Antonio Vásquez - Ausencio

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La muerte de Ausencio, padre borracho y desobligado, desata los demonios que habitan dentro de Arturo, su hijo mayor, quien a raíz de esta pérdida caerá por una espiral de tristeza, remordimientos y desesperación, que lo llevará a enfrentar el mismo vicio que opacó las posibilidades de felicidad en su niñez y juventud. El luto se convierte en una sombra que se cierne sobre todas sus acciones y sus pensamientos, y su presente se vuelve un continuo deambular a través de los malos recuerdos y los negros augurios. El abandono y la degradación al que lo conduce el alcohol lo malquistan con el pueblo y sus seres queridos. Ausencio es la historia de un descenso al infierno, el del hijo que teme repetir los errores del padre, el de un joven al que parecen seguir tres fantasmales mujeres para anunciarle un destino aciago, el de un hombre que huye y se expone a la intemperie de sí mismo, al rostro de su muerte.

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Entonces el anunciador nos pidió que dirigiéramos nuestras miradas hacia el valiente muchacho que se acercaba al toril. A pesar de que la lluvia había cesado, el cielo se había ennegrecido. El cuerpo flaco que atravesaba el ruedo parecía cargar los nubarrones espesos, agobiado, a punto de ser aplastado. Le supliqué a mamá que nos fuéramos ya, que alguien llamara a mi padre. Traté de buscarlo con la mirada, pero sólo veía un montón de borrachos amontonados sobre los morillos de madera.

El muchacho, con la frente empapada de sudor que delataba su nerviosismo, escaló el toril; ahí se mantuvo un largo rato, dudando, temblando. Yo también temblaba; no encontraba a mi padre. Creía que esos morillos no iban a soportar una embestida del toro y que este saldría y subiría las gradas. No entendía por qué me habían llevado al jaripeo. Del miedo que sentía surgió un ascua de rencor, insignificante, pero vivo.

El montador saltó sobre el toro y las puertas del toril se abrieron. Salió la bestia iracunda, dejando un rastro de polvo y gritos. El toro saltaba y corría sin saber a dónde ir, estrellándose contra los morillos, la cabeza del muchacho peligrando un golpe que lo dejara inconsciente. Cuando ocurrió aquel golpe, de sonido hueco, el muchacho desmayado siguió por algunos instantes más montado sobre el lomo, sacudido como por los ventarrones violentos de una tormenta. No duró. El cuerpo cayó. Los de la policía comunitaria entraron al ruedo, intentaron lazar al toro o al menos distraerlo. La bestia no hizo caso y enterró su cuerno en uno de los costados del montador, desgarrándole la carne y los huesos. Inerte y abierto, el cuerpo raquítico yacía sobre la tierra, como los chivos que mataba mi abuelo sobre una enorme piedra fría. Insatisfecho, embravecido aún más por la sangre que le escurría por el cuerno y le bañaba su ojo, el toro comenzó a saltar, triturando lo que quedaba del montador, dejándolo irreconocible. Esa noche, y muchas más, soñé con el lodo bermejo que se formó donde quedó el cadáver.

En las gradas las mujeres se cubrían las bocas abiertas, también mamá, ahogándose el Dios mío que suspiraban. Yo no comprendía lo que acababa de suceder. Quería a mi padre, que estuviera a mi lado, que me protegiera. Tan sólo tenerlo cerca para saber que cualquier mal que saliera del ruedo no nos alcanzaría. Era la primera vez que veía a un muerto.

Domado el toro, los paramédicos recogieron los despojos del hombre en una camilla y la música no tardó en volver a sonar. Ahora las mujeres también tomaban alcohol, unas copitas de anís que repartían los policías de la tercera compañía, para aliviar el susto. Yo seguía buscando a mi padre, quería bajar y traerlo de vuelta, sobre todo cuando lo vi caminar torpemente hacia el toril. ¡Mamá!, grité, mamá haz algo, se va a matar. Pero ella no sabía qué hacer.

Mi padre, al subir el toril, casi se cae. El corazón me latía deprisa, los latidos iban quebrando mi interior. Desconocía al hombre que estaba por montar un toro, nunca había visto a mi padre comportarse de esa manera. Era algo grotesco, me asustaba. Aun así quería ir por él. Comencé a sentirme huérfano.

Desde las gradas donde estaba sentado se abrió una distancia entre mi padre y yo, una distancia que hería. Mi padre saltó sobre el lomo del cebú y ambos salieron del toril. Lloraba, pero no le hice caso a mis lágrimas; miraba atento a mi padre. El cebú, de cachos cortos, no tardó en derribar, con tres giros, a mi padre. Grité, más fuerte de lo que gritó mamá, y por un instante el paisaje se nubló a causa de la polvareda. La banda tocó una diana y las carcajadas se apoderaron de las gradas. Con los pantalones manchados de tierra mi padre se incorporaba con dificultad. El cebú, sin prestarle la menor atención, se paseaba por los límites del ruedo. Yo no le veía la gracia. Me dolía el estómago y sentía como si una fiebre me aquejara. Tardé en darme cuenta de que me había orinado las bermudas.

