Puede suponerse que la cuestión fundamental que dio sentido a la vida de Calvino y que actuó como hilo conductor de ella fue la que expuso a su audiencia ginebrina en un sermón sobre el cuarto capítulo del Deuteronomio. Era la cuestión que él mismo debía plantearse humildemente sin cesar y que deseaba que los habitantes de una ciudad elegida por la “pura bondad” de Dios se planteasen en todo momento. Dios “nos” ha señalado cuando “nos” ha “injertado” en el cuerpo de Jesucristo, en un amor gratuito que implica una comparación “de nosotros con los demás” y que debe suscitar una constante interrogación: “¿Por qué me cuento entre los elegidos? ¿Por qué Dios me ha elegido para sí?”. Esta pregunta, precisaba Calvino, no debía quedar sin respuesta. Si Dios ha extendido sobre “nosotros” su “brazo poderoso” es por bondad, y esta conciencia de la bondad divina debe determinar una glorificación de Dios, un verdadero compromiso militante, un entregarse de uno mismo a Dios, a su servicio, mediante una palabra destinada a contar a los demás precisamente lo que a uno mismo le ha sucedido.
El hombre que ignora a Dios y su poderosa soberanía (y al que Calvino dedica de manera repetida en sus escritos o en sus sermones la acusación de corrupto e infiel), debe ser comprendido a la manera de la propia persona de Calvino de tiempos pasados. Lo mismo que también en Lutero, hay en él una necesidad interior de hacerse entrega de sí mismo a los demás, que se abre camino por la conciencia de que los demás son los mismos que el ser con el que se ha podido romper gracias a la conversión. Esta necesidad, creada por el espíritu de Cristo depositado en un mismo, constituye un ejercicio de caridad. Por la intermediación de un modo de expresión teatral, la experiencia única debe convertirse entonces en experiencia colectiva. Se enseña, debe darse a conocer. Cuando utiliza el “yo” o el “nosotros”, Calvino se refiere de manera obsesiva y didáctica a sí mismo, vuelve a trazar los contornos de su pasado, precisamente cuando estigmatiza el vagabundeo errante de quienes creen en su propia justicia; se está representando a sí mismo cuando se consagra a proponer una vida cristiana nueva o cuando anuncia que el mal habita siempre en el hombre. En sus propias palabras, que se caracterizan por el rechazo de un discurso que se refiera a sí mismo, corre paradójicamente una extraordinaria fascinación por su propia persona, por la experiencia vivida personalmente, remitiéndola al imaginario de una infinita misericordia de Dios de la que cualquier hombre puede devenir objeto.
Bajo las palabras se puede todavía contar con la suerte de distinguir a menudo los perfiles de subjetividad oculta, invasora, preñante, de discernir las piezas del rompecabezas de la interioridad. Toda la obra escrita y hablada de Calvino puede, así, dejarse descifrar, como si constituyera un inmenso palimpsesto de sí mismo, el texto perdido de un largo conflicto después de un reparto resuelto y equilibrado, pero dispuesto siempre a profundizarse y hacerse más denso. Entrelazadas en esta vida oculta, que es una búsqueda de la verdad del amor y del odio, hay varias historias.
Y, evidentemente, el meollo de esa obra colosal pero inmensamente subjetiva, la Institución de la Religión Cristiana , debe leerse tanto como una confesión de fe cuanto como un autorretrato, una autobiografía, sencillamente como una confesión. Pero lo mismo puede decirse de casi todas las frases de los innumerables sermones o comentarios pronunciados. Por ejemplo, una que se puede aislar en el séptimo sermón sobre el capítulo primero del libro de Job: “Yo digo que por mucho que el cielo y la tierra se confundan, que el sol se oscurezca, que la luna gotee sangre, que las estrellas pierdan su brillo, que la tierra se mueva, todo aquel que invoque el Nombre de Dios será salvado: Dios protegerá a todos aquellos a los que ha elegido para invocarle”. Pero Calvino añade que todos quienes buscan así a Dios de todo corazón y con toda el alma habrán condenado sus propios pecados, habrán pedido a Dios que les “vuelva a crear para sí”, que les “vuelva a crear para su justicia”. En algunas frases hacía aparición un fragmento biográfico, a la luz del cual se adivina el desplazamiento desde un pasado trágico, triste, a un presente relativamente sereno; a un presente simbolizado teatralmente por su corazón que una mano ofrece a Dios, un corazón tendido hacia Dios.
