Leopoldo Cervantes-Ortiz - Antología de Juan Calvino

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Una antología es un conjunto formado por partes de obras que tienen una característica en común o trabajos de distintos autores sobre un mismo tema. Y esto es exactamente lo que hizo el profesor mexicano Leopoldo Cervantes-Ortiz una
recopilación de trabajos sobre la obra del gran reformador por los más prestigiosos pensadores de la actualidad: protestantes, católicos y agnósticos. Estamos ante un
libro completamente distinto a todo lo publicado sobre Calvino hasta el día de hoy. No se trata de una biografía más de Juan Calvino, sino de biografías distintas, cada una de ellas analizando un aspecto distinto de su vida, de su obra o de su pensamiento. Y la talla de los autores es apabullante: Teólogos protestantes y católicos como: Jürgen Moltmann, Karl Barth, Eberhard Busch, Alexandre Ganoczy, John H. Leith, Uta Ranke-Heinemann, André Biéler, Gabriel Vahanian. Pastores y profesores de seminario y especialistas en Calvino como: Salatiel Palomino López, Mariano Ávila Arteaga, William J. Petersen, Bowman Foster Stockwell, Alberto F. Roldán, Alfredo Tepox Varela, Eliseo Pérez Álvarez, Esperanza Plata García, Juanleandro Garza, Rubén Rosario Rodríguez. Historiadores y sociólogos de prestigio como: Denis Crouzet, Lucien Febvre, Émile-Guillaume Léonard, Wilhelm Dilthey, Bernard Cottret. Profesores universitarios de filosofía y ciencias políticas como: José Luis López Aranguren, Michael Walzer, Marta García Alonso, Irena Backus, Ángel Alcalá Galve. Políticos como: Alfonso López Michelsen. Escritores como: Francis Fukuyama, Rosa Regàs, Aristómeno Porras, Omar Pérez Santiago. El autor estructura estos trabajos sobre Calvino en nueve partes: I. ASPECTOS INTRODUCTORIOS; II. BIOGRAFÍA; III. PANORAMAS GENERALES; IV. INSTITUCIÓN DE LA RELIGIÓN CRISTIANA, TEOLOGÍA Y EXÉGESIS; V. LA ÉTICA CALVINISTA:; VII. ÁMBITOS DE INFLUENCIA; VIII. OTROS CONTEXTOS; IX. EPÍLOGO. Y en cada una de ellas además de los temas clásicos y habituales al hablar de Calvino y el calvinismo, figuran también otros temas innovadores y apasionantes como: «Calvino, fundador de una civilización», «Calvino y la opinión de los católicos de hoy», «Mujeres alrededor de Calvino», «El extraño romance de Juan Calvino e Idelette de Bure», «El dinero y la propiedad», «Antecedentes de teología de liberación en la herencia calvinista» etc. Se trata pues de un nuevo libro sobre Juan Calvino, pero distinto a todo lo publicado hasta la fecha. Una obra de consulta actual y de talla, imprescindible para todos los interesados en el tema de Calvino y la influencia del calvinismo en la Iglesia y en la sociedad.

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En estas palabras sentimos toda la experiencia espiritual de Calvino que le situaba muy cerca de Lutero; por ello no tuvo dificultad en suscribir la confesión de Augsburgo y la concordia de Wittenberg. Pero era teólogo e intervenía en un debate en el cual todos los teólogos de la Reforma habían dado pruebas de su esencia y habilidad. Y no podía ser menos de admitir, pura y simplemente, la consubstanciación, aproximación grosera al no-teólogo Lutero, ni aceptar (con mayor razón) la ubicuidad, que los luteranos integristas de la segunda generación habían convertido en consigna. Le reprochaba, como Zwinglio, el no distinguir las dos naturalezas de Cristo prestando a la humanidad un atributo de la divina. Pero, sobre todo, adherido firmemente a la resurrección de la carne, empezando por la del cuerpo humano de Cristo, confinada la ubicuidad “espiritual” de este cuerpo en las especies para salvaguardar su “materialismo” en el cielo, “sentado a la diestra de Dios”:

Si entre las cualidades de un cuerpo glorificado incluimos también el que sea infinito y que lo llene todo, notorio es que su sustancia será evacuada de él y que no quedará ninguna distinción entre la divinidad y la naturaleza humana. Además, si el Cuerpo de Jesucristo es cuerpo variable y de características diversas, visible y realmente aparente en un lugar (en el cielo) e invisible en otro, ¿qué quedará entonces de la naturaleza corporal, la cual debe, necesariamente, tener medidas? ¿Y en que se habrá convertido, además, la unidad? ( Institución , IV, XVII, 29).

El luterano Westphal le hacía el reproche de idealizar el cuerpo de Cristo en la comunión: y si lo hacía, era para conservar lo materializado en el cielo, en este lugar bien determinado, situado encima de la esfera visible, donde lo situaba la cosmogonía medieval de Calvino, sentado en su majestad. También en este punto la teología se hallaba dirigida por las representaciones tradicionales de una piedad que había permanecido muy próxima a la piedad de su infancia.

En cuanto a reunir el cuerpo fijado así en el espacio sobrenatural con los fieles, que lo consumen “realmente, es decir, verdaderamente”, en la tierra, en las especies, Calvino llegó a ello gracias a su teología del Espíritu Santo. Marcadamente trinitario —a pesar de las acusaciones de Bolse; el mismo Server bien lo supo—, da al Espíritu Santo (al Espíritu Santo que es “como el vinculo mediante el cual el Hijo de Dios nos une eficazmente a sí”), una importancia que, prácticamente, no todos los teólogos le conceden.