Pasado el incidente, mi padre volvió a perderse entre los borrachos. Finalizó el jaripeo y nos fuimos al palacio municipal, donde sería la entrega de premios a los mejores montadores y la regada de dulces. Fuimos sin mi padre. Mamá tuvo que cargar su canasta de dulces y yo la seguí, cabizbajo. Mientras caminaba sentía la capa pegajosa de orina seca que se estiraba y contraía sobre mis piernas.

Atravesamos con dificultad el andador turístico atiborrado de gente, igual que los jardines y los alrededores de la explanada frente al palacio municipal. En medio de esta, unas luces multicolores refulgían bajo una capa de humo. Olía a pólvora. Un cuete con estela se estrelló contra la espalda de un cristiano. Al despejarse el humo se manifestaron un par de toritos de cartón y carrizo, con piernas de humano. Bailaban mientras ardían, persiguiendo a los niños y a los borrachos que se atrevían a retarlos. De puro milagro llegamos al corredor del palacio sin ser chamuscados por los buscapiés.

Tenía esperanzas de encontrar a mi padre ahí, pero sólo estaban las mismas señoras de las gradas, sentadas en sillas de lata plegables, con sus canastos de dulces a sus pies. Me sobresaltaba a cada rato, con cada estallido de cuete. Recordé de pronto una visita que hicimos al circo: mi padre que me llevaba sobre sus hombros, el olor de su crema para afeitar. Comencé a sentir una tristeza desconocida. Desde las montadas no había visto ni una sola familia. Una vez en el jaripeo las familias se dispersaban, y así permanecían.

Acabada la pirotecnia, las señoras recogieron sus canastas y ocuparon el lugar vacío en la explanada que habían dejado los toritos. La banda ejecutó una chilena y las señoras comenzaron a aventar al aire el contenido de sus canastas. Yo miraba desde uno de los arcos del palacio la lluvia de dulces. Caían a mis pies y la gente se abalanzaba sobre ellos, como niños bajo una piñata rota. Yo ya había perdido el apetito, hasta para los dulces, sólo recogí una paleta para dársela a mi padre.

Me escabullí por entre la gente, decidido: iba a reunir a mi familia para regresarnos a casa. Primero busqué a mi padre en los jardines, pero ahí sólo había niños que jugaban a las atrapadas. Mi abuela me había advertido que no me acercara a ellos, que me darían una paliza. Al verme pasar, sus rostros de júbilo y fatiga se tornaron ásperos; me miraban con severidad, echándome en cara lo que yo era: un extranjero.

Me hirió el desprecio que sentían por mí. Si me hubieran visto caminar junto a mi padre no me habrían tratado de esa manera; habrían visto que yo también era del pueblo, que tenía derecho a jugar con ellos si quería.

Continué la búsqueda de mi padre. Rodeé la explanada, siguiendo un rastro de olor a meados. Al fin lo encontré, cerca de la cárcel municipal, en el jardín detrás del busto de Benito Juárez. Lo acompañaban varios hombres que formaban un círculo en cuyo centro se amontonaban cartones de cerveza. Se carcajeaban y daban fuertes gritos, regocijándose de su borrachera. Me acerqué cauteloso; las sombras de los hombres regordetes caían sobre mí y un viento erizó mis vellos. Mi padre, al verme, me cargó entre sus brazos y besó mi mejilla. ¿Cómo estás, mijo? ¿Y tu mamá?, me preguntó. El tufo a alcohol me mareó más que la pólvora. Entonces me bajé y le dije que nos fuéramos a casa. Los borrachos se rieron al oír mi súplica.

Tomé la mano de mi padre y quise llevármelo. Él no se movió. ¿Por qué?, le pregunté con una voz insegura que comenzaba a romperse, ¿por qué estás tomando tanto? Me respondió, sin mirarme a los ojos, que tenía tiempo de no ver a sus viejos amigos. Sólo era eso. Un hombre con una enorme cicatriz que le corría de la boca a la oreja destapó una cerveza y la puso delante de mi rostro: ¿No quieres una?, me ofreció antes de pasársela a mi padre. Los borrachos soltaron otra de sus carcajadas estrepitosas, llenas de malicia. Intenté una vez más: puse mi frente sobre el dorsal de su mano, lo jalé de su chamarra y le dije: Papi, ya vámonos, por favor. Él sólo movió la cabeza aprobando, mordiéndose los labios cobardemente, todavía sin ver mis ojos, que son como los de mi madre.

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