A. K Benjamin - Para volverse loco

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Un tesoro de libro. Intrincado y profundamente íntimo, revela cosas que nos asombran, sorprenden y mejoran. —James Rhodes Están sentados cara a cara, cada uno a un lado del escritorio. Uno habla y otro escucha. El paciente expone y el doctor diagnostica. Sin embargo, a veces los extremos se tocan. La frontera entre la rareza y la enfermedad, la verdad y la fantasía, los despistes y la demencia senil o la excentricidad y la locura suele ser fina, y desde luego no es una línea recta. A. K. Benjamin nos abre las puertas de su consulta y nos presenta a sus pacientes. A través de sus casos, narra una historia que es a la vez muchas historias. Construye una galería de espejos llena de giros inesperados y revelaciones que consigue poner en duda nuestras ideas sobre la locura, el amor y la autodestrucción. El autor va más allá de las anécdotas para desdibujar los límites de lo que consideramos «normal». Solo a través de una prosa elocuente, irónica e incluso mordaz podría arrastrar al lector a profundizar en los conceptos más escurridizos de la neurociencia y la psiquiatría.

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—Es un ladrón, nos ha estado robando a los dos durante años, y también a nuestros vecinos, y en las tiendas —dice la madre—. Cigarrillos, bolígrafos, pegatinas, chocolatinas, patatas fritas; come un montón de patatas fritas, se las come como si fuera un tiburón devorando una lancha motora. Y también come cosas vivas: insectos, gusanos, arañas, ranas, incluso una vez un gorrión que aún agonizaba. ¿Por qué lo hace? —me pregunta.

Para montar un “espectáculo horrible y que os dignéis a mostrarle caridad…”, aunque también podría tener algo que ver con el umbral de dolor…

Sigo escribiendo en vez de hablar. Por aquel entonces me faltaba tener más confianza en mis propias convicciones. Lo que quería decir era que en un triángulo progenitores-hijo distorsionado en que el niño es incapaz de ver y comprender los factores que motivan el comportamiento de los adultos, como por ejemplo un conflicto marital arraigado e ignorado, podría dar como resultado actos dramáticos de interiorización compulsiva (¡¿gorriones?!) o espectaculares escenas de suicidio (saltar desde la ventana), en un intento de generar en los progenitores comportamientos más sencillos de interpretar. (Casi puedo oír al niño decir: “¡Tachán! ¡Aquí estoy! ¡Eh, aquí! Queredme… Odiadme si preferís, pero ¡miradme!”). Por otro lado, también podría inducirlo a tener una consciencia más entumecida en forma de extrema tolerancia al dolor.

—Es difícil saberlo con certeza. —Es todo lo que soy capaz de decir.

La madre me explica que al llegar del colegio su hijo se encierra en el salón y empieza una especie de ritual para recolocar cualquier objeto que quede en el campo de visión entre su silla y el televisor: patos de madera, elefantes africanos, una cigüeña de Lladró con una sola pierna, una alfombra de oso polar falsa… todo tiene que estar apilado al otro lado del salón junto con docenas de libros, discos, varios objetos de latón de los inicios de la industrialización, todo escondido detrás del sofá: “Lo hace cada día tan solo para ver la tele. ¿Por qué lo hace?”.

Una especie de representación impulsada por la ansiedad… La casa ya estaba vacía, pero ahora B la está vaciando físicamente… aunque nunca podrá sacar toda la ansiedad de dentro.

Ella ya no se para a esperar que yo diga algo.

—Nadie se atreve a entrar. De vez en cuando abro un poco la puerta y lanzo un paquete de Fantasmikos o ganchitos como si fuera una vigilante del zoo —la pena le quiebra la voz—. Y me quedo allí, escuchando cómo come… Yo soy quien deja que lo haga… porque mientras esté ahí significa que su hermano pequeño está a salvo y que habrá paz…

Se ha agotado a sí misma hasta quedarse en silencio. Nadie habla, pero de repente:

—Por eso le compré el tren, para poder recuperar el salón para nosotros —afirma Milner.

—AAAAAAGHHHHHHHH —grita, igual que el aullido de un gato desesperado—. ME CAGO EN DIOS…

Le va a arrancar los ojos…

Su dolor era auténtico, pero la señora Milner no fue del todo honesta en esa primera visita. Más tarde supe que había tenido una aventura con un psicólogo cuarenta años mayor que ella que le daba clases nocturnas semanales.

