BIBIANA CAMACHO JAULAS VACÍAS
NARRATIVA
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Primera edición: abril de 2019
ISBN: 978-607-8667-59-8
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BIBIANA CAMACHO
JAULAS VACÍAS
La realidad exigía mucho de ella. Se examinó en el espejo para ver si el rostro se volvía bestial bajo la influencia de sus sentimientos. Pero era un rostro quieto que ya hacía mucho tiempo había dejado de representar lo que sentía.
CLARICE LISPECTOR
–¡Seguro Mariela está borracha! –gritó Diana al encontrar a su hermana mayor tirada en el cuartucho al lado de la cocina que fungía como bodega.
Mariela se resbaló y quedó lastimada del tobillo, no se podía levantar y prefirió quedarse ahí, boca arriba, mirando la reserva de mezcales, vinos, tequilas y vodkas que el papá almacenaba para eventos especiales.
–Mira nada más Mariela, acabamos de llegar y ve cómo estás –le dijo Diana, la hermana menor, mientras la ayudaba a levantarse.
–Pues yo tengo hambre –contestó en un tono de niña pequeña, aunque era la mayor.
–Voy a preparar algo de cenar. Diana, ¿me acompañas? –dijo Consuelo, la de en medio, mientras se encamina ba a la cocina, luego de haber acomodado a Mariela, ya sin zapatos, en el sillón.
–Te tomas muchas molestias con la borrachita, ¿no te parece? –comentó Diana en un susurro.
–Es nuestra hermana –respondió la de en medio.
Sacaron la despensa que compraron en el camino. Era sábado y pensaban marcharse el domingo. En una especie de coreografía ensayada durante toda la vida: limpiaron la estufa, el refrigerador, las alacenas y guardaron los víveres. Poco a poco un agradable olor a ajo frito inundó la cocina. Una picaba verduras, mientras la otra removía el aceite con cebolla.
El menú estuvo listo en pocos minutos: arroz, pollo con verduras, pan. Mariela roncaba, y aunque intentaron despertarla y la zangolotearon, no hubo modo.
–No puedo creer que haya bebido todo el camino y no te hubieras dado cuenta –reclamó Diana.
–¿Cómo me iba a fijar si venía de copiloto contigo, haciendo lo posible para que no te durmieras?
–Pues se supone que serías la encargada de cuidarla en el trayecto y, ya ves, llegó más briaga que nada.
–Pero ¿dónde carajos traía la botella? –preguntó Consuelo, mientras encendía un cigarro y le ofrecía otro a su hermana.
–Qué importa, en cualquier lado; acuérdate que le hemos cachado botellas de perfume llenas de licor barato.
Se quedaron un rato en silencio, paradas a la entrada de la cocina, con los cigarros encendidos. Percibieron un movimiento en el sofá, pero Mariela sólo se había acomodado. Así que siguieron charlando sin darse cuenta de que su hermana descansaba con los ojos abiertos, alerta para cerrarlos en cualquier momento.
–Pues yo digo que a Mariela no le toca nada –dijo Diana. Se hizo un largo silencio; Consuelo fumaba con la mirada perdida, su silencio era una especie de confirmación a lo recién dicho por la hermana. La vida entera de Mariela era un problema tras otro, cada uno peor que el anterior. ¿Cuántas veces la fueron a sacar de la delegación o la tuvieron que ir a rescatar de una cantina, y pagar la cuenta? ¿Cuántas veces sus padres tuvieron que ir a recogerla de la calle, donde la encontraban tirada, con frecuencia acompañada de otros teporochos?
A lo largo de los años logró moderar su compulsión por la bebida, se controlaba, tenía un trabajo estable desde hacía más de cinco años y había dejado de beber en las calles. Pero era demasiado tarde, nunca permaneció mucho tiempo con una pareja, no hizo una familia propia, y de los amigos ni hablar, no tenía. Sus padres habían muerto apenas hacía un mes, con diferencia de un par de días.
