Nostre Dieu est ferme appuy
Auquel aurons en nostre ennuy
Vertu, forteresse et seur confort,
Présent refuge et très bon port.
Adapta a sus versos las melodías de la recopilación de los Psalmen ; con seguro gusto, no se limita a mantener la correspondencia entre textos y música que su autor había establecido; por ejemplo, adapta el salmo 46 a la melodía estrasburguense del salmo 25. Y como en Ferrara, en 1536, había conocido a Marot, que, ya en 1539, había presentado al rey un manuscrito con treinta salmos, toma ocho salmos de éste y los añade a los siete que tenía traducidos él mismo; añade dos o tres cánticos, y así completa ese librillo de Aulcuns Pseaumes et Cantiques mis en chant que aparece en Estrasburgo en 1539: un libro in-16.° de sesenta y cuatro páginas del cual no se conserva sino un único ejemplar en la Biblioteca de Múnich. Todo el espíritu heroico de la Reforma francesa está en estos cánticos, que fueron el viático de sus mártires cuanto éstos subían, impávidos, a la hoguera. 16
No vamos a seguir con mayor detenimiento el paciente quehacer de Calvino en Estrasburgo. No vamos a entrar en la liturgia: también la toma de la local, simplificando ésta con amplio y firme eclecticismo. Dejemos sólo constancia de un hecho decisivo. Para las iglesias de Francia, la Iglesia no es la de Ginebra sino la de Estrasburgo, tal y como se hizo en el periodo 1540-1542. En 1546, los fieles de Meaux tratan de organizarse en “alguna forma de Iglesia”. Hace cuatro años que Calvino ha regresado triunfalmente a Ginebra. Pero aquellos donde van a buscar modelo es en Estrasburgo… 17Ya en 1544 los fieles de Tournai se proponen “levantar una iglesia”: mandan una embajada a Estrasburgo para pedir un ministro y vuelven con Pierre Brully, que habrá de morir quemado. 18Más aún: cuando los fieles de París, en 1557, deciden a su vez organizarse, el tipo de organización que imitan es el de Estrasburgo. Y cabría pensar que en Ginebra, en esa ciudad inquieta en el fondo de su lago, en ese callejón sin salida entre Sàleve y Jura, donde vivía una burguesía local irritada por los extranjeros, los emigrados procedentes de todas partes, también ellos agitados, turbulentos, indóciles, en Ginebra el verdadero calvinismo más se aguó que se transformó, se encogió y replegó en vez de expandirse y desarrollarse.
No seguiremos a Calvino hasta las orillas del Lemán. La historia es harto conocida, y precisamente no estamos contando “la historia de Calvino”. Tiene que bastarnos con haber mostrado cuántas casualidades tuvieron que colaborar con los deseos y las dotes naturales —con las reservas de fuerza heredadas de pacientes generaciones sin número— para formar un Calvino. Lo que importa es que, en la hora decisiva, se alzó un hombre. La batalla del evangelismo estaba perdida en Francia; fue Calvino quien vino entonces y dijo a su manera: “Aún tengo tiempo de ganar otra”.
II
Se alzó un hombre, se creó una obra. No nos toca examinarla en detalle. “Esbozo de un retrato de Juan Calvino”: no perdamos de vista lo que implican estas palabras. La obra de Calvino es un océano. Y todavía no lo recorremos con bastante seguridad. ¿Qué aportaba? Una doctrina clara, lógica, coherente, perfectamente ordenada por un maestro al cual, de vez en cuando, resulta tentador aplicar las palabras destinadas a Ario: “una lucidez autoritaria”… Desde luego, y ello no supone disminuir su valor. Lo esencial, sin embargo, es otra cosa —si es verdad que la gran obra histórica de Calvino no fue componer libros, pronunciar sermones, formular y defender dogmas. Fue “educar hombres”. Calvino ha creado, ha formado, ha moldeado un tipo humano que puede o no gustar, con el que pueden o no sentirse afinidades: tal y como es, constituye uno de los fermentos de nuestro mundo, y no sólo de nuestra Francia. Calvino ha creado el tipo humano del calvinista. 19
Lo veíamos hace poco. La época en que surgió Calvino era turbulenta. Los hombres, indecisos, inquietos, buscaban el camino. Muchos de ellos, en el fondo, se sentían satisfechos de no tener que tomar partido. ¿Seguir las vías de la Reforma? Sí, pero al final del camino se alzaba una hoguera; ahora bien, según se presentaba en aquellos años oscuros, ¿valía la Reforma un sacrificio total? Se le veía vacilante, desgarrada, irresoluta y, en lugar de caminar hacia una sólida unidad, desmigajándose. Se oían también las risas de los católicos: “¡Bonito trabajo! Todo lo han rasgado, todo lo han roto y derruido… y ahora son incapaces de poner nada en su lugar”.
