A. K Benjamin - Para volverse loco

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Un tesoro de libro. Intrincado y profundamente íntimo, revela cosas que nos asombran, sorprenden y mejoran. —James Rhodes Están sentados cara a cara, cada uno a un lado del escritorio. Uno habla y otro escucha. El paciente expone y el doctor diagnostica. Sin embargo, a veces los extremos se tocan. La frontera entre la rareza y la enfermedad, la verdad y la fantasía, los despistes y la demencia senil o la excentricidad y la locura suele ser fina, y desde luego no es una línea recta. A. K. Benjamin nos abre las puertas de su consulta y nos presenta a sus pacientes. A través de sus casos, narra una historia que es a la vez muchas historias. Construye una galería de espejos llena de giros inesperados y revelaciones que consigue poner en duda nuestras ideas sobre la locura, el amor y la autodestrucción. El autor va más allá de las anécdotas para desdibujar los límites de lo que consideramos «normal». Solo a través de una prosa elocuente, irónica e incluso mordaz podría arrastrar al lector a profundizar en los conceptos más escurridizos de la neurociencia y la psiquiatría.

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Los fetos no tienen dientes.

Al final tuvieron que usar los fórceps y cuando por fin consiguieron sacarlo, su enorme cabeza, causante del problema, estaba aplastada y amoratada, como si fuera un enorme huevo negro de dinosaurio. Menudo regalo de cumpleaños, el monstruo de la laguna negra.

Y aquella cara, mirándola por primera vez como si le preguntara algo, al igual que ahora ella me mira preguntándome algo a mí. Y ninguno de los dos (ella y ahora yo) sabemos lo que significa, somos incapaces de apaciguar esa mirada…

—¿Y qué hay de su cara de antes? —pregunta.

Se refiere a la prenatal, a cuando aún estaba dentro de ella. Nunca podrá saberlo con certeza, pero ella se imagina que mientras él se iba formando en su interior registraba uno a uno los amortiguados ritmos de la desesperación y las lúgubres cadencias de la guerra fría que se estaba librando a su alrededor.

—No me extraña que sea como es… Ni siquiera tenía nombre. Él quería que se llamara Ben, pero yo no.

Llorando, me confiesa que a pesar de que lo abrazaba y lo besaba con pasión, le empezó a llamar por un nombre que no sentía que fuera el suyo, luego probó con otro, y luego con otro hasta que ninguno le pareció lo suficientemente bueno y se tuvo que conformar con Ben, pero por entonces ya era demasiado tarde. Toda esa incertidumbre, esa falta de intuición, ya había causado daños irreparables.

Diez años más tarde apenas se hablan, excepto por esas noches extraordinarias, máximo tres al año, en que él la despierta y se la lleva a su habitación, lejos de su padre, en un estado de seminconsciencia, como si fuera sonámbulo, y le abre totalmente su corazón. A la mañana siguiente, él no recuerda nada y retoma la distancia, pero ella se consuela rememorando sus confidencias. Y ahora ella hace lo mismo conmigo. Me sentía como si estuviera cumpliendo los deseos del niño, como si fuera mi responsabilidad convencer a la madre de que, matanzas aparte, esos extraordinarios encuentros en mitad de la noche eran la prueba de que aún quedaban vestigios de su conexión y, por lo tanto, por muy frágil que ahora fuera su vínculo, cabía la posibilidad de que un día se fortaleciera.

Muchos años más tarde asistí a una conferencia en Leeds y me la encontré justo afuera de la estación de tren. Me alegró verla de nuevo. Ella sonrió y recuerdo darme cuenta —aunque no podía ser la primera vez— de que tenía los mismos dientes torcidos que él. ¿Sería que sus padres eran igual de despreocupados, que se olvidaban de las revisiones del dentista y de Dios sabe qué otros cuidados? Era el tipo de posible signo diagnóstico que había aprendido a detectar con los años, pero que no se me había ni pasado por la cabeza en los inicios de mi carrera.

Ben acababa de cumplir treinta años.

—¿Y a qué se dedica? —pregunto.

—Trabaja en una organización benéfica para los sin techo. Ayudó a ponerla en marcha.

—Parece que aquí el sinhogarismo es un grave problema. —Mientras daba un breve paseo por una galería comercial victoriana, donde una de cada dos tiendas es de depilación o bronceado, me habían preguntado si quería el periódico benéfico Big Issue cuatro veces.

—Efectivamente es un problema, especialmente para él. Tiene el mismo aspecto que ellos, huele como ellos y siempre está pidiendo dinero para dárselo corriendo a ellos. —Seguía manteniendo un equilibrio entre su lado más duro y su lado más tierno. Parecía que él aún la obligaba a ser caritativa, como si fuera su mendigo bedlam particular.

