contra las paredes.
Me alejé lentamente de la calle Marini, y comprendí este pequeño fragmento: entre lo grande y lo pequeño, entre lo cercano y lo lejano, no había sabiduría ni tregua posible. Estar cerca significaba estar ciego, ser uno entre tantos equivalía a no poseer forma ni voz.
“¡Debe haber cosas que puedan salvarnos!”, quería gritar, “pero no están aquí”.
Me hice un aborto. Después sufrí de una breve depresión heterosexual y tuve problemas para dar mi clase: sin darme cuenta, me salteaba el número tres al contar y gritaba: “Al frente, dos, cuatro, cinco; costado, dos, cuatro, cinco”. En realidad, eso pasó solo una vez, pero más adelante, cuando estaba viviendo en Nueva York, se volvió una historia divertida para contar. (“Benna”, dijo Gerard el día que me fui, “mi amor, lo siento mucho”).
Gracias al embarazo, el bulto en mi pecho desapareció, se retrajo, fue absorbido y nunca volvió a aparecer.
–Una flor nocturna para nada seria –le dije a la enfermera. Ella sonrió. Cuando me palpó el pecho, me dieron ganas de invitarla a cenar. Hubo una semana en mi vida en que ella fue la única persona que realmente me gustó.
Pero yo creía en recomenzar. Sabía que, finalmente, solo había rupturas e insatisfacción y dolor entre las personas, pero, Shirley, la mejor venganza era la de transformar tu vida en un pequeño conjunto de milagros.
Si no podía ser estable y profunda, trataría, al menos, de ser amable.
Entonces, antes de partir, llamé por teléfono a Barney y lo invité a tomar un trago.
–Eres una chica dulce –dijo, hablando con el volumen de un comentador deportivo–. Siempre lo he pensado.
1Enfermedad imaginaria inventada por el grupo de teatro experimental The Firesign Theatre durante la década de 1960. [N. de la T.]
He notado que hay personas en el mundo que nacen vendedores. Saben cómo realizar transacciones, cómo disponer. Saben cómo abrirse paso de forma fascinante y cautivadora hacia un acuerdo, un descuento. Luego se suben a su auto y conducen a toda velocidad.
–Cada vez que me mudo a un lugar nuevo –dice Eleanor–, me compro un estante para la ducha. Me da la sensación de estar empezando de nuevo. –Esboza una gran sonrisa mordaz.
–Sé de lo que hablas –dice Gerard, sentado en una silla de jardín, mientras se agacha para atarse los cordones. Estamos en el patio de la casa, liquidando nuestros afectos, intercambiando nuestras vidas por efectivo: hemos organizado una venta de garaje. Gerard se endereza. El cabello le cae sobre la cara, lo hace lucir demasiado joven, luego demasiado apuesto cuando se lo corre hacia atrás. El corazón me duele, se expande y se pliega sobre sí mismo como un omelette.
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