Antonio Vásquez - Ausencio

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La muerte de Ausencio, padre borracho y desobligado, desata los demonios que habitan dentro de Arturo, su hijo mayor, quien a raíz de esta pérdida caerá por una espiral de tristeza, remordimientos y desesperación, que lo llevará a enfrentar el mismo vicio que opacó las posibilidades de felicidad en su niñez y juventud. El luto se convierte en una sombra que se cierne sobre todas sus acciones y sus pensamientos, y su presente se vuelve un continuo deambular a través de los malos recuerdos y los negros augurios. El abandono y la degradación al que lo conduce el alcohol lo malquistan con el pueblo y sus seres queridos. Ausencio es la historia de un descenso al infierno, el del hijo que teme repetir los errores del padre, el de un joven al que parecen seguir tres fantasmales mujeres para anunciarle un destino aciago, el de un hombre que huye y se expone a la intemperie de sí mismo, al rostro de su muerte.

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El único cobijo que hallo es el cuerpo tibio de Marcela, pero después de un mes del entierro de mi padre, ella regresa a la Ciudad de México para sus prácticas universitarias. Antes de irse, me asegura que podría posponerlas para el próximo año. Le digo que no, que vaya, y que iré con ella. Pero Marcela, apenada, me dice que no podría separarme de mi familia que me necesita en estos momentos. ¿Necesitarme para qué? Si paso los días del verano despertándome al mediodía, cuando el calor está en su apogeo y la piel se cubre de un sudor al que se pegan las moscas, haciendo imposible espantarlas.

No ayudo en el negocio familiar, no voy a la ciudad, me quedo sentado en el corredor de mi casa, esperando una corriente de aire afable que me refresque, mientras aplasto las moscas adheridas a mis antebrazos. Una por una van cayendo y juntándose en el suelo como un montón de pasas. Más que el calor, es el tedio lo que me abruma. Cuando me da hambre voy al restaurante de mi familia a comer, luego me regreso a casa. En el camino veo las sombras que trazan las personas en las calles alumbradas por el atardecer, el cansancio que aqueja los rostros de los hombres agobiados, no por el calor ni el trabajo, sino por no tener nada que hacer. Ellos son los que llenan las pocas cantinas del pueblo antes de que anochezca.

Más de una vez me tientan las puertas de vaivén, pero enseguida rechazo la idea al imaginarme lo ridículo que sería entrar; ni siquiera me llevo con la gente del pueblo. Además, recuerdo el juramento de abstinencia que le hice a mamá, y la severa cruda que tuve al despertar al lado de Marcela en el motel. Sentí asco y ganas de vomitar la culpa de haberme pasado de copas. Prefiero regresar a mi silla en el corredor y esperar al menos un roce de viento fresco.

Pero al llegar agosto la canícula empeora, evaporando las esperanzas de los campesinos de tener un solo aguacero que salve sus milpas. Hasta el pasto que hay debajo del ahuehuete se seca y desaparece bajo el polvo.

Un día en el que ni el corredor me resguarda de la reverberación del sol, mientras incremento mi colección de pasas chamuscadas, escucho un alboroto que proviene de la calle, un bramido. Me levanto de mi silla y atravieso el patio ardiente. Entreabro el portón y me embisten los gritos de hombres despavoridos y algunas risas repugnantes.

Observo temeroso cómo un toro negro, brilloso, sacude sus cuernos delante de la casa del vecino. Cinco hombres forcejean con la bestia, intentando lazarlo. Los bramidos y los saltos que da el toro sacuden el polvo de la calle, confundiendo los pasos de sus domadores. La palidez que tiñe sus rostros delata el susto que sufren. Sus compañeros, que aquietan tranquilamente al resto de los toros amarrados con mecates, sólo miran la faena mientras beben latas de cerveza. Escupen al suelo y se mofan de los lazos fallidos. Son policías comunitarios, de la tercera compañía, la que me corresponde. Yo debería estar ahí con ellos, arreando los toros hacia el ruedo del jaripeo; pero como no vivo en el pueblo sólo he tenido que pagar una multa.

Uno de los hombres que intenta lazar al toro se resbala en la tierra y cae. Antes de que pueda ser embestido o aplastado por la bestia, sus compañeros al fin logran domar al toro negro en medio de la polvareda. El viento seco se encarga de dispersar el polvo hacia las fachadas de las casas, hacia mi frente pegajosa. Tardo en darme cuenta de que tengo las manos sudorosas. Entre los portones de los vecinos se asoman ojos curiosos. Pero más que curiosidad, es espanto lo que transmiten las miradas de los niños que aguardan la reanudación de la marcha de los toros.