–Pues, yo la verdad no entiendo cómo se le ocurrió a mi papá dejarle más que a nosotras, ¿te das cuenta? –Diana insistía.
–Claro que me doy cuenta –respondió Consuelo mientras soltaba una bocanada de humo de cigarro–. Siempre fue la consentida y no logro comprenderlo, lo único que ha hecho en su vida es causar problemas. Preo cupar a mis padres. Acuérdate de la vez que se escapó del centro de rehabilitación carísimo que le pagaron y que mi mamá anduvo enferma de la presión hasta que la encontramos.
–Mi marido y yo ya platicamos. No será nada difícil quitarle la casa. La declaramos no apta para recibir dinero y propiedades, su largo pasado nos garantiza éxito.
–No sé, no estoy de acuerdo con que mis papás le hayan dejado a ella la mayor parte, pero tanto como quitarle todo, eso es demasiado, yo no puedo –Consuelo apagó el cigarro consumido a medias y encendió otro–. Me da culpa, tampoco es mala persona, y la verdad es que ni tú ni yo necesitamos esta casa.
–Ya sé, pero no es por eso. Imagínate lo que va a hacer Mariela si recibe la herencia, ¿tienes una idea? Parece que no la conoces –Diana insistía.
–¿Qué quieres que haga? Mírala.
Las hermanas se quedaron un rato en silencio.
–Pues gastarse todo en la peda –susurró Diana.
Mariela seguía con los ojos abiertos, atenta a la conversación. No era la primera vez que escuchaba a su familia hablar de ella, casi siempre la daban por borracha, y no se enteraban de que cada vez bebía menos y que por lo tanto estaba más consciente de todo. Ya no era como en sus peores épocas, cuando se le borraban días enteros y despertaba de madrugada, espantada, sin saber qué día era, cómo había llegado a su casa, de dónde. Se precipitaba en busca de la bolsa, cartera, teléfono, llaves. Con frecuencia se le borraban varios días de la cabeza, a veces sólo mediante flashazos lograba recordar fragmentos breves y caóticos. Sus hermanas solían sacar provecho de eso, como cuando le echaron la culpa de que su mamá hubiera ingerido los medicamentos equivocados y terminara en el hospital. Mariela no se acordaba de nada, sólo recordaba que su madre la había recogido de la calle y la había arrastrado a la casa familiar. Pero luego su mente estaba en blanco. Sin embargo, juraba que ella no podía haberle dado los medicamentos; consciente de sus limitaciones, jamás se le habría ocurrido siquiera intentarlo.
Extrañaba a sus padres, sobre todo a su papá, que era el que más la regañaba, el que la sermoneaba todo el tiempo; pero también el que más la cuidaba, el que a escondidas le daba dinero o procuraba conseguirle trabajo con sus conocidos; incluso llegó a invitarle un trago con tal de que se le quitara la temblorina. Su mamá, en cambio, siempre fue más dura con ella, pero de otro modo. Le retiraba el habla: “Mariela es caso perdido, no es mi hija, no quiero verla”. Y en efecto se comportaba como si esa hija suya no existiera, como si jamás hubiera nacido. En las celebraciones familiares no había lugar para Mariela en la mesa y se tenía que conformar con cenar en la cocina. Muchas veces ni siquiera la invitaban, temerosos de que llegara echa un desastre y les arruinara el festejo. En un momento dado, la madre repartió entre Consuelo y Diana sus joyas, algunas prendas y su preciada colección de muñecos de porcelana; a Mariela no le dio nada. Por eso ahora las hermanas estaban tan indignadas, la mamá había guardado varios objetos personales para Mariela, los más hermosos; y no sólo eso, además recibiría una parte equitativa de los ahorros de los padres, un porcentaje de la venta de la casa familiar y, por si fuera poco, para ella y sólo para ella estaba destinada la casa de campo donde ahora se encontraban.
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