Es cierto que, durante la vida, el pecado continuó marcando al hombre de fe que era Calvino, tentándolo a salirse del camino del que sabía muy bien que era el indicado y que estaba balizado para él mismo por la palabra de Dios. Pero la propia conciencia de esta dualidad apartó a Calvino de la angustia. Desde esa óptica, la conversión debe entenderse como una salida de lo trágico y de la tristeza, el fin de una situación subjetiva de la existencia de opuestos destructores: confianza y sospecha, seguridad y duda, fuerza y terror. Los años que la siguen sólo tienen sentido en función de este trabajo liberador que procedió, mediante la proyección del odio hacia sí mismo, en un odio implacable hacia Satanás y hacia el poder de seducción que se creía que éste ejercía sobre la humanidad cerca y lejana.
En Ginebra, y también desde Ginebra, Calvino encontró una relativa serenidad al entablar un combate inexorable y fraternal contra una impureza que sabía activa entre los hombres y las mujeres de la ciudad, una mácula siempre amenazadora y dispuesta a reaparecer. Por encima de los padecimientos que hacían mella en él al contemplar los vicios de los ginebrinos, descubrió esa serenidad situándose él mismo en una postura didáctica de “campeón de Dios”, convirtiéndose en el profeta de un Dios que no tolera ninguna deserción, que no transige, que ama a quienes le honran y que aborrece a quienes perturban su gloria. Y sabía además que la “vocación” a la que Dios le había llamado le consagraba a un enfrentamiento teatral, le destinaba a luchar siempre por el triunfo del Evangelio, a tratar en todo momento de comunicar e imponer a los demás su experiencia imperativa. Adoptando párrafos retóricos escogidos del apóstol Pablo, consideró su predicación como un testimonio y una enseñanza del amor de Dios que exigía la amenaza y la exhortación, que requería una actividad “ácida”. Servir a Dios consistía también en contar la violencia de los juicios de dios. Amar a Dios y hacer amar a Dios era también proferir la maldición divina, expresar lo que podía percibirse como odio. Su serenidad fue la de una prueba que siempre se vuelve a comenzar, en un movimiento del que él mismo había sido objeto por efecto de la “pura bondad” divina y que deseaba sacar al pueblo de Dios del Egipto de los abuelos y los errores introducidos por Satanás.
Calvino fue, por tanto, el autor de una gran obra de teatro imaginario, del que, en su interior, en lo más profundo de sí mismo, poseía la certeza de que el autor era Dios y de que comprendía la intriga. Estaba seguro de que Dios distribuía su enseñanza eterna a través de su propio papel y de las reglas inherentes a ese papel de puesta en escena y en palabras.
En la historia de Calvino hubo, por tanto, varias historias. Pero, al comienzo de esta larga búsqueda de identidad, hubo un Calvino que hay que considerar insatisfecho, desgraciado, perdido y solitario, que no encontraba a Dios y que, al no encontrarse tampoco a sí mismo, erraba por un mundo imaginario que, a la larga, debió revelársele como infinitamente triste, quizás incluso insoportable, inhabitable.
La vida de Calvino
Alexandre Ganoczy
Los biógrafos de Calvino usualmente dividen su vida en tres periodos bien determinados: una juventud privilegiada y estudiosa; una existencia proscrita cuando buscaba hospitalidad en cualquier parte; y, finalmente, un cuarto de siglo como cabeza de la jerarquía eclesiástica de Ginebra. Estas útiles divisiones se justifican en la medida que no oscurezcan la notable unidad en la vida de este luchador y pensador. De París a Basilea, de Estrasburgo a Ginebra, Calvino, a partir de sus enseñanzas, se ganó un lugar importantísimo, que no ha disminuido con los años.
I. La formación de un intelecto
Poco se sabe acerca de los primeros años del futuro reformador de Ginebra. Fue nieto de artesanos e hijo de un servidor de los intereses eclesiásticos en Noyon, Francia. Existen datos acerca del carácter autoritario de su padre y de la personalidad devota y retraída de su madre, a quien perdió muy pronto, así como de su cercanía con la aristocrática familia Hangest, quienes fueron influidos por la cultura humanística. Un detalle importante lo constituye el hecho de que, de los cuatro sobrinos de Charles de Hangest, obispo de Noyon, dos de los que fueron condiscípulos de Calvino tomaron los hábitos religiosos, mientras que los otros dos, menos cercanos a él, abrazaron la Reforma. Su padre lo destinó originalmente para la carrera eclesiástica, y para ello lo envió primero a estudiar al Colegio de la Marche de París, en 1523, a la edad de 14 años. Allí tuvo como profesor de gramática a Mathurin Cordier, sacerdote de una fe radiante y pionero de los modernos métodos de enseñanza.