Comparto ese miedo, desde niño, desde los primeros recuerdos que tengo de los Valles Centrales, del cielo claro oaxaqueño y sus nubes montañosas. Tenía siete años y habíamos venido desde el otro lado de la frontera, del desierto de calor inhóspito. Mamá quería ver de nuevo a sus familiares, los extrañaba. Siempre que nos íbamos de Oaxaca dejaba caer unas lágrimas silenciosas. Llegamos en carro, por estas fechas, en plena fiesta de agosto.

En la calenda que hacían en honor a la virgen de la Asunción, yo miraba fascinado la variedad de colores brillantes de las faldas de satín con que las mujeres desfilaban por las calles, cargando canastas con arreglos de flores en forma de estrellas y corazones. Me gustaba verlas andar, ondeando sus largas faldas, aunque me espantaban los cuetes que estallaban en el cielo. También le temía a las enormes monas hechas de papel y carrizo; gigantes que vestían como personas, con trenzas o cigarros humeantes. Me escondía entre la falda de mamá, la abrazaba fuerte para que no bailara cerca de las monas.

Una semana después de la calenda, en una tarde nublada de las festividades, llegaron los policías de la tercera compañía al restaurante. Venían con canastas de panes y cartones de cerveza, acompañados por la banda del pueblo. Pasaron a la pieza donde tenemos a la virgen, formaron una sola fila frente a mis abuelos y mi tía, y dijeron algunas palabras de agradecimiento. Entregaron los regalos y la banda tocó una diana. Un cuete estalló. De pronto todos salieron de la pieza y caminaron hacia la calle.

Le pregunté a mamá qué sucedía, por qué habían traído tantas cosas, y me respondió que mi tía había aceptado ser la madrina encabezada del tercer jaripeo. Yo no sabía qué era un jaripeo, y mi madre, que no suele asistir a las fiestas, había decidido ir esa vez para acompañar a su hermana menor. Íbamos detrás de la banda; de mi abuelo y de mi abuela, que gustaba arreglarse con pendientes del Istmo; de mi tía, que vestía su traje de china oaxaqueña. Mi padre cargaba una canasta llena de dulces que mamá aventaría en la noche. Yo caminaba al lado de mamá. Quería acercarme a los músicos, pero ella no me soltaría la mano mientras anduviéramos por la calle.

Súbitamente cayó una llovizna desde el cielo gris, que refulgía a pesar de tantos nubarrones. Las gotas asperjaban los sombreros de los policías comunitarios y el campo verde, liberando un aroma a palma seca mojada, mezclado con alfalfa y yerba de conejo. Los instrumentos de latón cromado se cubrían de granitos de lluvia, y los músicos se taparon con impermeables de plástico azul.

Llegamos a la curva por donde se abandona el pueblo. A un costado de la carretera estaban tendidas carpas de plástico para que la gente se refugiara de la llovizna. En los alrededores del paraje, una decena de camionetas viejas con redilas, atiborradas de familias, estaban estacionadas como reses que pasteaban. Para que nadie resbalara, habían puesto un sendero de tablones de madera sobre la tierra humedecida. Lo cruzamos para llegar al espacio debajo de las carpas. Ahí reinaba un ambiente festivo, con la gente sentada en las gradas improvisadas para la ocasión. En medio del graderío se levantaba un ruedo lastimoso construido con morillos de madera.

Me senté junto a mamá, metiendo mano a cada rato en su canasta de dulces. Mi tía había bajado a una mesa puesta delante del ruedo, donde estaba sentada la autoridad municipal. Yo devoraba gozoso los dulces, ignorando lo que estaba por suceder. Mi padre también había bajado, platicaba con unos señores mientras le destapaban una cerveza. Ese fue uno de los olores que inundó el ruedo, cesada la lluvia y sus aromas a yerbas: el olor a cerveza, a meados de burro; el otro fue el hedor del estiércol de los chiqueros.

Hartado de dulces, no tardé en aburrirme. Nada sucedía. La banda, de vez en cuando, tocaba una melodía y, en los descansos, un anunciador animaba al público y prometía las mejores montadas. Yo le temía a los toros, el tamaño de sus cuerpos me dejaba pasmado. El padre de mi padre tenía algunos en su corral; unos días antes del jaripeo me habían llevado a verlos y casi lloro. Mi abuelo materno, por el contrario, no tenía ninguno, sólo puercos y chivos muy enclenques. Comencé a insistirle a mamá que nos fuéramos porque tenía sueño y hambre. Mi abuela me ofreció una empanada de amarillo, pero me desagradaba la comida oaxaqueña y la rechacé.

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