Oye, pequeño, dijo el hombre que me había ofrecido la cerveza, ¿por qué mejor no vas a ver a tu mami?, nosotros cuidaremos a tu papi. Me sonrió con vileza, tenía los dientes amarillentos por el tabaco. Le respondí que se fuera al diablo. Me abalancé sobre él, quise hacerle daño, pero sólo logré llenarme de lágrimas.
Mamá me encontró sentado sobre el pasto regado por cerveza, derrotado. Me levantó, sacudió mis bermudas y me cubrió con su abrigo. Humedeció con saliva su rebozo y con él limpió mi rostro. Luego miró con un profundo desprecio a mi padre y los borrachos acallaron sus risotadas. Ausencio no se atrevió a pronunciar palabra alguna, ni siquiera un perdóname. Esa noche lo dejamos con sus amigos, y yo le prometí a mamá que nunca me emborracharía. Nunca.
Pero he roto esa promesa. Afuera ya no se distinguen bramidos ni polvaredas, las pequeñas casas de adobe lucen serenas, con sus fachadas de cal que reflejan los destellos anaranjados del atardecer. Los portones de los vecinos se abren y los niños salen con cautela a jugar futbol en la calle. Los perros los siguen, dispuestos a recuperar sus dominios que les arrebataron los toros. Pasado el peligro, también salgo de mi casa.
El viento refrescante que esperaba no llegó, aunque ya no hace falta. A esta hora de la tarde el sol desciende detrás del cerro y uno puede pasear por las calles sin sudar tanto. Camino pensando en mi abuela: me pidió que la acompañara al jaripeo porque Rey, uno de sus ahijados, montará esta tarde.
Rey fue la única persona fuera de mi familia que me trató con aprecio cuando nos mudamos al pueblo. Nunca pude establecer ninguna otra relación con alguien más. A insistencias de mi mamá, accedí a que él me enseñara a cabalgar. En esas tardes de jinetes, mientras cabalgábamos por las faldas del cerro, Rey me contaba su afición por los toros, cómo iba de pueblo en pueblo participando en los jaripeos. Me confesó que no le interesaba nada más, que sólo quería pasarse el resto de su vida criando chivos, montando toros. No le avergonzaba seguir viviendo con su madre, podría hacerlo hasta morir. Yo quería todo lo contrario: largarme cuanto antes. Aun así no lo miré con desdén, como lo hacía con quienes jamás se irían del pueblo, porque era mi amigo.
Después de vagar por las calles llenas de estiércol de toro decido acompañar a mi abuela. No he vuelto a un jaripeo desde mi infancia; tengo curiosidad por saber qué tanto han cambiado, si aún me provocarán pavor. Al llegar ya no veo las carpas de plástico, sino una enorme plaza de toros construida con ladrillos. Entro en la Monumental y, en lugar de un ruedo de morillos de madera, hay uno de hierro. Doy una vuelta por las gradas y encuentro a mi abuela. Me siento a su lado. Las señoras con las que está sentada son sus comadres y no tardan en agobiarme con sus comentarios: ¿Este es tu nieto? Qué tal grandote ya está…
Una señora que sostiene dos botellas entre sus brazos se acerca hacia nosotros contoneándose y alegremente nos pregunta si no queremos una copita de anís o mezcal: Ándenle, una nomás. Mi abuela y sus comadres se ríen entre ellas, esperando a ver quién es la primera en aceptar el trago. Al cabo de un rato todas andan dándole sorbos a sus copitas de anís. Le digo a la señora que me sirva una de mezcal. Claro que sí, responde. Al verme con detenimiento, añade: Tú eres el hijo de Clara, ¿verdad?, casi no te dejas ver. Yo asiento con la cabeza. Te pareces un montón…, me dice. Entonces su semblante se ensombrece y su voz se apaga: Mi más sincero pésame, Ausencio era un buen hombre, se llevaba tan bien con todo el mundo… La señora vierte el mezcal en la copita de plástico y me la entrega. Percibo el aroma fuerte del alcohol y, antes de empinarme el trago, digo salud. El licor me embiste desde dentro, como una cornada, y un acaloramiento se esparce por mis sienes. No era tan bueno, digo después de toser. ¿El mezcal?, pregunta despistada la señora.
Pido otras copas y las bebo con avidez mientras observo que en realidad nada ha cambiado. Las gradas siguen ocupadas sólo por las mujeres, los hombres se emborrachan cerca del ruedo y los niños andan dispersos por toda la plaza. El último de los mezcales que tomo en la Monumental me sabe amargo al advertir que, si mi padre aún viviera, estaría allí abajo emborrachándose.
En seguida me domina una pesadez, una molestia, un querer huir. La tarde se torna fastidiosa y no soporto ni un instante más el ambiente del jaripeo. Le digo a mi abuela que me voy mientras el animador anuncia el nombre de Rey Santiago. Antes de salirme, él se postra en el suelo al lado del toril, cabizbajo, con las manos tendidas hacia el cielo.
Vuelvo a ver aquel hombre corpulento, alto, que se encomienda a la Providencia y se persigna, en la noche, alegre como cuando cabalgábamos, con una sonrisa infantil por haber salido una vez más con vida del ruedo. Baila sin cansarse con una muchacha en la explanada atestada de gente, despreocupado, mientras deambulo por el corredor del palacio, buscando otra copa de mezcal.
De pronto se escucha un balazo, gritos. Tiro mi mezcal. La gente se empuja, se desespera, y en medio de su tumulto le abren un espacio a Rey. Él se arrodilla como en la tarde, cubre su abdomen con sus manos que se manchan de sangre, sangre que cae en hilos formando un charco, escurriéndose entre las grietas del adoquín. Poco a poco Rey va extendiéndose sobre el suelo. Tendido, mira hacia el cielo; parece que habla o reza, pero es sólo su boca que se entreabre para perder el aliento. Intento acercarme a él, pero estoy petrificado. Su madre llega corriendo. Zarandea a su hijo desfallecido, le exige gritando que se despierte, pero Rey sólo logra espirar. Ella, desesperada, se abalanza sobre él, como queriendo detener el desprendimiento del alma de su hijo con el peso de su pena. Cuando sus sollozos no dan para más, se apagan, partiendo el silencio en dos: el silencio de los vivos y el silencio de los muertos.
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