Para salvar la Reforma, había que hablar claro. Colocar frente a los fieles un deber imperioso. Apelar a un sentimiento tan claro, tan fuerte, tan categórico, que hiciera imposible toda vacilación. Que desencadenara un poderoso movimiento reflejo frente a todos los secretos llamamientos a la prudencia. Que hiciera aceptar antes la muerte que un retroceso… ¿Qué sentimiento podía ser ése?
La época era una época de reyes. Era caballeresca. Era guerrera.
¿Guerrera? Piénsese en las guerras de Italia. En los periódicos descensos, al otro lado de las montañas, de las bandas suizas, de los lansquenetes alemanes, de los gascones. ¿En cuántas familias no había un hombre, o a veces varios, que, de grado o por fuerza, habían marchado allá, para regresar con una disciplina anclada en sus hábitos, rudos, feroces, y amigos de repetir la palabra irrevocable: “muerte”?
¿Caballeresca? Los comienzos del siglo XVI no habían olvidado ni mucho menos aquel renacimiento de las tradiciones caballerescas del cual los Valois de Borgoña habían hecho un medio de acción y un vehículo de prestigio. ¿Puede negarse el papel que desempeñaron en las conquistas ultramarinas, en las asombrosas aventuras cuyo teatro fueron, sobre todo, Sudamérica y México, aquellos libritos de fácil transporte, impresos y reimpresos por millares, que cruzaban el océano en el fondo del equipaje de los aventureros, aquella literatura que Cervantes ridiculizaría al acabar el siglo, la de los Amadises que acuden en ayuda de los “cuatro hijos de Aymon”, más grata, más completa humanamente, en cierto modo, que esta última, pues al juego de las armas unía el de los amores? 20
El espíritu belicoso. El espíritu caballeresco. En una palabra: el espíritu de Bayardo. Pero era sobre todo una época de reyes este principio de siglo abundante en monarcas tan prestigiosos que en la Iglesia no se vacilaba en calificarlos de semidioses. En Alemania, el Emperador Carlos V, dueño de media Europa y que obsesionaba a la otra media con su presencia; además, como decía él mismo, “dominador en Asia y en África”. En Francia, el rey Francisco, todavía sólido y brillante, con su porte magnífico, su elevada estatura, su aire caballeroso. Luego Enrique VIII y todo un pueblo de soberanos tan pronto vestidos de resplandecientes armaduras como de terciopelos suntuosos, de sedas únicas, cubiertos de pedrería, ensalzados como seres divinos y que movían a tal punto la imaginación que la literatura se apoderaba de ellos —que los protagonistas, en los libros de Rabelais, eran reyes gigantes. Primero esos reyes de leyenda popular, unos reyes de piñonate bonachones y bromistas: los Gargantúa. Luego, auténticos reyes, reyes de corazón y porte reales, réplicas literarias de los soberanos de entonces: los Pantagruel. Pero, tanto unos como otros, gigantes.
Movilizar todos estos prestigios, los de una monarquía más aún que semisagrada, 21los de una caballería que todavía dominaban las imaginaciones, los de las proezas militares cuyos actores o espectadores no podían olvidar, y ponerlos al servicio del Rey de Reyes, de Dios: tal fue finalmente, desde el punto de vista moral y psicológico, la obra de Juan Calvino. Tanto si él era consciente de ello como si obedecía a poderosas fuerzas que habitaban en él —y que revestían sus pensamientos y sus acciones con un estilo muy personal—, pero que sus contemporáneos adoptaban sin esfuerzo alguno.
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