Siguiendo las instrucciones de su profesor personal implementó en casa técnicas de control de la conducta en forma de economía de fichas, es decir, si te portas bien recibes puntos y si te portas mal los pierdes. Habían adaptado la técnica de la bibliografía sobre niños con dificultades de aprendizaje. Pero su hijo no era lento aprendiendo sino más bien rápido, como un ladrón. Además, ella demostró ser incapaz de establecer ni las reglas más básicas; siempre tenían fallos, vacíos legales que el niño trampeaba antes incluso de que terminara de implantarlas. Cada semana amasaba una pequeña fortuna que gastaba en “vicios” y cigarrillos, y más adelante en cola, butano y Southern Comfort. (“Todos los demás niños quieren ser Batman o Superman, pero él quiere ser Sue Ellen Ewing”). Para desgracia de la señora Milner su novio murió a mitad de la intervención (cosa que siempre es un riesgo si te saca media vida), así que tuvo que lidiar sola con su hijo y su pena, y finalmente abandonó el proyecto. El señor Milner lo sabía y no hizo nada al respecto hasta que una tarde le compró a su hijo el tren, justo tres meses antes de su cumpleaños, solo para mear el territorio: el regalo no era más que otra arma en la informe guerra que habían empezado años atrás, antes incluso de casarse.

Pasan los minutos y no me atrevo a anotar nada. Ella se tapa las orejas con las manos, enmarcando su rostro desencajado, y su marido sigue sonriendo, a apenas unos pasos de ella.

Como si fueran un díptico titulado “Juntos”. ¿Cuánto de todo esto es una actuación en mi honor?

Ahora que rememoro la visita me parece extraño que Milner me contara lo del juguete y su finalidad (y después su otra nueva finalidad) sabiendo lo que luego hizo el niño con el tren. Es como si fuera cosa de una amnesia particular: cuando la gente rememora el pasado se produce un momento de excitación que les hace olvidar cómo termina su historia y lo que este final puede revelar sobre ellos. Puesto que a mí me pasa con frecuencia, mis amigos y compañeros bromean y dicen que se trata del síndrome de Benjamin, mi única contribución a la creación de diagnósticos. Pero no solo me ocurre a mí, todos contamos historias que nos perjudican.

—Se nos está acabando el tiempo —miento. Apenas ha pasado la mitad. El chico tampoco vino a la siguiente cita. Era extraño, pero me sentí más decepcionado que aliviado cuando la señora Milner se presentó sin él. En vez de eso me trajo una fotografía de una cara anodina y redonda, frente prominente, dientes torcidos y superpuestos que no destacaba en nada más. Quería que yo viera algo. ¿Una locura monstruosa? ¿Un dolor excepcional? ¿La posibilidad de redención? Pero solo era una fotografía. Aún consciente de que ella tenía su mirada fija en mí esperando a que dijera algo, lo único que me impactó al mirar los pequeños ojos grises apagados del niño fue lo vacío que me sentí.

Con el permiso de mi superior, se me permitió verla durante las semanas siguientes con el supuesto de que podría influenciar positivamente en la crianza del niño. Yo creía que, a pesar de su ausencia, él encontraba la manera de comunicarse conmigo mediante un comportamiento que aseguraba la presencia de sus padres en la consulta, quizá una alternativa a la terapia matrimonial, y si eso no funcionaba, por lo menos sería un apoyo para su madre.

Si se le daba espacio, la señora Milner hablaba torrencialmente hasta quedarse sin aliento. Siempre hacía la misma pregunta: “¿Por qué, por qué es así?”. Lo preguntaba, se respondía, desmontaba su propia respuesta y luego lo preguntaba de nuevo. Sus historias cada vez se volvían más íntimas y cercanas, y de repente un día retrocedimos en el tiempo. Me contó que mientras estaba embarazada tenía unas fantasías sorprendentemente vívidas sobre lo unidos que estarían ella y su hijo durante los primeros años de su vida, que sería el sustituto de un matrimonio que hacía aguas; en su imaginación, el bebé sería su compañero. Y por ironías del destino la fecha prevista del nacimiento era la misma que la de su aniversario de bodas. Pero el parto se alargó diecisiete horas (“¡Y me habla a mí de umbrales de dolor jodidamente altos!”), por lo que acabaron compartiendo la misma fecha de nacimiento, no podían estar más unidos. Por un instante, es como si volviera a tener veinticinco años y estuviera bañada en los opioides del amor de las madres primerizas, pero enseguida se le vuelve a endurecer el rostro.

—Luchó con uñas y dientes para quedarse dentro, ¿pero por qué lo hizo? ¿Por qué?

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