La cuestión que, antes que nada, es preciso plantear ya desde el comienzo de este libro deberá sostenerse, en consecuencia, sobre los arcanos de una primera historia de Calvino: ¿cuáles fueron las ideas elementales del imaginario que pudo conducirle a desenredar o a cortar los enmarañados hechos negativos del “laberinto” de su pasado y a tratar de fabricar, mediante una fe alternativa, otra imagen de sí mismo aparentemente desprovista de historia? Existiría una tristeza calviniana. Según ha escrito Roland Barthes, “la división es la estructura fundamental del universo trágico” y, al comienzo de la historia calviniana, habría un universo trágico que, hasta el mismo instante de la muerte del reformador, permanecerá siempre subyacente en sus palabras y sus escritos. En un principio, se valorará y repondrá una primera división, que conduce al constante debate consigo mismo, convirtiendo el espacio interior en un espacio perpetuamente desgraciado e insatisfecho, inexorablemente depresivo y fluctuante. No es necesario dejarse coger en la trampa del anonimato calviniano, pues ese anonimato disimula lo que ha constituido un método liberador frente a un malvivir, un malvivir en el que descansa el riesgo de cualquier instante, puesto que atrae hacia sí o retiene a los hombres a los que Calvino se dirige; puesto que domina además todo el mundo terrenal.
Calvino no fue el reformador glacial y mecánico, encerrado en sí mismo y sin brillo, si se nos permite hablar de esta manera, que los estereotipos de las tradiciones historiográfico-teológicas muestran llenos de complacencia. Fue un hombre atormentado y agitado constantemente por el recuerdo del pasado desgraciado del que se había liberado con su conversión a Dios, pero al que no dejaba de referirse de forma agresiva cuando se esforzaba por dar a conocer la voluntad divina a los hombres de su tiempo, cuando se presentaba a los incrédulos y a los malvados engullidos por un “abismo” sin fondo, olvidados del propio Dios, buscando a Dios en “desamparo y con disgusto”, en la “duda” y el “fingimiento” y no en la seguridad. Fue un hombre vehemente y colmado de violencia, de fuerza y de seguridad, imantado por un odio poderoso hacia todo lo que creía que trataba de alejar al mundo humano de su único fin, el amor y la glorificación de un Dios todopoderoso.
Antes de recibir la iluminación divina, antes de inventarse la “vocación” de ser la “boca de Dios”, fue un creyente cogido en medio de una tormenta de deseos contradictorios. Su ser le parecía como flotante e inexistente, inmerso siempre en un estado de conflicto que no le permitía reconocer la vía a seguir para encontrar a Dios. Después de la conversión, cuando dirigía Ginebra en tiempos de la reforma de la Iglesia, trasladó esta desorientación, interiormente sublimada, hacia un mundo exterior, al que siempre quería amar y corregir, al que deseaba purgar de un mal tenaz y ofensivo, dispuesto siempre a reaparecer, siempre presente, siempre aborrecible.
Después de haber padecido una dura prueba de lucha en sí mismo, se convirtió en un inmenso luchador de Dios, cuya mejor arma fue la palabra, de hecho, la palabra biográfica. La mutación religiosa que aporta el calvinismo fue, por tanto, y ante todo como reacción, un arte de saber hablar de lo opuesto, de saber cómo amar y cómo odiar, un arte del discernimiento entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, un arte de decirse sin decirse. Un arte que, como articulación principal, contaba con una reconstrucción de las relaciones del individuo con el mundo, puesto que el individuo debía pertenecer a una Iglesia que realizaba la unión entre los fieles, miembros de Cristo, y que excluía cualquier relación con los “perversos”, asimilados a “bestias salvajes”.
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