Entre 1523 y 1527, Calvino estudió en el famoso Colegio Montaigu, en la sección exclusiva de la clase acomodada, antes de estudiar leyes en Orléans y en Bourges. En Montaigu estudió, probablemente, lógica, metafísica, ética, retórica y ciencias, todo lo cual se enseñaba dentro de los moldes del pensamiento aristotélico con profesores inspirados por autoridades como Occam, Buridan, Escoto y Tomás de Aquino. Dichos estudios le sirvieron como prolegómenos para la teología y Calvino los concluyó a los 18 años sin estar listo para comenzar su preparación religiosa, que consistía en un comentario sobre la Biblia y las Sentencias de Pedro Lombardo. De ese modo escapó del modelo escolástico y conservó su pureza intelectual para una rápida y humanista interpretación luterana de la tradición católica. Los maestros eclesiásticos de Montaigu no tuvieron la oportunidad de inculcarle el arte de las especulaciones abstractas, separadas tanto de la vida como del lenguaje concreto, y completamente extrañas a los Evangelios, en las cuales los maestros teológicos nominalistas, como Gregorio de Rimini, Tomás Bradwardine o Juan Major (su intérprete en Montaigu) eran expertos. No creo que la influencia de Major en el pensamiento de Calvino sea tan evidente, a pesar de los esfuerzos de algunos estudiosos tan importantes como F. Wendel y K. Reuter por demostrar lo contrario.
Calvino adquirió su teología al abrevar en las fuentes más espirituales y accesibles de los nuevos métodos históricos. No sólo en los austeros clérigos del colegio, sino también de un buen número de seguidores de Erasmo y de Lefèvre, quienes estaban abiertos a las nuevas ideas, le transmitieron la devotio moderna (devoción moderna) —el misticismo para cada persona con su ideal de la “imitación” de Cristo y sus meditaciones ardientes. En todos los campos teológicos había quienes practicaban esta concentración en la persona de Cristo como Señor y Salvador. Pero solamente los humanistas devotos de esta época, como el celebrado círculo que se reunía alrededor de Briçonnet, obispo de Meaux, o los más platonizados de la corte de Margarita de Navarra, experimentaron la afinidad entre esta piedad y el cristocentrismo apasionado de Lutero. Fue en compañía de tales creyentes que el joven Calvino encontró su hogar espiritual. Allí aprendió también cómo aplicar la fuerza de su fe personal a la Iglesia y a la Cristiandad necesitada de reformas. Al hacerlo, fue mucho más lejos que las tendencias reformistas de Erasmo o de Lefèvre d’Etaples, y llegó a ser un agente de cambio social superior a Lutero, su maestro sajón.
Junto a esta devoción, con su desarrollo en el criticismo, Calvino se enriqueció a sí mismo al adquirir los métodos de estudio de los textos tradicionales con una perspectiva histórica. Estos textos, además de la Biblia, fueron los Padres y los filósofos de la antigüedad, así como las colecciones jurídicas romanas y medievales, a causa de sus estudios de jurisprudencia. Para llevar a cabo dichos estudios era fundamental conocer los idiomas originales. A pesar de los esfuerzos de La Sorbona por imponer a la Vulgata como el único texto para los estudios teológicos, la crítica textual se había desarrollado remitiéndose a los originales en hebreo y en griego, lo cual mostraba, inevitablemente, los errores de la traducción latina de la Biblia. Calvino aprendió las dos lenguas bíblicas en Orléans y en el Colegio Real que Francisco I había fundado como un contrapeso a la conservadora e inquisitorial Sorbona. Además, compartió la pasión por la hebraica et graeca veritas (verdad hebrea y griega) de hombres de letras como Wolmar, su amigo de los días de Orléans, Vatable y Danès, sus maestros en París, así como de los ya citados Erasmo y Lefèvre d’Etaples. Esto no fue sólo una pasión académica, sino el ardor creyente de alguien que buscaba comprender mejor su fe: él podía no estar satisfecho del todo con los meros estudios históricos, sino que además deseaba conocer a Dios y a sí mismo a la luz de la Palabra liberada de toda deformación. Y tal piedad y aprendizaje, unidos, determinaron el camino que emprendería.
Читать дальше