Para Calvino se trataba de experiencia y de acción. Tal como lo decía la Epístola dedicatoria a Francisco I, Calvino había escrito la Institución para justificar a los protestantes acusados de doctrinas perversas y lo que en ella exponía, más que un sistema, era vida vivida por un alma profunda y ardiente.
La primera experiencia de Lutero había sido la experiencia del pecado y de la angustia del pecador. Calvino habla de ello en unos términos menos personales pero igualmente enérgicos:
Cuando la Escritura nos muestra quiénes somos es para aniquilarnos totalmente. Es verdad que los hombres se aprecian a sí mismos en grado sumo haciendo valer que existe una gran dignidad. Ya pueden apreciarse a sí mismos: sea como sea, Dios no ve en ellos más que basura y asco; les rechaza incluso hasta tenerles por detestables. Y así, ¿cómo tenemos esta locura y exageración en glorificarnos a nosotros mismos por lo que de virtud y sabiduría imaginamos poseer, cuando Dios, para aniquilarnos y confundirnos, usa solamente esta palabra: ¿y tú, hombre, quien eres? Cuando esto ha sido pronunciado ha sido para despojarnos plenamente de cualquier ocasión de gloria. Porque sabemos que no hay en nosotros una sola partícula de bien y que no podemos hacernos valer a nosotros mismos en cosa alguna.
Pero, admitido esto, el hombre, sus pecados, sus necesidades, sus angustias, diríamos incluso que su salvación, cuentan mucho menos para Calvino de lo que contaba para Lutero. Promotor de aquella clara y fuerte “escuela francesa” de espiritualidad que, con Francisco de Sales, enemigo de las “almas femeninas”, apartará al fiel de la obsesión del inconsciente para interesarle, ante todo, por la “cima” del alma, que, con Bérulle, le propondrá la adoración como objetivo de la vida y que, con Vicente de Paul, le empujará hacia la vida activa, el francés Calvino lleva la mirada del fiel hacia Dios para detenerla en Él y le propone dos objetivos: honrar a Dios y servirle. A la teología de la salvación a través de la desesperación y que acababa por convertirse en antropocéntrica, le sustituye otra, teocéntrica y social, del honor de Dios y del servicio. Era ya la de Farel, de los nobles y del pueblo.
El Dios de Calvino es el Dios que los místicos del fin del medioevo definían por las expresiones de horror, de espanto, de temor: “Cuando viene a nuestro pensamiento la horrible majestad de Dios, es imposible que no estemos espantados”; “Su infinitud debe aterrorizarnos”; “El temor es el fundamento de la religión”. Henos, pues, de nuevo ante el Sinaí, ante un Dios demasiado grande y demasiado santo para ser visto. Por ello el conocimiento que el hombre pueda tener de Él por vías naturales, bien lejos de ser una preparación, como creen los católicos, humanistas y zwinglianos, es una fuente de perdición:
Durante la tempestad, si un hombre se encuentra en el campo, de noche, un rayo le permitirá dilatar su mirada hasta muy lejos, pero sólo durante un minuto; por ello de nada le servirá para llevarle al camino recto porque esta claridad se desvanece tan pronto que antes de haber echar un vistazo sobre el camino, desaparece en seguida y nuestro hombre se encuentra envuelto en la tiniebla ya hasta este punto debe ser guiado.
No niego, en modo alguno, que aparezcan en los libros de los filósofos algunas sentencias bien alumbradas tocantes a Dios… Es cierto que Dios les da algunos pequeños gustos de su divinidad, con el fin de que no apelen a la ignorancia para excusar su propia impiedad, y les ha llevado así a pronunciar algunas sentencias por las cuales pueden ser convenidos.
Únicamente la Revelación proporciona el conocimiento verdadero de Dios, 14que no es puro conocimiento, sino honor, obediencia y servicio.
¿Cuál es el objetivo fundamental de la existencia humana?, pregunta el Catecismo de 1541. El conocimiento de Dios. ¿Por qué decís eso? Porque Dios nos ha creado y nos ha puesto en el mundo para ser glorificado en nosotros. Es pues plenamente razonable orientar nuestra vida a su gloria, puesto que Él es creador de tal vida. ¿Cuál es el bien soberano del hombre? La respuesta es la misma. ¿Pero en que consiste el verdadero conocimiento de Dios? En conocerle a fin de prestarle todo honor que le es debido. ¿Cuál es, pues, la manera de honrar rectamente a Dios? Para honrarle debidamente es preciso poner en Él toda nuestra confianza, servirle obedeciendo su voluntad.