Para que la unidad del Hijo con el Padre no sea vana e inútil, es preciso que su virtud se extienda a la totalidad del cuerpo de los fieles. De este modo admitimos que somos uno con el Hijo de Dios, no para significar que el nos transmite su sustancia (esto iba contra Osiander) , sino porque, gracias a la virtud de su Espíritu, nos comunica su vida y todos los bienes que ha recibido de su Padre. ( Comentario a Juan , XVII, 21).

Pues bien, no se trata aquí de una unión espiritual, o más bien: “La unión espiritual que nosotros tenemos con Cristo no pertenece solamente al alma, sino también al cuerpo, de modo que nosotros somos carne de su carne y hueso de sus huesos (Efesios, V, 30). Por otra parte, débil sería la esperanza de la resurrección, si tal no fuera nuestra conjunción, es decir, plena y completa” ( Comentarios a la I Corintios , VI, 15).

Una vez más nos hallamos próximos a Lutero, al Lutero que en Marburgo explicaba a Zwinglio que la comunión sembraba de incorruptibilidad al cuerpo corruptible para la resurrección. Pero, ¿cómo puede tener lugar esta inseminación, y cómo pueden los fieles ingerir “realmente, es decir, verdaderamente” el Cuerpo y la Sangre de Cristo, si el cuerpo y la sangre no abandonan el cielo, donde se hallan en una maternidad justamente “glorificada”? La respuesta a tal pregunta se encuentra formulada con especial claridad en una carta dirigida a Bullinger (1562):

A pesar de que la carne de Cristo esté en el cielo, nosotros nos alimentamos de ella, no menos verdaderamente en la tierra, puesto que Cristo se hace nuestro gracias a la virtud insondable de su Espíritu, de tal manera que habita en nosotros sin necesidad de cambiar de lugar… No encuentro ningún absurdo en afirmar que recibimos verdadera y realmente la sangre y la carne de Cristo, como alimento sustancial, siempre que aceptemos que Cristo desciende hasta nosotros no simplemente mediante unos símbolos externos, sino también mediante la operación secreta de su Espíritu, a fin de que nosotros ascendamos a Él por la fe.

Gracias a la virtud del Espíritu Santo, que eleva al fiel hasta el cielo, en el momento en que éste recibe las especies en la tierra se opera allí la comunión con el cuerpo de Cristo.

Sea cual sea —comenta Wendel (p. 721)— el valor de los argumentos que aduce Calvino para justificar de peculiar interpretación de la Cena, no debemos ocultar que su doctrina deja numerosos puntos oscuros, puntos que una exégesis, a menudo apartada del texto, no hace más que disimular, apelando frecuentemente al misterio. A pesar de la función que confiere al Espíritu Santo en el establecimiento de un contacto entre Cristo y el fiel, no acaba de entenderse cómo ha podido sostener que el fiel recibe “realmente” en la comunión el cuerpo y la sangre de Cristo. Es posible que la razón decisiva de ello no debamos buscarla en sus preocupaciones doctrinales, sino en su piedad, que exigía unas afiremaciones muy positivas en lo que tocaba a la presencia de Cristo en la Cena.

La teología no está obligada a precisar y explicar todos los misterios. Cuando lo hace de manera inadecuada, encuentra su castigo en los contrasentidos de los no-teólogos. Por no haber querido aceptar tal cual, la representación, sin duda ingenua, de la Cena dada por Lutero y hacia la cual tendían todas la tradiciones y las necesidades se su propia espiritualidad, Calvino, con el transcurso del tiempo, ha empujado a sus fieles hacia la concepción simbolista de Zwinglio, que él mismo había denunciado como “falsa y perniciosa”.

La predestinación nos muestra el mismo influjo de la piedad y de la experiencia y la misma responsabilidad de una teología demasiado explicativa, ha sido considerada, sin razón, como la doctrina central de Calvino, aunque ha llegado a serlo en las épocas posteriores. Para Calvino, igual que para Lutero, era un objeto de simple constatación: “Cien hombres escucharán un mismo sermón: veinte de ellos lo recibirán en la obediencia de la fe, los demás no lo tendrán en cuenta o se burlarán de él o lo rehusarán y condenarán ( Institución , III, XXIII, 12)”.

Efectivamente, es cosa de experiencia común que un gran número de almas parecen vivir al margen de cualquier preocupación por la salvación, llegando hasta rehusarla cuando se les predica. Si hay que negar toda suerte de participación del hombre en la salvación, como hacían la mayor parte de los reformados, no queda otra explicación que la voluntad de Dios:

Si fuera de su simple beneplácito, no podemos aportar otra razón por la que Dios acepte a sus elegidos, no tendremos tampoco otra razón que nos explique por qué rechaza a los demás, fuera de su voluntad ( Ibíd ., III, XXII, 11).

La voluntad de Dios es la regla suprema y soberana de justicia hasta el punto que nos es preciso tener como verdadero y justo todo cuanto él quiere por el simple hecho de que lo quiere. Así, pues, cuando nos formulamos esta pregunta: “¿Por qué ha obrado Dios de esta manera?”, debemos responder: “Porque ha querido”. Y si se persiste más, preguntando: “¿Por qué lo ha querido?”, se pregunta por una cosa más grande y más alta que la voluntad de Dios, lo cual no se puede encontrar (III, XXIII, 2).

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