—¿Puedo hacerle una pregunta rápida, doctor? —Aún conservaba el mismo impulso de decir más.

Siempre he sido muy laxo con los límites profesionales, por lo que accedí y nos fuimos a tomar un café en la media hora que me quedaba antes de subir al tren. Por aquel entonces la había derivado a un psicoterapeuta que según ella fue “más que inútil” (aunque no especificó el porqué), pero de algún modo la experiencia le había dado las energías para finalmente dejar a su marido, a su terapeuta y a los hombres en general. Además de tener a sus hijos, tenía un grupo de amigas íntimas, disfrutaba de su trabajo y había encontrado su hogar en un grupo budista del barrio.

Me habló de él, del caos que había sido su adolescencia y su primera juventud, completamente increíble y a duras penas soportable, de lo convencida que estaba de que acabaría muerto o loco, y de lo mucho que aún la angustiaba esa posibilidad.

—Vive como si estuviera haciendo equilibrios con dinamita encima de la cabeza. O quizá soy yo la que vive así. Pero él ni siquiera se da cuenta de que hay dinamita de por medio.

Algunas cosas no cambian. Al igual que antes, llena todo el espacio que nos separa con su preocupación, esclavizada por los mismos ritmos de ansiedad y remordimiento.

—Si hubiera sabido todo lo que sé ahora lo habría hecho mejor.

—Siento que su hijo haya tenido una vida tan dura y difícil.

Me cuenta que no para de leer libros de psicología y autoayuda. ¿Sabía que hay tres tipos de niños? Los que están suficientemente bien cuidados, los que están perdidos para siempre (a causa de una “perturbación fundamental de la estructuración básica”, lo recuerda bien), y los que están entremedio, los que pueden ir hacia cualquiera de los dos lados.

—¿De qué tipo es él? —Su inteligencia ilimitada siempre se atasca en el mismo punto.

Me gustaría haber respondido que solo existen dos tipos.

—Aún hay tiempo —mentí. Dado su historial de trauma prenatal y de apego temprano, era muy probable que tuviera problemas graves. Era probable, pero no seguro—. Nunca llegué a conocerlo, señora Milner.

—Es verdad.

—Debería irme.

—Es curioso que nunca quisiera venir teniendo en cuenta la cantidad de psiquiatras, terapias y rehabilitaciones a las que ha asistido, además de AA, NA, CA, SLAA[1] y no sé cuántas aes más… Pero ellos no lo conocen como Ben, sino como “Caja Eléctrica”.

“Juntos”, un díptico del que formo parte aunque sea un personaje invisible. Juntos, pero no por mucho tiempo. Milner dejó la casa familiar pocas semanas después y se llevó a su hijo mayor consigo, aunque no era lo apropiado para ninguno de los dos. Juntos, pero no por mucho tiempo; nos quedaban siete minutos de visita y aún estaba esperando a que me dijeran por qué habían venido realmente.

No tuve que esperar mucho más. El grito la había liberado, como si fuera un tren sin frenos, y empezó a contar cómo su marido montó una vía de cualquier manera en un tablero enorme en la habitación de su hijo, le dijo que el motor no arrancaría a no ser que completara el circuito y lo dejó solo. Ella vio con gran satisfacción que la locomotora, una preciosa replica de una Mallard azul oscuro, no salió nunca de la caja. Su hijo construyó el circuito más básico y poco imaginativo posible. Nunca colocó en el tablero el paso a nivel con su semáforo operativo, ni la colina realista con su túnel. Había trabajadores amputados y aldeanos desparramados por el suelo como si hubieran pisado una mina o se hubieran emborrachado; el alcalde decapitado montaba un cerdo y la muñeca Barbie (una recomendación de su novio psicólogo para fomentar la feminidad del niño, ¡ja!) estaba despatarrada en las vías de tren como una estrella porno. Si fuera una terapia de juego cumpliría todos los ítems de riesgo proforma.

Pero todo aquello no era más que una maniobra de distracción, pues resulta que su imaginación estaba centrada en otra parte.

Me contó que el niño siempre iba directo de la escuela a casa y nada más llegar se encerraba en su habitación con paquetes de tamaño familiar de Oreo y Doritos. Puso una pegatina en la puerta de su habitación: “Zona desnuclearizada – ¡Prohibido entrar!”. (El psicólogo también la había animado a dejarle pasar tiempo en su habitación para fomentar su capacidad de estar a solas. De nuevo, ¡ja! ¿Qué sería de nosotros sin la psicología profesional?). Se negó a que sus amigos fueran a jugar con sus locomotoras. Durante los días siguientes, Milner llegaba a casa del trabajo y se encontraba el salón en orden y al hijo pequeño viendo tranquilamente los dibujos animados, por lo que miraba a su mujer con aires de suficiencia.

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