Por lo que toca a la manera cómo el hombre es capaz de servir a Dios y de obedecerle, Calvino, de modo contrario a Lutero, sostiene que se produce en el pecador convertido una cierta santificación de hecho como consecuencia de la justificación por la aceptación y la imputación de la “sabiduría” de Cristo:
El Señor corrige, o más bien deroga, nuestra naturaleza perversa y luego nos da de sí mismo una naturaleza buena.
Cristo no purifica a nadie sin justificarle en seguida. Porque estos beneficios están unidos y marchan juntos, como un lazo perpetuo, que, al iluminarnos con sabiduría, también nos rescata, y cuando nos rescata nos justifica; y cuando nos justifica nos santifica.
Esta expresión de “sabiduría” de Cristo recuerda el vocabulario humanista y zwingliano. Pero Calvino iba mucho más a fondo. Por el hecho mismo de que Dios, a causa del pecado, se halla sin relaciones con el hombre y mortalmente irritado contra él, es indispensable un verdadero Mediador. Calvino es tan cristocéntrico, o cristológico, como Lutero. Si para éste la respuesta a la angustia del pecado es la cruz de Cristo, Calvino —podríamos decir— va más lejos:
Cristo, muriendo, se ofreció al padre en satisfacción… Su cuerpo no ha sido entregado simplemente como precio de nuestra redención, sino que ha habido otro precio más digno y más excelente: el de haber sufrido los espantosos tormentos que deben sentir los condenados y los perdidos.
Cristo, como contrapartida de la encarnación, por la que se revistió el cuerpo y los sufrimientos de los hombres, ha querido dar a éste, en la Cena, su propio cuerpo y su propia sangre. Y en esta segunda manifestación de la unión salvifica existente entre el hombre y Cristo radica una exigencia de la piedad de Calvino. No le basta a éste, como no bastaba tampoco a Lutero, que las palabras de la institución de la Cena fueran unos puros símbolos. “He leído en Lutero —escribió— que Ecolampadio y Zwinglio no habían dejado en los sacramentos más que unas formas desnudas y vacías; y así me sentí alejado de sus libros, que me abstuve durante mucho tiempo de leerlos”. A él también este simbolismo le arrebataba “su Cristo”. A este respecto escribió las palabras más claras:
Del hecho de habernos dado el signo, podemos inferir que también nos ha sido dada la sustancia en su verdad. Porque si no queremos llamar engañoso a Dios no nos atrevemos a decir que nos ha propuesto Él mismo un signo vano y vacío de su verdad. Por lo cual, si el Señor nos representa de manera verdadera la participación de su Cuerpo bajo la fracción del pan, no cabe duda alguna de que nos la entrega también… Si es verdad que se nos entrega el signo visible, como selle de la donación de la realidad invisible, es preciso que tengamos también esta confianza indubitable: la de que, tomando el signo del cuerpo, tomamos también el cuerpo. 15
Y este pasaje que resume toda la cristología de Calvino en función de su concepción objetiva de la Cena:
Participamos en los bienes de Cristo cuando le poseemos a él mismo. Pues bien, yo afirmo que nosotros le poseemos no únicamente cuando creemos que ha sido ofrecido en sacrificio por nosotros, sino también cuando habita en nosotros, cuando es uno con nosotros, cuando nosotros somos los miembros de su carne, dicho brevemente, cuando, por así decirlo, somos incorporados a él en una misma vida y misma sustancia. Además considero y peso el significado de estas palabras. Porque Jesucristo no se limita a ofrecernos simplemente el beneficio de su muerte y resurrección, sino que nos ofrece, además, su propio cuerpo, el que ha sufrido y ha resucitado. Concluyo que el cuerpo de Cristo nos es dado realmente en la Cena, tal como solemos expresar, es decir, de manera verdadera y para ser alimento salutífero de nuestras almas. 16
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