A. K Benjamin - Para volverse loco

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Un tesoro de libro. Intrincado y profundamente íntimo, revela cosas que nos asombran, sorprenden y mejoran. —James Rhodes Están sentados cara a cara, cada uno a un lado del escritorio. Uno habla y otro escucha. El paciente expone y el doctor diagnostica. Sin embargo, a veces los extremos se tocan. La frontera entre la rareza y la enfermedad, la verdad y la fantasía, los despistes y la demencia senil o la excentricidad y la locura suele ser fina, y desde luego no es una línea recta. A. K. Benjamin nos abre las puertas de su consulta y nos presenta a sus pacientes. A través de sus casos, narra una historia que es a la vez muchas historias. Construye una galería de espejos llena de giros inesperados y revelaciones que consigue poner en duda nuestras ideas sobre la locura, el amor y la autodestrucción. El autor va más allá de las anécdotas para desdibujar los límites de lo que consideramos «normal». Solo a través de una prosa elocuente, irónica e incluso mordaz podría arrastrar al lector a profundizar en los conceptos más escurridizos de la neurociencia y la psiquiatría.

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—Mírame a los ojos: me la suda… Te toca.

Pero los “objetivos” de Michael son muy distintos. Por ejemplo, quiere construir una pista de esquí en seco en una zona pantanosa, o plantar un jardín de bonsáis, o criar un rebaño de alpacas por la lana (pero sobre todo “por las risas”), y en lo que más insiste es en hacer un campo de croquet en uno de los campos de ovejas de Bruern, una locura para la fiesta de Navidad veraniega del día 27, justo después de la caza del Boxing Day.

—Usaré un quitanieves Caterpillar para apartar la nieve, si la amontono bien servirá para marcar los límites. Usaremos bolas rosas y naranjas, así no las perderemos. Beberemos Pimm’s, y comeremos coulis de frutas veraniegas y haremos una barbacoa de leopardo de las nieves… es broma, de leopardo normal.

La equivocación con las estaciones podría ser una confusión temporal crónica, o más probablemente los delirios de un hombre rico. Sea lo que fuere, es difícil encontrar puntos en común entre los objetivos del paciente y los de su equipo.

Conocí a Michael seis meses más tarde, nueve meses después del accidente, en su casa al noroeste de Londres. Catherine y Luke estaban allí, así como las tres hijas más jóvenes, tres copias perfectas de su padre, o al menos de quien era antes. Los cinco recordarían ese momento durante el resto de sus vidas a causa de lo que les dije:

—La familia Taylor nunca volverá a ser lo que era.

Lo habían sabido durante casi nueve meses, pero no se habían atrevido a exteriorizarlo. Porque existe la creencia ciega de que podemos recuperarnos de cualquier enfermedad, y que además la recuperación no se detiene hasta ser total. Volveremos a ser nosotros mismos sin importar lo que esto signifique, sin importar lo que signifique para Michael, un hombre que tiene más talento para ser él mismo que la mayoría de nosotros, como si volver a la normalidad fuese una ley de Newton en vez del simple capricho de un niño. Michael iba de aquí para allá, bromeando, pagado de sí mismo, y gracias a la craneoplastia que redondeaba su cráneo parecía estar bien, casi completo. Tantos trampantojos basados en el mayor de los engaños: la suposición de que la vida, al igual que cada una de sus enfermedades, culmina en salud. No es de extrañar que para algunos sea difícil, si no imposible, romper esta fantasía.

O se rompe demasiado deprisa porque, paradójicamente, a veces se necesita algún engaño para progresar en la recuperación. Los cirujanos, secundados por los neurólogos y los terapeutas, hablaron de un periodo mágico de “dos años”, puesto que la plasticidad excepcional del cerebro podría propiciar una recuperación espontánea en este tiempo. Hubo un doctor que incluso habló de tres años. ¿Cuál de ellos tenía razón? ¿Lo sabía yo? ¿Significaba esto que Catherine debía posponer cualquier veredicto sobre lo que había perdido, lo que era diferente o simplemente lo que era irreparable hasta que hubieran transcurrido esos dos años enteros? Cuanto más se entusiasmaban los profesionales con esos “dos años”, más sentía ella que solo los utilizaban para escudarse. Era un gesto de autoridad y experiencia espolvoreado con una pizca de especificidad numérica, pero en realidad no era más que un mantra, una invocación de los creyentes: dicho de otro modo, unas palabras mágicas. Y no solo para ellos, también le estaban proporcionando una salida a ella. Nos engañamos pensando que podemos engañar mejor a los demás. Por eso cuando me escuchó decir que nada volvería a ser lo que era sintió un gran alivio. En realidad se lo digo por defecto a casi todas las familias, aunque la frase pueda sonar muy personal y específica, para así ayudarlas a cambiar sus expectativas, pero también para poder ganar más tiempo. Fue la primera vez que Catherine pudo exhalar con una certidumbre catastrófica.

Pero, ¿qué inhaló a continuación?

Al conocerlo por primera vez pude apreciar la extraordinaria recuperación de Michael tras un impacto que debería haberle costado la vida o, si hubiera tenido mucha suerte, dejarlo en un estado de dependencia permanente. Excepto por una pequeña área con tejido cicatricial rosado sobre la cual no le crecía pelo moreno, parecía ágil y enérgico, como en las fotos premórbidas enmarcadas en las que salía tocando el piano, apoyado en la chimenea o sentado en la mesa del comedor que estaban colgadas por todas partes: esquiando, practicando buceo, en bici de montaña por los montes de Bruern, bebiendo té en Darjeeling, abrazando un caimán en los Everglades y jugando unos dobles en Heath. Me pregunté si esa casa siempre había sido un altar dedicado a este admirable hombre de acción, si la habían transformado ahora en su homenaje o si era, de nuevo, una motivación para incentivar su regreso. A simple vista parecía prácticamente el mismo pero photoshopeado por una hija adolescente un poco traviesa que le hubiera dejado los ojos ligeramente descentrados, la sonrisa un poco demasiado amplia y un surco imperceptible en el lateral del cráneo que la craneoplastia no había podido alisar (como una duna desdibujada). Me dio la mano con la misma fuerza que si estuviera pescando un pez espada y me preguntó si quería beber algo con una voz innecesariamente alta, riéndose cuando no tocaba. Por lo demás irradiaba salud.

Y no era solo en apariencia. Aquella mañana había leído los resultados de su evaluación neuropsicológica más reciente. Su habilidad intelectual, su memoria, sus habilidades del lenguaje y la mayoría de sus funciones ejecutivas estaban calificadas de muy superiores, en un percentil por encima del noventa y nueve. En otras palabras, si pusieras en fila cien hombres o incluso mil de la misma edad de Michael (la mayoría con calvicie, sobrepeso, problemas de espalda, próstatas hinchadas y cinco décadas de preocupaciones y arrepentimiento acumulados), él sería el hombre del extremo derecho, el guapo con pelo sedoso que saluda desenfadado, “¡Aquí está el Muy Superior!”, hablando como si estuviera en medio de una ventisca, riéndose de sus propios chistes porque son realmente graciosos; no pasaría desapercibido. Ha disminuido su puntuación en el test de velocidad de procesamiento de la información, hay algunos indicios cualitativos de impulsividad y ha sacado una nota muy baja en los ejercicios de planificación y organización. Por lo demás estaba bien, mejor que bien.

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